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Una mujer que nunca tomó cursos de género logró que se proscribiera una droga con efectos desastrosos sobre las embarazadas y sus hijos. Durante la guerra del Pacífico, las tropas norteamericanas luchaban contra los japoneses y la malaria. Encontrar un sustituto de la quinina se volvió un propósito nacional. Al departamento de farmacología de la Universidad de Chicago, donde trabajaba Frances Odham Kelsey, llegó una extraña sustancia enviada por un veterinario tejano. Debía funcionar, pues ya la había probado en su secretaria y ahora pensaba ensayarla en el ganado. El envío del infame machista tampoco sirvió. Finalizó la guerra sin que se encontrara el anhelado sustituto de la quinina, pero Kelsey sumó esa valiosa experiencia a su formación de bióloga, bioquímica y farmacóloga. Supo que los conejos metabolizan rápidamente la quinina, las conejas embarazadas mucho menos y los embriones nada. También constató que algunas drogas atraviesan la placenta. Este aprendizaje le sirvió cuando, 15 años más tarde, trabajando en la FDA (Food and Drug Administration), tuvo que evaluar un sedativo aparentemente inofensivo: la talidomida.
Bajo presión de la farmacéutica que pedía aprobar de manera expedita una droga usada masivamente en el resto del mundo, Kelsey se tomó todo el tiempo que estimó necesario. “Los reportes clínicos eran más testimonios que estudios bien diseñados y ejecutados”, lamentaba. Cuando un médico inglés señaló ciertos efectos secundarios, ella recordó cómo la quinina afectaba diferencialmente a los conejos machos, hembras o fetos y sospechó que su peor efecto podría ser en mujeres embarazadas. Poco después se empezaron a reportar nacimientos de niños deformes en Europa. Se incrementaron los abortos espontáneos y las muertes de bebés. Un obstetra alemán encontró que un alto porcentaje de las madres con problemas habían tomado talidomida. A pesar de la protesta del fabricante alemán, la droga, que se vendía sin fórmula médica, salió de circulación.
La terquedad de Kelsey solicitando datos y pruebas impidió que la talidomida entrara al mercado norteamericano. La implacable científica hizo mucho más que controlar una sustancia peligrosa: cambió los procedimientos para hacerles ensayos a las drogas. Gracias a ella, los países comparten de oficio información sobre efectos colaterales. Años después de haber sido condecorada por John F. Kennedy como heroína nacional, investigadoras como ella enfrentarían progresivamente un insólito contrincante que niega diferencias biológicas entre hombres y mujeres: el feminismo de género.
Ha sido tradicional que los ensayos preliminares de drogas en animales se hagan con machos. Siempre se consideró que las hembras presentaban demasiadas variaciones hormonales que introducían ruido en el análisis de los efectos. Ese prejuicio, casi centenario, no tiene base científica sólida. En 1993, el NIH (National Institute of Health) ordenó que también hubiera mujeres en los ensayos médicos humanos, pero no hizo nada similar para impulsar la investigación equilibrada con animales. El sesgo masculino —que ha venido en aumento y no es atribuible a la medicina patriarcal— es evidente en neurociencias, farmacología y fisiología, donde los estudios con machos superan ampliamente aquellos con hembras. Los trabajos con ambos sexos normalmente no tienen en cuenta esa variable. “No se puede suponer que, más allá del sistema reproductivo, las diferencias sexuales o no existen o son irrelevantes; a pesar de esto, una alta proporción de los estudios no especifican el sexo y en los experimentos realizados con hombres y mujeres es usual que la información no se analice por separado”.
Sólo en 2014 el NIH (Instituto Nacional de Salud) empezó a exigir que las investigaciones con animales incluyeran hembras. Varias académicas formadas en el feminismo de género rechazaron la directiva por razones ideológicas: la investigación serviría para justificar un tratamiento desigual hacia las mujeres.
Fue una suerte que Frances Kelsey aprendiera sobre los efectos de la quinina sin incomodarse por reconocer diferencias biológicas entre machos y hembras. Cuando en los años 60 siguió sus intuiciones, para concentrarse en el impacto de la talidomida sobre las mujeres embarazadas y los embriones, también estuvo libre de presiones del feminismo de género. Cordelia Fine, influyente psicóloga social que no quiere ni oír afirmaciones como “los hombres tal cosa y las mujeres tal otra”, la calificaría de farmacosexista. Militante radical, Fine decretó que no puede haber ciencia contraria a la doctrina: “si los sexos son esencialmente distintos, entonces la igualdad de oportunidades nunca llevará a la igualdad de resultados”. Toca predicar que el sexo al nacer no importa, postulado alucinante que perjudica, a veces fatalmente, a las mismas mujeres. Hoy el laboratorio fabricante de la talidomida se hubiera aliado con grupos de presión feministas para defender la salud igualitaria: los efectos secundarios sólo en mujeres se consideran discriminatorios, y esto no es política ficción.