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Las relaciones entre las personas, tanto en el entorno privado como en el de los negocios, y por supuesto en el ámbito de la política, se basan en la confianza, que es un compromiso de doble vía entre las partes, construido sobre el respeto del otro. Cuando ésta se pierde, las relaciones se deterioran e incluso pueden romperse, causando daños irreparables.
Esta es una de las consecuencias más graves de la corrupción, porque afecta la confianza y la credibilidad entre los ciudadanos, entre éstos y los gobernantes, entre los electores y los elegidos, y debilita la legitimidad de las instituciones. Y lleva a que se hagan peligrosas generalizaciones como: “todos los políticos son corruptos”, o “todos los jueces son corruptos”, o “para qué voy a votar si todos son iguales”. O aún peor, para alimentar los cantos de sirena de quienes pregonan las salidas autoritarias y antidemocráticas como la solución para acabar con “los políticos”.
Esto también explica por qué, de manera equívoca, para desprestigiar o criticar las declaraciones, decisiones o actuaciones de una persona, de una organización o entidad se las califica de “políticas” o se dice que “están haciendo política”, como si esto en sí mismo fuera negativo y perjudicial para la sociedad. Por ejemplo, con este argumento se critica a los negociadores del Gobierno y de la guerrilla que están participando en los diálogos de La Habana, o al propio presidente de la República. ¿Acaso hay algo más político que buscar la terminación de un conflicto armado de más de 50 años y que ha causado miles de víctimas? ¿O una decisión de las altas cortes, cuando ésta afecta derechos fundamentales o intereses legítimos de los ciudadanos? ¿O los debates que se dan sobre una ley que hace tránsito en el Congreso? ¿O una movilización ciudadana a favor o en contra de unos hechos de interés público? ¿O incluso descalificar del contrario por sus creencias o actuaciones políticas?
Lo que es verdaderamente cuestionable es “hacer política” en beneficio de unos pocos y en detrimento del bien común, y cuando para lograrlo se transgreden principios éticos. La política, por esencia, tiene que ver con lo público y eso obliga a quienes la ejercen o cuyas actuaciones tienen efectos sobre la misma actuar en el marco de la legalidad. Sin embargo, es mucho más que esto. Además de acatar las leyes, su accionar debe ser legítimo.
Como lo señalaba Fernando Savater en una conferencia dictada en Bogotá hace unos meses, el camino para recuperar la confianza en las instituciones, en el Estado, en los mismos políticos, en los ciudadanos, es político. Esto es mucho más que elecciones y partidos políticos, que las peleas entre presidentes y expresidentes. Hacer política también es rechazar con vehemencia las actuaciones de quienes en beneficio propio abusan de su poder y de la confianza que en ellos se ha depositado y que por esta vía afectan la credibilidad de las instituciones. Es exigir que sean sancionados y garantizar que repare el daño causado. En la política hay principios que no son negociables y el primero de ellos es la ética.