La tormenta (II)

William Ospina
10 de junio de 2018 - 04:00 a. m.
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Tan grave como decir “no he visto el mar” o “no he visto el sol” sería tener que decir “no he visto el mundo”. Y yo creo que, de verdad, no lo hemos visto.

Tal vez porque nuestras mitologías y sobre todo nuestras teologías nos enseñaron que éramos una especie distinta y superior, venida del cielo, que no se parecía a la tierra, que estaba aquí por poco tiempo y que después volvía a su patria eterna, aprendimos a comportarnos como visitantes, llamados a utilizarlo todo, a dominarlo todo, a saquear el mundo y a no agradecer por nada.

Ha sido muy lento el proceso de descubrimiento de que somos hijos de este mundo, diseñados por él, condicionados por él; que todo en nosotros depende de las dimensiones del planeta, de su gravedad, de su clima, de sus especies, de su diversidad, de su equilibrio. Que todo daño que hacemos al entorno lo pagaremos con asfixia, con peste y con llagas, porque o somos parte de la salud del planeta o fatalmente seremos parte de su enfermedad y de su agonía.

Alguna vez Macedonio Fernández declaró que nunca se había sentido tan interesado en el tema de la respiración como una vez en que estuvo a punto de ahogarse. Es duro pensar que sólo empezamos a ver realmente el mundo a partir del momento en que sentimos que el mundo nos falta. Cuando estemos a punto de perderlo descubriremos que estábamos en el paraíso. Ahora, viendo los bosques arrasados, los ríos contaminados, los glaciares derretidos, los polinizadores diezmados, las bandadas extraviadas, los cardúmenes sin rumbo, el mar infestado por un continente de basura, las epidemias potenciadas, ahora que no podemos cantar “Vamos a la playa, calienta el sol”, sin preguntar enseguida con angustia si llevamos el bloqueador solar adecuado, comprendemos que la inmensa morada terrestre puede tratarnos como cosa ajena, que tanto jugamos a no ser de aquí que el mundo podría empezar a tratarnos como extranjeros.

Y también es posible que no hayamos visto a la humanidad. Hemos pasado la historia de tal manera divididos en razas, en lenguas, en religiones, en tribus, en naciones, de tal manera trenzados en guerras y conflictos, que nos resultó siempre difícil vernos como miembros de una misma especie y como partes de un proyecto común.

Ahora tenemos urgentes tareas compartidas que nos ayudarán a sentirnos parte de un proyecto solidario, gotas del mismo río, hojas del mismo bosque y caras de un mismo sueño. La tarea urgente de sustitución de fuentes de energía marca poderosamente la agenda planetaria. Ya Alemania y Dinamarca han emprendido incluso la tarea de cerrar sus centrales nucleares y de depender en un ciento por ciento de energías limpias. Es algo que pueden hacer los Estados, pero qué alivio histórico saber que cada quien puede conseguir un par de paneles solares y empezar por asegurar energía limpia para su propia casa, recortando de paso la factura mensual. Qué bueno conectarse directamente con el sol, como los girasoles, y no alimentar los circuitos del poder o de la corrupción.

Hace poco Jeremy Rifkin ha dicho que está terminando la edad de los combustibles fósiles, que ya comienza su sustitución por energía solar y eólica, que esa energía ilimitada en el futuro será gratuita, que está comenzando la tercera revolución industrial “basada en las energías sostenibles y las consecuencias de internet como la economía colaborativa”, que “el 90 % de los automóviles va a desaparecer y que la inmensa mayoría de los que queden serán eléctricos y sin conductor”, que llegó la edad de las reforestaciones masivas y de la energía limpia, que ya “Copenhague quiere convertirse en la ciudad más verde del mundo”.

Paradójicamente nada resulta más favorable para la expansión de los bosques que la sobreabundancia de dióxido de carbono en la atmósfera, de modo que lo que hoy se requiere es inteligencia y voluntad. Pero la manera misma del proyecto industrial tendrá que ser examinada a fondo, porque aunque lográramos un 100 % de energía limpia, ilimitada y gratuita, igual podría hacer colapsar el mundo un modelo de saqueo irrespetuoso y depredador, que ve en la naturaleza sólo una fría bodega de recursos, en la humanidad un mero rebaño de operadores y consumidores, y en el mundo apenas un escenario desangelado para los designios de una acumulación ciega y sórdida.

La idea del desarrollo concebido como mera multiplicación de mercancías y aumento de la rentabilidad parece una variación ya sin poesía del viejo desvelo de los alquimistas por convertir todas las cosas en oro, y contiene en su almendra una alarmante negación de la vida como diversidad, como contención, como profusión y como equilibrio. Porque de todas las cosas que caracterizan al mundo ninguna es más evidente, y a la vez más alarmante para los designios del gran capital, que su gratuidad. Originalmente, todo en este mundo es gratuito, y fue Chesterton quien dijo que “ni siquiera podemos saber qué tan ricos o pobres somos, porque todo es regalo”.

Es la iniciativa múltiple y autónoma de los ciudadanos lo único que puede detener la degradación de las democracias en todo el planeta. Son urgentes los planes masivos de reforestación aliados con el conocimiento necesario para proteger la biodiversidad amenazada. Es urgente salvar las cuencas, proteger los ríos y curar los manantiales. Y también es urgente un cambio de estilo de vida que libere de la excesiva presión al cuerpo y al mundo: sinceramente, yo creo que empieza a ser urgente al mismo tiempo desconectarse de los mecanismos y encenderse en términos creativos.

Necesitamos una revolución del afecto, una relectura de la historia para superar la idea absurda de que hay seres importantes y seres no importantes, seres con historia y seres sin historia. Hay que leer el hermoso libro Vidas minúsculas de Pierre Michon, o el libro Europa y la gente sin historia, para comprender cuán equivocados hemos estado en la mirada sobre el papel que jugamos en el mundo. No hay ser humano que no sea una síntesis de su época. La democracia es de verdad una necesidad, pero la democracia no puede ser una oscura tiranía de burócratas ni una manipulación de castas ni algo gobernado por el poder del dinero. Más que un sistema de derechos y de responsabilidades, la democracia tiene que ser un seguro de equilibrio en el que sólo si cada quien tiene lo elemental, tiene valor y dignidad, puede haber paz y convivencia verdadera.

Hay un relato de Ray Bradbury donde alguien grita que viene la tormenta. Cuando los otros, alarmados, le preguntan: “Dónde, dónde viene?”, él responde: “Nosotros, la tormenta somos nosotros”.

Los jóvenes, que por definición aman el riesgo y la aventura, tienen que saber que su deber es ser los protectores de los jaguares y los médicos de los manantiales. Es la voz de la tierra la que viene a decirnos que sólo bajo esos signos tal vez salvaremos esta aventura hoy en peligro, porque el mundo es tan grande que ya sólo se lo puede salvar en cada sitio, en la raíz de cada árbol, en la fuente de cada río.

Si viene la tormenta, que la tormenta seamos nosotros, o, como acabo de leer en alguna parte, según la sentencia del pueblo hopi, “nosotros somos aquellos a los que estábamos esperando”.

Fragmento de Solidaridad y futuro, un ensayo del nuevo libro “El taller, el templo y el hogar”.

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