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Ayer se cumplieron 30 años del asesinato de Héctor Abad Gómez (HAG). Ha pasado mucho tiempo desde aquel fatídico 25 de agosto. Yo era un niño cuando lo conocí, un joven profesional cuando lo mataron y ahora, en este aniversario, soy un adulto llegando a viejo. En los años 70, cuando lo vi por primera vez, en su casa, una buena parte del país se enrutaba por las sendas del narcotráfico; en los 80, cuando lo mataron, el conflicto armado estaba en pleno furor; y hoy, cuando escribo esto, los esfuerzos por lograr una paz duradera no cuajan del todo. Tres décadas de duelo, con media vida de por medio y un país que sigue lidiando con sus demonios de siempre.
Colombia no aprende de sus tragedias y en particular del asesinato de sus líderes más lúcidos, como HAG. Tal vez por eso tiene la suerte que tiene.
Como buen salubrista público, HAG creía que había que vacunar a los niños, inculcar medidas de higiene en los adultos, mejorar la alimentación y evitar que la gente se matara peleando. En síntesis, luchó contra las dos epidemias que más gente matan: la pobreza y la guerra. Si se reducen esas muertes, pensaba, podemos aspirar a fines más elaborados. Mientras tanto, hay que empezar por lo esencial: por la vida. Ese era su orden de prioridades, algo de una simplicidad pasmosa y esclarecedora.
Su manera de pensar era igualmente simple. Cuando le preguntaban en qué creía, respondía lo siguiente: en asuntos económicos soy socialista, en asuntos religiosos soy cristiano y en asuntos políticos soy liberal. Estaba convencido de que la justicia social, el amor por el prójimo y la libertad (los principios básicos de sus tres creencias) eran la clave para evitar que tanta gente muriera por causas no naturales. No es que militara en esos tres campos al mismo tiempo, sino que tomaba lo bueno de cada uno de ellos, con la convicción de que hay que ir por la vida explorando ideas, sin convertirlas en dogmas cerrados, ni condenarlas al ostracismo. Así mismo veía a las personas. Todos tenemos defectos y virtudes, y no hay que hacer, ni de lo uno ni de lo otro, una razón para convertir a las personas en dioses o en demonios. Su manera de ver el mundo era un manual de tolerancia.
Es increíble que hayan matado a HAG por pensar este tipo de cosas. Pero así es. En una sociedad en la que muchos viven del conflicto y de la guerra, los pacifistas y los mansos se vuelven peligrosos, sobre todo cuando le cantan la tabla a los extremistas y a los violentos, como lo hacía HAG.
Cuando lo asesinaron habían pasado 35 años desde La Violencia, una época en la que liberales y conservadores se mataban por casi nada. Quizá por eso, por haber visto los horrores de esa generación de gente alucinada, HAG pensaba que había que concentrarse en cosas básicas, como salud, educación, justicia y paz. Hoy han pasado 30 años desde que lo mataron. La violencia ha disminuido sustancialmente y los índices de salud pública han mejorado mucho. Sin embargo, las heridas del pasado no sanan del todo y los impulsos bélicos siguen teniendo aliento en algunos de los protagonistas de la vida política nacional. En estos 65 años, los guerreros y los dogmáticos han tenido un protagonismo que no merecen. HAG quiso cambiar ese rumbo, pero no pudo.
En la campaña presidencial que se avecina veremos qué tanto aliento siguen teniendo esos personajes del pasado. Por mi parte, quisiera que triunfara una opción cercana al orden de prioridades que tenía en mente HAG. Un orden que empezaba por la vida.