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Llevamos poco más de dos semanas del régimen Trump-Putin y ya se está haciendo difícil llevar la cuenta de los desastres. ¿Se recuerda el berrinche por la vergonzosamente reducida multitud en la toma de posesión? Ya parece historia antigua.
Sin embargo, quiero detenerme, solo un minuto, en la historia que dominó las noticias del jueves, antes de que la supere el alboroto por la prohibición de los refugiados. Como se podrá recordar —o quizá no, porque la locura se ha producido precipitadamente—, al principio parecía que la Casa Blanca decía que le impondría a México un arancel de 20 por ciento, pero que pudo haber estado hablando de un plan fiscal, que propusieron los republicanos en la Cámara de Representantes, pero que no haría tal cosa; luego, dijo que solo era una idea; después, abandonó el tema, al menos por ahora.
Por pura malevolencia, una forma de hablar vaga sobre los aranceles no se va a equiparar con darles un portazo a los refugiados, en el día para recordar el Holocausto, ni más ni menos. Sin embargo, el cuento de los aranceles personifica el patrón que ya estamos viendo en este gobierno caótico; un patrón de disfunción, ignorancia, incompetencia y traición a la confianza.
Pareciera que la historia, como mucho de lo que ha sucedido a últimas fechas, ha empezado con el ego inseguro del presidente Trump: la gente se estaba burlando de él porque México no pagará, como él lo prometió durante la campaña, ese muro inútil a lo largo de la frontera. Así es que su portavoz, Sean Spicer, salió a declarar que, de hecho, ese impuesto fronterizo a los productos mexicanos pagaría el muro. ¡Ahí lo tienen!
Como señalaron rápidamente los economistas, no obstante, los aranceles no los paga el exportador. Con algunas salvedades menores, básicamente, los pagan los compradores; es decir, un arancel a los productos mexicanos sería un impuesto a los consumidores estadounidenses. Por tanto, Estados Unidos, no México, terminaría pagando el muro.
¡Uups! Sin embargo, ese no fue el único problema. Estados Unidos es parte de un sistema de tratados —un sistema que nosotros construimos— que establece reglas para las políticas comerciales, y una de las reglas clave es que no puedes solo aumentar los aranceles unilateralmente, los cuales se redujeron en negociaciones previas.
Si, con indiferencia, Estados Unidos rompiera esa regla, las consecuencias serían graves. El riesgo no sería tanto por las represalias —aunque eso también—, como por la emulación: si tratamos a la normativa con desacato, lo mismo harán todos los demás. El sistema comercial completo empezaría a desenlazarse, con efectos enormemente perjudiciales en todas partes, en las que estarían totalmente incluidas las manufacturas estadounidenses.
Entonces, ¿acaso la Casa Blanca realmente planea seguir esa ruta? Al concentrarse en las importaciones de México, Spicer transmitió esa impresión; pero, también, dijo que hablaba de “una reforma fiscal integral como un medio para gravar las importaciones de los países con los cuales tenemos déficits”. Eso pareció ser una referencia a una propuesta de reforma de los impuestos corporativos que incluiría “aranceles fronterizos ajustables”.
Pero esta es la cuestión: esa reforma no tendría, para nada, los efectos que él estaba sugiriendo. No estaría dirigida a los países con los que tenemos déficits, ni qué decir de México; se aplicaría a todo el comercio. Y, de hecho, no sería un impuesto a las importaciones.
Para ser justos, se trata de un punto ampliamente malinterpretado. Muchas personas, que debieran tener mejor sentido, creen que los impuestos de valor agregado, que muchos países imponen, desalientan las importaciones y subsidian las exportaciones. Spicer repitió esa interpretación errónea. No obstante, de hecho, los impuestos del valor agregado son, básicamente, impuestos nacionales a las ventas, que ni desalientan, ni alientan las importaciones. (Sí, se pagan impuestos por las importaciones, pero lo mismo pasa con los productos nacionales.)
Y el cambio propuesto en los impuestos corporativos, mientras que difiere de la imposición del valor agregado en algunas formas, sería neutral, de forma similar, en sus efectos sobre el comercio. Lo que esto significa, en particular, es que no haría absolutamente nada para hacer que México pague por el muro.
Parte de esto es algo técnico —se puede consultar mi blog para saber más detalles—. Sin embargo, ¿no se supone que el gobierno estadounidense debe tener correctas las cosas antes de plantear lo que suena a una declaración de una guerra comercial?
Hagamos un resumen: el secretario de Prensa de la Casa Blanca creó una crisis diplomática cuando trataba de proteger al presidente del ridículo por sus tontos alardes. En el proceso, demostró que nadie en la autoridad entiende la economía básica. Después, trató de desandar todo lo recorrido.
Todo esto debería ubicarse en el contexto más grande de que se está colapsando la credibilidad de Estados Unidos.
Nuestro gobierno no siempre ha hecho lo correcto. Sin embargo, ha cumplido sus promesas a naciones e individuos por igual.
Ahora todo eso está en duda. Todos, desde los países pequeños que pensaron que estaban protegidos contra la agresión rusa, a los emprendedores mexicanos que pensaron que tenían acceso garantizado a nuestros mercados, a los intérpretes iraquíes que pensaron que estar al servicio de Estados Unidos significaba la garantía de un santuario, ahora tienen que preguntarse si los van a tratar como contratistas difíciles en un hotel Trump.
Se trata de una gran pérdida. Y, probablemente, es irreversible.
(c) 2017 New York Times News Service
