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El blindaje jurídico de la paz anunciado por el Gobierno y las Farc tiene un doble componente internacional. Por un lado, el acuerdo final se denomina un “acuerdo especial” bajo los términos del artículo 3 común a los Convenios de Ginebra de 1949 –referente al respeto de estándares humanitarios mínimos en la guerra– y se registra ante el Consejo Federal Suizo (el depositario de los mismos), con lo cual adquiere un status jurídico internacional y se garantiza su ingreso al bloque de constitucionalidad. Por el otro, se realiza una declaración unilateral ante el secretario general de la ONU –con lo cual el acuerdo se convierte en obligación del Estado colombiano– y se pide al organismo avalarlo mediante su anexión a la resolución 2261, por la cual el Consejo de Seguridad aprobó la misión política no armada para el monitoreo del cese definitivo de fuego.
Como lo advirtió Laura Gil en su columna en El Tiempo, esta jugada amplía las fronteras del derecho internacional ante las necesidades políticas del proceso en Colombia. Se trata de una práctica típica de la negociación de acuerdos de paz en la posguerra fría, la cual, según la jurista Christine Bell, está produciendo una nueva lex pacificatoria, que es por naturaleza innovadora. Al involucrar a distintos Estados nacionales y grupos armados no estatales, con fuerte injerencia de actores y normas internacionales, éste opera en los límites de las categorías jurídicas tradicionales y en los intersticios del derecho internacional y el nacional, sobre todo el constitucional.
Bell explica que la consideración de un acuerdo de paz como un documento híbrido pero legalmente vinculante es determinante de su éxito. La elevación del mismo al rango internacional aumenta los costos políticos del no cumplimiento, aunque, como sugiere la actitud de Colombia ante la Corte Internacional de Justicia, éstos no han sido obstáculo en el pasado para el desacato.
Sin embargo, la lex pacificatoria también plantea dilemas, entre los que se destaca la posible incompatibilidad entre las metas de corto plazo (como el cese al fuego, la desmovilización y la desmilitarización) –que se favorecen con un compromiso internacional como el que van a adquirir el Estado y las Farc– y las reformas legales, políticas y económicas que exige la paz a largo plazo. Es decir, la innovación legal, aunque necesaria, tiene implicaciones difíciles de prever. Por ejemplo, el hecho de que todo el acuerdo final en Colombia se cobije bajo la figura de “acuerdo especial” –en lugar de limitarse a aspectos puntuales, como ha ocurrido en varios casos africanos– plantea dudas sobre su posible apertura a la supervisión y el seguimiento del Comité Internacional de la Cruz Roja u otros actores de la ONU. A su vez, como el éxito de todo acuerdo de paz depende de su legitimación, no solo entre las partes y ante la comunidad internacional sino a nivel de la sociedad, queda la duda de si tanta innovación no resulta más confusa que aclaratoria.