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Parafraseando y recortando a Brecht, hay hombres que enseñan un día y son buenos, pero hay los que enseñan toda la vida, y esos son los imprescindibles.
Acaba de morir un irremplazable que, además, brilló de manera discreta. Definitivo en la formación de todos los que lo tuvimos como profesor y orientador, fue relativamente desconocido para quienes no estuvieron expuestos a su sabiduría, cultura, erudición y sentido común. Como su influencia fue más directa y verbal que escrita, sus ideas no tuvieron la difusión que merecían por fuera del círculo de personas que trabajamos con él. Manuel fue la antítesis del experto mediático.
Hace unos meses, en un evento conmovedor, nos reunimos para despedirlo quienes ya sabíamos que se iba a morir. En ese homenaje a su vida y obra se dijo casi todo sobre su papel fundamental en el desarrollo de la disciplina económica en Colombia durante las últimas décadas. Digo casi porque en el recuento de sus aportes no se mencionaron dos aspectos definitivos de mi admiración por él.
Sobre uno de ellos, el mismo homenajeado dio la clave esa noche. Buena parte de su curiosidad infinita, de su afán por aprender y compartir conocimientos, de su certeza de que el saber es siempre incompleto, cargado de grises y no puede ser una aventura individual, vino de su abuela. Fue ella quien lo introdujo de niño en la lectura de los clásicos. Una gran virtud de Manuel fue no ser un tecnócrata, ni simplemente un economista sólido sino un gran humanista. La microeconomía, el equilibrio general, la econometría o la teoría de juegos que varias generaciones aprendimos con él son, en últimas, saberes que se pueden adquirir de muchas personas. Con muy pocas se obtiene la transmisión de ciertas destrezas mezcladas con escepticismo sobre esas habilidades adquiridas. No es fácil encontrar un maestro que guarde distancia con lo que enseña. Eso requiere mucha sabiduría por fuera de la propia disciplina.
Otro rasgo inolvidable de Manuel fue su enorme capacidad para no tomarse en serio, gozar cada momento y mamar gallo. Uno de los períodos más instructivos de mi vida fue cuando, como estudiante, luego de haber logrado un contrato para trabajar unas horas a la semana con el genio indiscutible de la facultad, pude constatar que el ejercicio intelectual no era necesariamente un asunto trascendental de ratón de biblioteca sino que podía ser una especie de juego permanente, desafiante, incierto, entretejido con los chismes y la vida cotidiana, apasionante, y en extremo divertido.