Mitos sobre la crianza

Mauricio Rubio
23 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

“¿Tienen los padres un efecto importante en el desarrollo de la personalidad de sus hijos? Este artículo examina la evidencia y concluye que la respuesta es no”.

Con esta herejía se iniciaba el artículo publicado en una revista de psicología en 1995 por una desconocida, Judith Rich Harris, que atacaba frontalmente todo lo que el mundo académico e intelectual proclamaba saber sobre los efectos de la crianza.

La principal respuesta que obtuvo la autora fue el reverso de una célebre frase colombiana: “no sabemos quién es usted”. Por fortuna, en la academia hay siempre ovejas descarriadas, sin prejuicios, abiertas a innovaciones, así revuelquen sus creencias. Steven Pinker, quien ya era una autoridad, alabó ese artículo que había transformado su visión del proceso de crianza, e invitó a la autora a exponer en un libro sus planteamientos. En el prólogo a la primera edición, Pinker confesaba que el privilegio de estar entre los primeros lectores de ese texto electrizante había sido “uno de los puntos más altos de mi carrera como psicólogo”. Predecía que ese pedazo de ciencia seria y original “será vista en el futuro como un punto de quiebre en la historia de la psicología”.

Por siglos, la personalidad de los hijos se percibió como parte del destino. La noción de que la crianza es fundamental fue de Sigmund Freud, quien construyó un complejo escenario en el que las dolencias psicológicas de la vida adulta dependen de eventos ocurridos durante la niñez, con responsabilidad crucial de unos padres que causan angustia simplemente por estar ahí. El conductismo, doctrina psicológica surgida como reacción al psicoanálisis, rechazaba el grueso de los planteamientos pero conservaba la premisa básica de que la infancia temprana es trascendental. Los padres siguieron siendo importantes ya no como Edipo o Electra sino condicionando respuestas o administrando premios y castigos.

El escepticismo de Judith Harris surgió de observar detenidamente su entorno. En sus épocas de estudiante, cuando era vecina de una familia inmigrante rusa, le asombraba que padre y madre hablaran el idioma nativo pero sus hijos dominaran el inglés. Los menores no habían aprendido el lenguaje, ni la forma de vestir, en casa sino con sus amigos y compañeros. Las novelas de misterio inglesas le mostraron a Harris varones de clase alta que tampoco cuadraban con el supuesto hogar determinante. El hijo de una familia aristocrática casi no vivía con ella pero al volverse adulto era todo un “british gentleman”, una copia de su padre, quien literalmente no había tenido nada que ver con una crianza de nodriza, nanny e internado.

La tesis alternativa de Harris, de estirpe darwinista, está basada en hallazgos de genética comportamental, análisis sociológicos de las dinámicas de grupo e investigaciones psicológicas que muestran que el aprendizaje es altamente específico al contexto. Estudios con gemelos y mellizos criados separadamente sugieren que los factores hereditarios explican entre el 40% y 50% de la variabilidad en las características de la personalidad. La influencia de la familia en la que crecemos rara vez pasa del 10%. El saldo, o sea entre el 40% y 50% de la varianza en las personalidades, se explica por factores ambientales no compartidos, o sea personales e individuales. Sobre esa dinámica se sabe poco.

La principal conclusión de Harris es que los niños “aprenden cómo comportarse por fuera de su hogar volviéndose miembros de un grupo social” desde la guardería, luego la escuela, las amistades, el equipo, la banda o la pandilla. Entre más común sea la familia nuclear en una sociedad, mayor pertinencia tiene Harris, pues es dentro de los grupos fuera de ella “que las características psicológicas con las que el niño nace quedan permanentemente modificadas por el entorno”. La asimilación y la diferenciación determinan la adaptación: la primera transmite las normas culturales, la segunda consolida y exagera las diferencias individuales. Cuál de estos procesos dominará depende del contexto específico de cada quien, con un importante factor de azar.

Esta teoría es un verdadero alivio para quienes a veces nos sentimos demasiado responsables del futuro de la prole. Se puede bajarle al estrés. Escogida la pareja y transmitidos los genes, no es mucho lo que aportamos, salvo proteger su entorno: estar alertas cuando se junten con crápulas, sacarlos de ambientes tóxicos, mantener estrecho contacto con el sistema educativo y todos los ámbitos donde desde temprana edad se configuran los grupos de pares y normas sociales. Es ahí que nuestras crías, siempre únicas –como sabe cualquiera con más de una- acumulan experiencias, también particulares e impredecibles, se las arreglan para sobrevivir y luego reproducirse, si les da la gana.

Ver más…

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar