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Muchas Julietas, Romeos y cómplices

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Mauricio Rubio
08 de mayo de 2014 - 05:21 a. m.
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“Nadie sale en defensa de lo que millones de mujeres en Colombia hemos hecho: abortar sin necesidad de estar al borde de la muerte o de la locura”.

Así se refiere mi amiga Julieta, profesora universitaria, a su interrupción del embarazo, apartándose de sesudas discusiones sobre situaciones excepcionales y con un llamado al sentido común: es un desatino amenazar con sanción penal a las innumerables colombianas que abortan. Muchos Romeos podemos salir en su defensa y afirmar sin vergüenza que en su momento apoyamos esa misma decisión por estar enamorados de quien la tomó. Yo también fui cómplice de otra interrupción sin ningún vínculo amoroso: a una empleada de un pequeño negocio del que fui socio le sugerimos el ginecólogo y le pagamos el procedimiento. Reincidiría, y haría lo mismo por cualquier mujer cercana buscando ayuda en tales circunstancias. Es imposible negarse a colaborar ante el convencimiento absoluto de que no es el momento propicio para la maternidad, ante el sufrimiento visceral con un embarazo que trae problemas insolubles y exige hacer algo. Ahí no hay espacio para la jurisprudencia o las doctrinas. Es una complicadísima valoración de escenarios personales inciertos que sólo la mujer afectada es capaz de hacer. Sobran amenazas, regaños o consejos pues absolutamente nadie se puede poner en esos zapatos. Sólo sirven la comprensión y el apoyo, sea cual sea la decisión.

Según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud el 6.4% de las colombianas han interrumpido alguna vez un embarazo. Son casi un millón de Julietas. Ningún criminólogo se molestaría en hacer un perfil de “la abortante”, que es bien escueto: “colombiana sexualmente activa”. A cualquiera le puede pasar; en cualquier edad, estrato, nivel educativo o región. Las altísimas cifras de algunos departamentos son un misterio pero confirman que son muchas las afectadas. En la Guajira o Cesar una de cada seis mujeres ha abortado. Para ninguna conducta penal se observa tal proporción de infractores. Los homicidas en Colombia son uno por varios miles de personas. El derecho penal debe ser el último recurso para controlar conductas dañinas excepcionales, no una herramienta represiva contra una fracción importante de la población, que ya sufre su dosis de angustia y dolor. Es irónico que este “a la caída caerle” lo promueva el cristianismo.

El debate sobre la legalidad es inseparable de la pregunta ¿está bien o está mal abortar? Es sencillo alinearse con la posición que “eso no se debería hacer”. Una aplastante mayoría de los colombianos manifiesta que el aborto no se justifca nunca. Pero una cosa es rechazar una conducta en teoría y otra bien distinta enfrentar en carne propia o cercana la situación en la que esa es la opción menos ruinosa. Además, hay un abismo entre respaldar un principio y proponer prisión para quien lo desafíe. No sorprende que la mayoría de colombianos, en desacuerdo con el aborto, estén en contra de su penalización. Julieta la de Shakespeare se suicidó. Aunque sea universal la idea de que no está bien hacer eso, el grueso de los sistemas legales ya superaron la absurda idea de penalizar a quien se quita la vida.

¿Cómo se previene un aborto? ¿Amenazando con cárcel a quien decida hacerlo? Hay que ser caradura para proponer eso en un país con tantos crímenes atroces, que podría volver a perdonarlos en bloque y que recién se entera de que un quemador con ácido puede salir libre en un tiempo similar al previsto para quien interrumpe un embarazo. Ninguna mujer tiene relaciones sexuales para abortar. Si queda embarazada es por accidente, descuido, o ignorancia. Se requiere poca compasión con psicología precaria para plantear que el calabozo hará que esa persona extreme precauciones cuando vuelva a tener sexo. En su histórico discurso ante la Asamblea que en 1974 legalizó el aborto en Francia, Simone Veil convenció con la observación que “una mujer sobre quien recae toda la responsabilidad de una acción tendrá más dudas para tomarla que aquella que siente que la decisión ha sido tomada por otros”.

Criminalizar a Romeos y cómplices por ayudar a que una mujer haga lo que considera indispensable es tan absurdo como volver mafioso a quien le vende el tiquete a un emigrante ilegal. Es irresponsable aumentarle la presión al sistema penitenciario colombiano con dos millones de personas cuya peligrosidad radica en no compartir ciertos principios de un debate irresoluble. Hay que insistir en algo simple, sensato y con posibilidades de acuerdo: una abortante no es una criminal. Fue por ahí que se desmoronó la prohibición en un país tan católico como Portugal.

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