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Ningún disfraz

Alfredo Molano Bravo
15 de marzo de 2015 - 01:57 a. m.

EN LOS ÚLTIMOS DÍAS LA MESA DE negociaciones de La Habana ha ido dejando escapar bocanadas de humo blanco. Así parezcan independientes —y a veces unilaterales—, los anuncios de cese al fuego por parte de las Farc, el desminado y ahora la interrupción de los bombardeos son pasos hacia el desescalamiento de la guerra y, sin duda, también hacia lo que se conoce como dejación de armas. Los militares —comandantes y generales— se ponen de acuerdo entre sí más rápido que los políticos y aún más que los intelectuales. No hay ningún disfraz: estamos ante un ensayo de cese bilateral. ¡Enhorabuena!

 

Ha sido un toma y daca difícil que ha oxigenado la negociación y le ha dado confianza en un arreglo total y definitivo a la opinión pública. También a los guerrilleros y a los soldados, que son los que, de entrada, llevan del bulto. Y, por supuesto: la población civil en las zonas de conflicto debe haber comenzado a respirar más tranquila. Las minas antipersona, las bombas sin explotar y demás artefactos mortales no han sido usados sólo por la guerrilla, como se nos ha hecho creer. A pesar de lo pactado en Ottawa, el Ejército no ha dejado de abandonar granadas por ahí en escuelas y matas de monte. Pero además minó campos y, que se sepa, no los ha desminado.

Señor procurador: Dese una caminadita por los lados del Cantón Norte a ver si ya no hay minas. El desminado será una buena experiencia para soldados y guerrilleros. Trabajar por una causa común es preparar el futuro y acercarlo. Cesar los bombardeos es ante todo una gran noticia para la población civil, porque esas bombas no caen sólo sobre los campamentos guerrilleros, sino también sobre áreas civiles para aterrorizar campesinos. El mismo efecto tienen los morterazos nocturnos sin blanco definido. Por eso sería un gesto también significativo que las Farc dejaran de usar los catalicones o tatucos. De seguir así las cosas, el efecto dominó sobre los fierros llevará a colgarlos de un ciprés. Se habrán entonces negociado las armas —unas y otras— y el Ejército podrá volver a sus cuarteles a retomar su función esencial: la defensa de la soberanía, papel en el que sí serían honrados por todo el país. El presupuesto de defensa podría ser el mismo, pero el daño para la democracia sería infinitamente menor.

La paz, sin embargo, no supone el fin de los conflictos sociales. Unos se podrán negociar y resolver temporalmente en oficinas y recintos públicos; otros saldrán a la calle, y no pocos terminarán en protestas violentas. Pancartas, gritos, piedra, gases, heridos. La Policía está siendo preparada para enfrentar esas manifestaciones legítimas de la vida civil. Dicho así, pase. Pero el problema es la nueva policía, el Esmad, un cuerpo brutal, represivo, feroz, que sabe muy bien cómo transformar a punta de provocaciones calculadas una marcha pacífica en un enfrentamiento sangriento. Cesará el fuego en el campo y se podrá avivar en las calles. Las protestas sociales se deben comenzar a tratar civilizadamente y no a bala y machete —hay foto— porque la represión es el resorte de la violencia. Los indígenas de Cauca, los campesinos de Catatumbo, los colonos de Guaviare han sido víctimas de las tácticas de provocación usadas por el Esmad para justificar el plomo. Sacar al Ejército del conflicto armado y meter a la Policía en el conflicto social es borrar con el codo lo que se ha hecho con la mano. La violencia comenzó dándoles palo a los arrendatarios del Tequendama, a los tabloneros de Chaparral, a los obreros de Barranca. A la gente no se le puede obligar a coger las armas. La Policía debe volver a ser un cuerpo civil —ni chulavita ni Esmad–, pero además, civilizado, que no obedezca órdenes de gerencia ni intereses particulares. No puede volver a ser la mecha de una nueva conflagración.

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