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El gran cineasta francés Jean Luc Godard alguna vez dijo lo siguiente: "Quien mata a un hombre por defender una idea, no defiende una idea: mata a un hombre". Una descalificación lapidaria del asesinato político.
Ella podría aplicarse con eficacia similar al desplazamiento, a la desaparición, al secuestro…Y nos plantea de manera directa la pregunta de qué hacer frente a los delitos cometidos por los actores armados en el curso de nuestro larguísimo conflicto. Pues si ya se está hablando de firmas en el 2015 --se refirieron a la fecha Pablo Catatumbo y Juan Fernando Cristo--, es momento de buscar respuestas sobre este punto ultra-sensible con el máximo de claridad. ¿Qué hacer con las FARC y su patrimonio de delitos terribles? ¿Qué hacer con la gran cantidad de agentes del estado que cometieron, promovieron o cohonestaron, toda clase de violencias y atrocidades espantables?.
Mi posición frente a esto es lo siguiente. Las FARC deben y pueden entrar a contribuir a nuestro sistema político, no a engrosar el hacinamiento carcelario. No veo otra manera de llegar a una paz a la vez posible, deseable y estable. A cambio, tienen que contar toda la verdad. Como es un imposible político (también lógico) que esto suceda de manera unilateral, debe de existir algún procedimiento análogo para los agentes del estado. No se trata de una propuesta terriblemente revolucionaria u original; Lleras Restrepo ya la había hecho en la década de 1980. Estoy consciente de que esta posición es polémica y dolorosa. Y que implica cambios muy grandes (de los actores armados, para comenzar: tienen que aprender a reconocer clara y contundentemente, con todos los detalles, por dónde han transitado). Pero tiene la fuerza de la claridad, y a su favor la voz de muchas víctimas que antes que retaliación reclaman gestos contundentes de paz y actitudes inequívocas a favor de la verdad. Y que han dicho en todos los tonos que la peor forma de victimización es la continuación del conflicto.
Como parámetros de ese debate deseable, propongo los siguientes cuatro criterios. Primero, este no es un asunto primordialmente jurídico sino político, que trata sobre los intereses superiores de nuestro estado y sociedad. Segundo, es un problema a resolver entre colombianos, y cualquier solución obtendrá su legitimidad de lo que acordemos aquí. Repito lo que he dicho en otras columnas: si el estado reclama para sí el derecho de matar, mutilar y quemar a sus ciudadanos, va a sufrir de un déficit de legitimidad crónico, y no podrá evitar intervenciones indeseadas. Si en cambio reclama para sí el derecho de terminar a su manera el conflicto más largo del mundo, y el único vigente del hemisferio occidental, puede dar un portazo a cualquier entrometido (el término de la literatura especializada es spoiler). Esto se aplica con particular fuerza a la Corte Penal Internacional, cuya repugnante contabilidad por partida doble está ampliamente documentada. Tercero, debe servir para fundar un verdadero punto cero consistente en: un divorcio entre armas y votos; un acuerdo social entre los colombianos para denunciar todos los crímenes, vinieren de donde vinieren; y la construcción de diseños institucionales que los prevengan en la medida de lo posible. Esa es la piedra angular sobre la que se puede fundar una justicia transicional para todos los actores (y una de las razones por las que es tan absurda la iniciativa del fuero militar que propone ahora el gobierno). Y cuarto, debe pasar por la construcción de mecanismos institucionales viables que permitan acopiar los hechos y presentar ante la sociedad sistemáticamente las verdades.
Sé que hablar de esto es duro, durísimo. Millones de colombianos han sido sometidos a sufrimientos aterradores en el curso del conflicto. Pero si queremos paz, tendremos que aprender a hablar de lo innombrable. Entre menos claros seamos, peor será el desenlace.