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Cuando Carolina Sanín, en su reciente columna de Vice, pone en duda la identidad de un hombre trans embarazado y lo enmarca en la distopía de un mundo sin mujeres, sugiere que ese hombre trans, que nos comparte la felicidad de su embarazo de la mejor manera que puede (con las palabras que tiene a la mano y que quizá no alcanzan para describir su realidad), es una amenaza para aquellas mujeres cisgénero, a quienes la sociedad no cuestiona su identidad a diario. Al leer la columna, uno siente que Sanín ha olvidado que habla de una persona real y que su crítica ataca a una comunidad de carne y hueso que a diario se enfrenta a la discriminación y la violencia. Estamos hablando de una comunidad a la que se le niega, constante y desfachatadamente, su acceso a los derechos y cuyos miembros incluso han sido asesinados a la sombra de argumentos como los de la columna de Sanín.
El marco argumental de Sanín descansa en un principio: no es verdad que un hombre trans lo sea, si su cuerpo cumple con las funciones reproductivas de las hembras humanas. Nos dice que la verdad que ese sujeto vierte en su identidad es imposible y, por eso, falsa. La columna es contenciosa porque niega —no, es peor, porque prohíbe—, en esa lógica binaria, que una población (hasta ahora marginal, exotizada, desnormalizada) exprese sus verdades de identidad como una realidad posible. Sanín puede sentirse como quiera y es legítimo que exprese sus preocupaciones sobre lo que sea, pero sus palabras son peligrosas al proponer sus creencias (“sus” verdades) en una lógica universal, como si sólo se pudiera pensar, existir o sentir en el coto corto de sus términos lógicos y sus axiomas. Es decir, Sanín no manifiesta sólo su opinión (respetable como cualquiera, por más mezquina que parezca ante un sector), sino que expresa que la lógica que la soporta es la única posible y que quien niega esa lógica es una amenaza. Esta es la retórica de los “discursos peligrosos”.
Se llama discurso peligroso a las argumentaciones emitidas por líderes de opinión frente a audiencias susceptibles a la radicalización, cuando tales argumentaciones expresan mensajes deshumanizantes para un grupo, justifican la violencia en su contra y presentan al grupo estigmatizado como una amenaza en un contexto histórico de discriminación o violencia en contra del mismo.
Al abordar una comunidad que nos es ajena, es importante escucharla. Si, en respuesta a esta columna, las personas trans le dicen a Sanín “transfóbica” (y no por menos que negar la veracidad de su identidad, que ciertamente no es poca cosa, por prohibir su forma de ser y de percibirse en el mundo y, para peor, con un argumento veterinario), el señalamiento no es un ataque. Es una declaración de defensa y una expresión legítima de miedo ante una columna que reafirma los prejuicios en que reposa la violencia que enfrentan en su vida cotidiana. Es una crítica, válida y necesaria, y que debe recibirse en consideración de la humanidad de las comunidades que sufren discriminación, los riesgos potenciales que perciben frente a cómo se las interpreta y su indignación al sentirse anuladas en la opinión ajena.
No porque Sanín diga en su columna que “defiende los derechos de los homosexuales” quiere decir que, de hecho, lo haga, y menos cuando su columna puede prestarse para legitimar y reforzar la discriminación. Las palabras no se dicen en el vacío, las pronuncian sujetos inmersos en unas estructuras de poder ineludibles. Que unos estudiantes de Los Andes (el curubito del privilegio en Colombia) amenacen a Sanín con ponerle un ojo morado, en un país donde cada 11 minutos una mujer es agredida, no es libertad de expresión, es un discurso peligroso. Igual, en un país en el que las personas trans sufren una altísima discriminación y violencia, cuando una líder de opinión cisgénero cuestiona la afirmación de la identidad de un hombre trans cuando dice que esta “no es verdad”, pues “si el hombre que se presenta como hombre está gestando a un hijo, puede estarlo porque es una mujer”, le da la razón a aquellos que las persiguen para cortarles el pelo y quitarles las prótesis de busto en defensa de esa misma “verdad”. En contextos como este, es importante recordar que las palabras tienen poder y, ante sus posibles efectos violentos, es más valioso ser ético que brillante.