Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Soy paranoico. No lo voy a negar, y tampoco sé si quiero justificarlo o si podría hacerlo con absoluta claridad.
Tal vez nada de eso importe demasiado ya. A mí me basta con saber que desde niño me sentí observado, que cuando iba por una plaza tenía que recorrerla por un costado porque el centro era poco menos que un infierno. Allí podían masacrarme, silbarme, lanzarme una piedra, escupirme o, lo peor, burlarse de mí. Yo era un blanco muy fácil de encontrar, o eso creía.
Era un manojo de inseguridades por las críticas en la casa, por las comparaciones con los otros hermanos, porque antes cualquier adulto se creía con el derecho de “corregirte”, por las malas notas en la escuela. O fundamentalmente por las notas de la escuela, pienso hoy, notas malas o buenas o regulares que terminan siendo una afrenta contra un niño, contra un ser humano, contra cualquiera, porque te califican, porque deciden si sirves para algo, si sabes algo, si tienes futuro, si eres mejor o peor que otros.
Todo eso me amilanó, pero aquel apenas era un leve comienzo. Luego se sumarían a la lista la inseguridad de Bogotá, los buses que se te echaban y echan encima, los taxis, los atracos, los policías que te detenían en cualquier esquina y te trataban como delincuente, y si protestabas, te llevaban en un camión con el etéreo cargo de “irrespeto a la autoridad”. ¿Qué autoridad?, maldita sea. ¿Y por qué alguien debe tener autoridad sobre otro? ¿Quién les concedió el derecho de poseer La autoridad?
Tres veces acabé en el camión, y otras tantas en un calabozo, simplemente porque mirar a un policía o a un militar, mirarlo nada más, era signo de irrespeto a la dignidad de la autoridad, como me dijo un coronel una de aquellas veces. Ellos también iban y van con sus paranoias a cuestas, ¿no? Ellos también. Nuestros encuentros eran de docenas de paranoias que se juntaban. Nada bueno podía salir de ahí, y nada bueno salió de tantas inseguridades, de tantos temores, de tantas venganzas contenidas y por venir. Una tarde, seis meses después de mi último encierro, el coronel aquél me llamó para ofrecerme un trabajo. Usted tiene el perfil perfecto, dijo. Yo era un desempleado más, un irascible y perseguido desempleado más. Al día siguiente, con cargo de agente especial, comencé a grabar y a escuchar las llamadas telefónicas de todo tipo de sujetos. Hombres y mujeres, gente del común, personajes encumbrados, criminales. Todos, tan paranoicos como yo. Cuentas cifradas, citas clandestinas, pecados ocultos, conspiraciones, atentados, miedo... Oír tanta porquería me llevó a concluir que la humanidad es un invento que fracasó, y por eso me persigue.