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Las cosas están cambianod: ahora estoy una lista distinta, la de los miles de ciudadanos que recibimos al papa en el aeropuerto militar de Catam. Un honor sumado al privilegio de verlo de cerca. Bondadoso, alegre, atento, inteligente. Confieso que me emocionó sentir de lejos su humanidad. Su carisma transmite la poderosa energía que la atención de medio mundo pone sobre él. Yo no había visto ningún papa, ni me interesaba. Pero a Francisco lo tengo como uno de mis maestros políticos, un tema que en el fondo considero espiritual.
He vivido cinco papas. Nací con Pío XII, un papa que dejó pasar el Holocausto como se mira pasar el viento. Durante su pontificado la jerarquía de la Iglesia colombiana se puso del lado de la “Acción Intrépida” del conservatismo contra el liberalismo, el comunismo y la masonería. Me di cuenta de que Juan XXIII había hecho una revolución teológica cuando Camilo se alzó en armas. Recuerdo que el día que murió, un locutor gritaba emocionado como si se tratara de un gol de Colombia contra Brasil: “Acaba de expirar su alma Juan equis, equis, palito, palito, palito”. De Paulo VI sólo recuerdo la amargura de su rostro y el barrio que lleva su nombre. Juan Pablo II nadó entre dos aguas y no fue ni Juan ni Pablo, pero tomó partido contra la entonces ya decadente URSS. No tengo sino una imagen de Benedicto XVI: sus zapatos rojos de marca. Francisco ha colocado su dedo en la llaga: la destrucción de Nuestra Casa Común por las diabólicas fuerzas del consumismo, esa etapa superior del capitalismo, a decir de otro iniciado, Pepe Mujica. El consumismo nos consume. Un asunto en principio político, pero en realidad ético. ¿Qué energía es capaz de frenar esa poderosa fuerza que destruye la vida para producir, y produce para botar a la basura, y que de paso se carga cuanto valor se topa?
En el aeropuerto lo esperábamos 3.000 personas que exclamaron un largo ¡Ay! cuando apareció por el aire el avión de Alitalia y que desencadenó un largo y sonoro aplauso cuando tocó tierra. ¿Por qué este peregrino de la fe convoca tanto fervor en el país? ¿Sólo porque habla español, sonríe y tiene una cierta picardía en la mirada? ¡No! Porque destapó la fe en la paz, acorralada por la violencia. Toda su prédica está teñida de esa tonalidad: vino a sellar la paz. “No se dejen robar la alegría, naveguen mar adentro, no tengan miedo”.
Se ha dicho que quienes prohijaron la tragedia que hemos vivido le tienen miedo a la verdad y buscan atravesarse al primer paso que se ha dado con las armas que sea. Hacía 50 años no iba yo a misa, y el jueves la oí entera y la entendí en la palabra de este hombre dulce que pone por encima la esperanza.
Villavicencio es la capital del oriente colombiano, por donde han pasado las guerras que han sido: la de la Independencia, la de los años “sin cuenta” y la terrible guerra de los 2000. Es sin duda en ese piedemonte y en esa llanura donde más víctimas ha dejado la violencia. Víctimas producidas por todas las armas enfrentadas: guerrilla, paramilitares, fuerza pública. El Ten piedad de la misa acompañado de arpas y capachos y la súplica a la Virgen del Chirajara –protectora de los abismos– me erizaron la piel. Me quedó faltando la llanera Virgen de Manaure.
En el Llano se produjo la “reconciliación concreta” y fue bendecida por Francisco. La alegría que el deseo de venganza quiere robarse quedará para el futuro como quedó en el meme que circula mostrando la indiferencia del papa ante el populachero gesto de Uribe para llamar su atención.