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Precisamente el mismo día en que emprendió el viaje hacia la eternidad, me encontré en las horas de la mañana con un libro de cuentos del maravilloso escritor cartagenero y a la vez universal Roberto Burgos Cantor titulado Lo Amador y otros cuentos, publicado con el sello de la editorial Oveja Negra; me puse a leerlo con total atención.
En la noche me enteré de la infeliz noticia en Facebook a través de un post del cuentista sucreño Ignacio Verbel Vergara, y otro del profesor de la Universidad del Atlántico Guillermo Tedio.
Uno de los personajes principales del primer cuento de dicho texto —“Historias de cantantes”— es una mujer que habla hasta por los codos, y lo peor es que parece que hablara a gritos: de esta manera es como lo puede percibir uno como lector. Es una mujer a la que logro adivinar como si fuera de la costa Caribe de Colombia, de por allá de Cartagena de Indias. Hay en ese cuento y en otros tantos de Roberto Burgos Cantor la frescura de la brisa de nuestro gran hermano, de ese mar Caribe, ese mismo que parece un poema de Dios o de Jorge Luis Borges.
Con todo, dicho personaje está bien trabajado, está bien logrado. La prosa escrita y hablada es fluida. Al escuchar a Roberto Burgos Cantor disertar sobre literatura delante de mí, tuve la impresión de que estaba leyendo un libro, puesto que él tenía, entre otras tantas muchas, la virtud de hablar como si todas las palabras estuvieran sembradas en su boca.
Roberto Burgos Cantor estudió su carrera universitaria (Derecho) en la Universidad Nacional de Colombia, y a pesar de haberse radicado en los Andes colombianos, más exactamente en Bogotá, el novelista no se olvidó nunca de su Caribe entrañable, de su Cartagena de Indias.
Pero cabe señalar que en Roberto Burgos Cantor lo telúrico, o el color local, no es una violencia ni una vanidad; lo de él no es lo local contra el mundo, sino que es una creación estética, digo más, es la belleza extraída de lo burdo de la vida cotidiana.
A Roberto Burgos Cantor lo conocí en Montería en el marco del Festival de Literatura de Córdoba, que organizan y realizan con importante esfuerzo el escritor monteriano José Luis Garcés González y el Grupo de Arte y Literatura El Túnel.
Me le acerqué a Roberto Burgos Cantor, como cualquier muchacho curioso, “comelibros”, interesado y subyugado por un asunto literario, ontológico y a lo mejor existencial.
Me le allegué a él con la timidez infinita que producen los ídolos, y le pregunté si la literatura servía para hacer buenas personas; lo cierto es que no recuerdo su respuesta, porque creo que no me importaba escucharla, sino que lo que ansiaba era comunicarle lo que pensaba, y lo que pensaba era que la literatura no hace buenas personas.
He creído que una persona puede llegar a dominar esos artificios literarios, pero leer no nos hace ser mejor persona, no modifica la esencia ética de las personas. Esa es mi opinión, y considero que este tema debería ser expuesto y desarrollado en otro texto y con suficientes argumentos.
Sin embargo, observaba a Roberto Burgos Cantor atentamente; lo miré con demasiado cuidado; observaba cada uno de sus movimientos para grabarlo en mi memoria, porque sentía delante de mí la presencia de un verdadero escritor, sentía delante de mí a un hombre que se había hecho a sí mismo literatura. Roberto Burgos Cantor parecía un libro abierto y hermoso y literariamente sonoro.
Pero hoy “tengo alegre la tristeza y triste el vino”, como diría Gustavo Adolfo Bécquer; hoy hay dolor, y me toca quedarme con esos recuerdos, y los debo atesorar como un regalo inasible. Hoy Roberto Burgos Cantor ya no está físicamente entre nosotros. Roberto Burgos Cantor se volvió literatura para siempre.
Fernán Medrano.
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