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Dos hechos recientes que involucran la sexualidad nos permiten abocetar algunos apuntes sobre ese amplio tema. El primero es la exoneración judicial de Dominique Strauss-Kahn, exdirector del Fondo Monetario Internacional, que estaba acusado de proxenetismo.
DSK, como se lo llama, ha dicho: “A mí, efectivamente, me gustan las orgías. Y también me gusta el sexo fuerte y duro. Pero no veo qué tiene que ver eso con esta corte”. Y me temo que tiene razón. Él es un hombre adulto, que maneja su sexualidad como le viene en gana, y al cual no se le pudo probar que tuviera tratos sexuales con menores de edad ni que manejara la prostitución como un negocio. De modo que es tan sólo un personaje que se inserta en la ya vieja tradición del libertinaje francés, cuyos personajes, a veces reales, a veces literarios —Sade, el abate Prevost, de Laclos— eran hombres que aspiraban a gozar de entera libertad de cuerpo y mente, sin cortapisas morales ni religiosas. Y que en sociedades que respetan la libre autodeterminación tienen que ser aceptados, mientras no violen la ley. El único problema es que los tiempos cambian, y que el libertinaje, que en el siglo XVIII tenía una aureola de prestigio, hoy no da puntos. En un mundo de libertades electivas y mujeres autosuficientes, más bien es interpretado como un signo de decadencia, impropio de un hombre que aspiraba a ser presidente.
Por otra parte, está el éxito mundial —y local— de la película Cincuenta sombras de Grey, basada en el libro del mismo nombre, que ha superado todos los pronósticos de venta. Uno se pregunta qué fenómeno social hay detrás de este entusiasmo colectivo por una historia de sadomasoquismo, en que la mujer hace un pacto de sumisión sexual y se pliega a los deseos más diversos de su amante. No se trata de un triunfo de la estética, porque sabemos que las dos, libro y película, son obras mediocres, repetitivas y pobres en sus respectivos lenguajes. ¿Entonces? Es posible que la curiosidad tenga que ver. Pero, yendo más lejos, me atrevo a pensar que lo que atrae a ese público numeroso es el hecho de que el semiporno de Cincuenta sombras de Grey viene envuelto en ropajes románticos que no lo alejan mucho de las telenovelas rosa, con príncipe rico y bello, y doncella humilde y sumisa. El paquete, pues, es completo: historia de amor rosa adobada con fantasías sexuales muy asépticas, una propuesta que está lejos de ser transgresora, como las de Sade, Lars von Trier o Henry Miller.
Cincuenta sombras de Grey sería, pues, un producto de la sociedad de consumo que todo lo aplana y lo hace inofensivo, remedo de porno y remedo también de lo erótico, dos elementos que sabemos se contraponen, pues el porno es explicitud pura y burda mientras lo erótico está cargado de misterio y expresividad. Si Hannah Arendt habla de la banalidad del mal, podríamos hablar aquí de la banalización del sexo. Desafortunadamente, el gran público de esta obra son mujeres. Sucede aquí como con el falso boom de la llamada literatura femenina, que hizo creer a tantas que les estaban hablando seriamente de los problemas de género. Y no. Levedad pura, como Cincuenta sombras de Grey.