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Televisor a color, dólares negros y contraceptivos

Mauricio Rubio
15 de mayo de 2014 - 04:00 a. m.
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Respaldando el valiente manifiesto de una abortante revelé haber sido cómplice de una interrupción voluntaria del embarazo (IVE) y facilitador de otra.

Entrado en gastos, confieso haber comprado un televisor a color de contrabando y dólares negros para viajar con viáticos oficiales recibidos un mes después. Con estas auto inculpaciones pretendo señalar las zonas grises que existen entre un ciudadano y un delincuente. Hay leyes respetadas con pocos infractores y otras que se incumplen masivamente por vetustas, injustas o desfasadas del resto del mundo. La economía del crimen, un refrito del ideario de César Beccaria, hace énfasis en el “enforcement”, la aplicación efectiva de la ley. Es la combinación entre las penas en el papel y el esfuerzo por hacerlas cumplir lo que altera los comportamientos. La supervisión policial es costosa, como lo es el debate legal cuando divide la opinión en facciones irreconciliables. Por eso a veces resulta más sensato no cambiar los códigos, rebajando la exigencia de acatarlos. En Francia, consumir marihuana está prohibido pero cualquiera sabe que un cacho no acarrea problemas con la justicia. Algo similar ha ocurrido con el aborto en Colombia, la penalización es más teórica que efectiva: la Fiscalía investiga menos del 0.3% de los casos; bajo el sistema penal acusatorio del 2006, la primera sentencia, de detención domiciliaria, ocurrió a finales del 2009 y en Medellín, en Septiembre del 2012, había habido sólo dos mujeres penalizadas.

Para el catolicismo el aborto es un crimen y la contracepción sigue siendo pecado, pero hasta hace poco estaban en el mismo plano. En la encíclica Humanae Vitae de 1968, aborto, esterilización y contraceptivos son una misma “vía ilícita para la regulación de los nacimientos”. El uso de contraceptivos en el país estaría menos extendido si Profamilia se hubiese embarcado en una interminable discusión con la Iglesia sobre su legitimidad. Sin debates desgastantes, con nadadito de perro, la píldora, los dispositivos intrauterinos y los preservativos se instalaron en Colombia y cambiaron las costumbres. Los 200 DIUs con los que inició labores Profamilia en 1965 fueron un audaz desafío pragmático a doctrinas muy influyentes. El esfuerzo porque “lo inaceptable pueda ser aceptado” no hubiese llegado lejos con enfrentamientos ideológicos. La prioridad fueron las mujeres, no una agenda política.

Difícil imaginar una lucha tan extenuante y contraproducente como la colombiana por el aborto. Se logró que el número anual de casos judicializados, por fortuna irrisorio, aumentara en más del 50% y que los opositores reviraran duro, con pretensiones constitucionales. Se asumieron esos costos por defender una jurisprudencia dizque progresista que mantiene la prohibición, menospreciando al millón de colombianas que la desafiaron. Se hizo caso omiso de la estrategia de Profamilia y de la realidad imparable del misoprostol. Se ignoró esa tecnología que permite a cualquier mujer interrumpir su embarazo en privado y acudir al sistema de salud sin que se sepa si la pérdida fue espontánea o inducida. Es imperdonable que, por bizantino, el activismo no haya contribuído a difundir las prácticas más seguras y difíciles de sancionar. Los chances de una judicialización y condena, bajísimos en la última década, serán cada vez más exiguos. El aborto personal -“fácil, barato, seguro, ¡en casa!” como pregona un manual editado por feministas Argentinas- es factible, imperceptible para las autoridades o los opositores y por lo tanto inatajable.

La lucha por la legalización es larga y debe centrarse en el desmonte, para cualquier aborto, de la absurda sanción de cárcel, no en debates insolubles. Como quedó claro en España, donde se cuenta con mucho más que jurisprudencia, el camino de los casos excepcionales es culebrero. La reducción de las penas efectivamente aplicadas se debe trabajar no sólo en el código -la parte más ardua, tal vez inalcanzable- sino haciendo todavía menos probables las sanciones, con protestas ante cualquier aborto judicializado y, sobre todo, con la difusión amplia de las técnicas farmacológicas que corroen la eficacia de la prohibición.

La apertura comercial y la libertad cambiaria las emprendimos masivamente los infractores; las reformas legales posteriores no fueron sólo una concesión sino una adaptación a la realidad. La contracepción en Colombia la aclimataron, en contra de los duros opositores tradicionales, una entidad pragmática y muchos miles de parejas pecadoras. Sin activismo ni proclamas, las verdaderas adalides de la defensa de los derechos reproductivos en Colombia han sido las abortantes insumisas, que correrán cada vez menos riesgo –de salud o judicial- abriéndole camino a la interrupción del embarazo “sin necesidad de estar al borde de la muerte o de la locura”.

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