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¿Todo vale en literatura, o solo valen las obras que cumplen ciertos requisitos? Si es así, ¿quién los fija?
Vuelvo a pensar en estas viejas preguntas a raíz del proyecto en que participo ahora: la creación de una red de talleres de escritura del Valle, patrocinada por Comfandi (será la única red departamental del país, porque la de Antioquia, lamentablemente, agoniza). Los talleres del Valle serán dirigidos por escritores de primera línea. El de Tuluá lo orientará Walter Mondragón, magíster en letras, periodista, autor de un poema famoso que nos recuerda que “el hombre es esa cosa que agoniza y canta” (y se cree la gran cosa) y de fábulas que tienen la iridiscencia y la rapidez del colibrí. Al frente del taller de Palmira estará Betsimar Sepúlveda, poeta, fotógrafa y cronista venezolana. Sus crónicas son hondamente humanas. Y corajudas. Sus poemas oscilan entre el sonido y el sentido, como quería Valéry, y van de la blasfemia a la plegaria, como debe ser. Horacio Benavides, premio nacional de poesía de Mincultura y una de las voces más poderosas de la poesía latinoamericana contemporánea, dirigirá el taller de Buga. Yo dirijo el de Cali. Coordinaré la red y me limitaré a eso, a coordinar y a sugerir poéticas y bibliografías, y otro tanto harán los escritores porque concebimos el taller como un espacio de reflexión colectiva, no un escenario de cátedras magistrales (los textos serán individuales, por supuesto).
El asunto central es la literatura (ensayo, crónica, cuento, poesía), pero el proyecto también apunta a la construcción de tejido social. Los alumnos recibirán elementos para hacer un periódico comunal, consignar la historia del barrio, recoger los testimonios de los vecinos y las costumbres populares, y reflexionar de manera crítica sobre los sucesos de la historia, de ambas, de la patria y de la actual.
El profesor de literatura se mueve en la cuerda floja tendida entre dos tentaciones: un canon severo y arbitrario, o el relativismo no menos peligroso de la subjetividad, de esas proposiciones laxas y convincentes a la vez. “En arte no hay absolutos”. “En cuestión de gustos no hay disgustos”. Bien vistas, son dos estéticas dogmáticas: la primera dice, con rigor y seriedad: “Solo tienen valor las obras que se ajustan al canon”. La segunda alega con astucia: “Todo vale porque no existe tal canon”.
Yo creo que los cánones son útiles (v. gr. La etiquetas de los géneros y sus preceptivas) no sagrados. Nos sirven como punto de referencia inicial para clasificar una obra concreta. Si la obra se ajusta al canon, decimos que estamos ante una pieza clásica, y queda por dirimir si estamos ante una ortodoxia jarta o ante un clásico estimulante. Si rompe el molde, estamos ante un experimento transgresor, y queda por dilucidar si el experimento acierta o erra.
El “gusto” puede ser independiente del criterio. Puedo reconocer que Vargas Llosa, digamos, es buen escritor aunque “no me guste”. Es probable que su prosa o sus temas me repelan, que no me digan nada, pero sería tonto afirmar que es un mal escritor, desconocer que su prosa es eficaz, sus estructuras sólidas y sus temas socialmente relevantes.
Este será uno de los problemas que enfrentaremos en la red de talleres Comfandi. Lidiaremos con él y con nuestras limitaciones, claro, pero no cejaremos en el empeño de sacarle partido a ese viejo instrumento, el español; en procurar que sus palabras nos sirvan para cantar, contar y reflexionar; para armar con ellas barreras contra el avance de las hordas de los bárbaros (barreras frágiles pero tercas) y para añadir alguna página, ojalá válida, a esa vieja tarea colectiva de la especie, la literatura.