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Algo que se ha perdido de vista en medio de la amenaza de Trump de “descertificar” a Colombia si no registra avances en la erradicación e interdicción de coca/cocaína, es que desde principios del siglo 21 los gobiernos de Pastrana, Uribe y Santos – en medio de sus profundas diferencias -- anclaron la relación bilateral, si no la política exterior en general al narcotráfico y la búsqueda de una alianza estratégica con Washington. Si bien esto se ha traducido en los últimos años en la buena fama colombiana como “exportador de seguridad”, en lo que concierne al tema de la paz tiene limitaciones importantes.
Como argumentase a finales de los 90 Andrés Pastrana a la hora de vender su “Plan Marshall” criollo al mundo, ponerle fin al conflicto armado es una precondición para combatir el problema de las drogas ilícitas, no al revés, ya que es imperativo desarrollar fuentes alternativas de sustento, infraestructura y cadenas de valor antes de pretender erradicar la coca. Sin embargo, en el afán por asegurar la ayuda de Estados Unidos y su mayor injerencia en la crisis interna del país, tanto Pastrana como Álvaro Uribe terminaron priorizando la “guerra contra las drogas” (y el terrorismo/insurgencia).
Si bien el gobierno Santos buscó desmarcarse del arreglo de “intervención por invitación” instaurada por sus antecesores, Plan Colombia fue el origen de una "historia de éxito" que se puso a circular de la mano de Washington, para posicionar a Colombia como experta en antinarcóticos y contrainsurgencia. Esta lógica ha buscado madurar la relación bilateral hacia una alianza estratégica basada en intereses comunes y acciones conjuntas en terceros países, y simultáneamente, aumentar la influencia colombiana en aquellas partes del mundo afectadas por asuntos similares. Sin embargo, a ojos estadounidenses, la “belleza” de tener al país como socio, como bien lo expresó el actual jefe de gabinete de Trump, John Kelly en testimonio ante el Congreso en 2014, es que cuando Washington pide “que vayan a algún lugar” y hagan algo que de otro modo sería imposible o costoso en términos políticos, los colombianos “lo hacen casi sin tener que pedir”.
Este carácter particular de la interacción colombo-estadounidense, que combina una estrecha asociación bilateral y proyección internacional de Colombia con altos grados de asimetría y dependencia, es inusitado en el hemisferio occidental y alberga contradicciones profundas. Lo que deben preocuparnos actualmente, más que las palabras torpes de Trump, son los comentarios hechos por republicanos y demócratas en una audiencia reciente del Caucus Antidrogas, en la que se dejó de manifiesto la desconfianza que existe en Estados Unidos frente a las FARC, la convicción (falsa) de que el proceso de paz es responsable del aumento de los cultivos ilícitos en el país, y la sugerencia de que toda ayuda futura sea condicionada a la extradición de ex guerrilleros cuando Washington así lo solicita.
Quisiera pensar que a diferencia del pasado, en el que el gobernante de turno habría aceptado calladamente semejantes regaños, la respuesta de Santos de que “nadie tiene que amenazarnos para enfrentar este desafío” y la invitación a una “reflexión de fondo” sobre la estrategia más eficaz para combatir el narcotráfico, van en serio.