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Por: Juan Esteban Mejía
El circo romano, con su pomposa arquitectura, solía ser escenario de dantescos espectáculos. Allí se hacían las venationes, en las que personas condenadas a muerte eran arrojadas indefensas a las garras de voraces tigres y leones. El historiador francés Roland Auguet escribió que los reos morían en la venatio destrozados por las bestias frente a un público espectador. Ese castigo, considerado como vil, infame y humillante, se les imponía a criminales, bandidos, esclavos y soldados que dejaran su bando para engrosar las filas de su enemigo. Después llegó la moda de condenar de igual forma a los cristianos, considerados culpables del delito de opinión porque se negaban a ofrecer sacrificios al Emperador. Con esa actitud, contaba Auguet, los cristianos se ponían por fuera de la ley y eran catalogados como un peligro para el Estado, como si hubieran cometido un crimen contra todo el género humano. La historia cuenta que a menudo las fieras eran sometidas a hambrunas de varias semanas para que salieran más voraces a destrozar a los condenados y el espectáculo se hacía más emocionante para el público.
En Colombia hay una suerte de circo romano donde también devoran a indefensos. No se trata de joyas arquitectónicas, sino de lúgubres y degradados edificios iluminados por luces tenues y a donde escasamente se asoma el sol. Ese aspecto, más tenebroso que el lugar donde se divertían los romanos, caracteriza el indeseable circo criollo: las salas de audiencias de la Rama Judicial. Allá no hay fieras indomables, pero sí operadores judiciales, como se les dice en el mundillo de las normas a jueces y fiscales. Ellos no salen de cacería a las calles, sino que en el encierro esperan los candidatos a condenas, según explica el penalista argentino Eugenio Zaffaroni en su libro La cuestión criminal. Aquellos enclaustrados soportan un constante ayuno intelectual, envenenados por códigos que les impiden digerir el mundo como es. Cuando llega la presa, zampan insaciables, no muy diferente a como pasaba en la venatio, donde las bestias consumían cualquier bocado de cristiano que les arrojaran.
Hace año y medio caí en la arena de ese circo y me mantengo en ella por razones que no logro saber del todo. He visto cómo desde el estrado de ese anfiteatro saltan por encima de sus propios códigos seres voraces envueltos en togas. Son criaturas que habitan entre las ramas de la selva judicial, donde cuelgan marañas de incomprensibles normas que en últimas abortan el orden y engendran desordenamiento jurídico. En esta venatio a la criolla cumplo el rol del cristiano, del hombre común sometido al feroz destrozo por cometer un supuesto delito de opinión, parecido al que se condenaba en los circos romanos. Peter Waldmann, un alemán licenciado en derecho y ciencias sociales, escribió que la falta de claridad en las leyes de un Estado impide vivir dentro de los límites de la legalidad. En ese imperio de la anomia, el de las normas degradadas, manda el miedo. El emperador es el silencio y quien osa mostrar la maldad de otro comete un agravio condenable al vil, infame y humillante castigo de desfilar por el circo de la insensatez judicial. Esta historia ya la contaron bien, con nombres y apellidos, en El Espectador , Noticias Uno y El Colombiano.