Turismo
Publicidad

La ciudad de la amargura

Con sus admirables calles, palacios y mezquitas, genera en sus habitantes una extraña melancolía. Ellos, ahora, tratan de encontrar una identidad entre su historia y los influjos de Occidente.

Sergio Silva Numa
17 de mayo de 2013 - 10:59 a. m.
Se calcula que Estambul es la tercera ciudad más poblada de Europa. Su pasado está atravesado por Constantinopla y el Imperio Otomano.  / 123rf
Se calcula que Estambul es la tercera ciudad más poblada de Europa. Su pasado está atravesado por Constantinopla y el Imperio Otomano. / 123rf

Desde el principio se siente la melancolía, la amargura. Se siente cuando se empieza a andar por las calles, por los mercados, por las orillas del azul del Bósforo con sus palacetes derruidos. Cuando, a paso lento, uno se echa a andar por las ruinas mientras aparecen valiosas estatuas, gigantescas mezquitas conmemorativas, restos de acueductos de otros tiempos y monumentos que están ahí, exhibidos, como si la ciudad fuera toda, en conjunto, un museo. Así debe percibirse Estambul, un lugar en medio de Asia y Europa; en medio de dos culturas disímiles que tratan de sobreponerse la una a la otra; tratan, con argumentos históricos, que son más un vaivén de recuerdos y nostalgias de Constantinopla y el Imperio Otomano, de mostrarse más nacionalistas o más europeos.

Sí, así es Estambul. Eso lo sabe el mundo, aunque no haya visitado la metrópoli turca. Lo sabe y lo siente de esa manera, porque Orhan Pamuk, primer turco que se hizo con el Nobel de Literatura, en 2006, por ser un “descubridor de nuevos símbolos para el choque y el entrelazamiento de culturas”, nos ha hecho admiradores de ese país desde la distancia. Su prosa, con la que hace una búsqueda de las raíces e intenta hallar un equilibrio entre las tradiciones y las influencias de Occidente, ha hecho que muchos lectores viajen por ese fascinante mundo.

Basta con inmiscuirse en su Libro negro (1990), en La casa del silencio (1983), en El museo de la inocencia (2008) o en Estambul. ciudad y recuerdos (2005). Este último es una remembranza de su infancia y un retrato íntimo de lo que significa vivir en aquella ciudad que, según él, ha estado atravesada por una profunda amargura. “Es —escribe Pamuk— tanto un importante sentimiento de la música local y un término fundamental de la poesía como una manera de ver la vida, una actitud mental y lo que se supone el material que hace a la ciudad ser lo que es”. La amargura, dice más adelante, es la que “nosotros asumimos con orgullo y compartimos como comunidad”.

El Nobel, al referirse a ese extraño sentimiento, sobre el que también escribió una vez Théophile Gautier cuando visitó Estambul, pretende significar lo que es en verdad la ciudad más allá de las hermosas ruinas, de las antiquísimas mezquitas y las sorprendentes fortalezas.

Lo hace al hablar de “los niños que juegan al fútbol entre los coches en estrechas calles adoquinadas; de las mansiones hijas de palacios en las que cada tabla del suelo gime un crujido, ahora convertidas en dependencias del ayuntamiento; de las sirenas de los barcos en la niebla; de los miles de casas cuyas fachadas han perdido el color por la suciedad, el óxido y el hollín; de los agotados coches americanos de los cincuenta que sirven de taxis colectivos, que gimen rezongando mientras suben cuestas pronunciadas por las sucias calles de la ciudad y que de tratarse de una cuidad de Occidente ya estarían en un museo; de las cantantes de tercera y de primera que en los cabarés imitan a las divas americanas y a las estrellas del pop local”.

Así es como vive la urbe más grande de Turquía. Lo hace entre grandes monumentos, resultado de una historia de civilizaciones, victorias y derrotas, cuyo punto de partida fue el 29 de mayo de 1453 con la caída de Constantinopla o, como dirían en Oriente, “la conquista de Estambul”. Están por todos lados, entre la misma población y, como explica el escritor, no son cosas que se protejan o de las que se presuma con orgullo, porque la riqueza y la fuerza desaparecieron con el pasado y el presente es más pobre y más confuso.

Es por esta razón que tal vez nosotros, los de Occidente, nos asombremos con esos escenarios y ni siquiera seamos capaces de presentir la amargura que han desarrollado los estambulíes a partir de su situación. A veces, dice Pamuk, la sensación “se hace tan patente en la gente y en los paisajes como la bruma que comienza a moverse poco a poco en las aguas del Bósforo en las frías noches de invierno, cuando de repente sale el sol”.

Sin embargo el Bósforo, ese inmenso río que conecta el Mármara y el mar Negro, divide en dos la ciudad y además separa a Asia de Europa, ha sido para los estambulíes motivo de alegría y vida. Gracias a él, la imaginación de muchos se ha despertado, al crear historias sobre las inmensas embarcaciones que atraviesan su niebla. Ahí, en sus orillas, se levantaron con solemnidad palacetes que aún hoy siguen en pie, resistiendo los deseos por acercarse más a Occidente.

Naturalmente, su grandeza, que deja de lado el estrépito de las calles y barrios de otras eras, ha servido de sosiego para muchos visitantes. Sobre él han caído pensamientos y profundas reflexiones sobre el destino cultural de esta ciudad. En uno de sus muelles es que Kemal, protagonista de El museo de la inocencia, volvió a pensar en su futura esposa y en su amante Füsun, cuando vio a Inge, la maniquí alemana, alta y delgada, que con sus largas piernas, piel blanquísima y rubio natural, despertó la envidia de las mujeres de la alta sociedad de Estambul, al recordarles que en su intento de sentirse más europeas, por más que se tiñeran el pelo y compraran ropa fina, su “estructura racial sufría unas carencias por desgracia muy difíciles de compensar”.

ssilva@elespectador.com

Por Sergio Silva Numa

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar