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Por qué Aleida resume a las mujeres

Este lunes son las Bodas de Plata de Vladdo como caricaturista. Perfil de su lado femenino.

Patricia Lara Salive/Especial para El Espectador
13 de marzo de 2011 - 02:00 a. m.

— Yo no quiero al tipo que me lleve en sus recuerdos, sino a aquel que los construye junto a mí —decía Aleida.

—¿Por qué Vladdo me adivina el pensamiento?— pensé esa mañana de febrero. ¿Por qué cuando él pone a hablar a esa dama dibujada sin boca, expresa lo que la mayoría de mujeres sentimos, pero no nos atrevemos a confesarles a los tipos? ¿Por qué él sí nos conoce, cuando casi ninguno sabe cómo somos?

De casualidad, ese día me encontré con él y le hice la pregunta. Charlamos durante todo un almuerzo. Pero no hallé la respuesta. Entonces acordamos que, para obtenerla, le realizaría un reportaje para publicar con motivo de la celebración de sus Bodas de Plata como caricaturista, que se cumplen mañana, pues fue el 14 de marzo de 1986 cuando el diario La República le publicó su primera caricatura. Después vinieron las de El Tiempo, El Siglo, El Espectador, El País de Cali y la revista Semana, y su trabajo como diseñador gráfico al lado del famoso gringo Roger Black. Luego le llegaron los premios y la gloria. Por último se inventó su periódico, Un Pasquín, donde escribe verdades que nadie publica.

Pero para acompañarlo en esta celebración, me centraré en su máximo logro: la creación de Aleida, esa especie de protagonista de tango, que sabe de abandonos, cuernos, tedio y desamor; que se lamenta de su pobre corazón, pero insiste en volverse a enamorar; que conoce bien a los hombres porque de ellos ha sido víctima y victimaria; Aleida, esa mujer, en fin, que nos resume a todas…

Vladdo, la vida y las mujeres

Diego Ignacio Flórez Flórez, como se llamaba antes de que su madre, por afición a Lenin, lo rebautizara Vladimir, nació hace 47 años en Bogotá, pero creció en Armenia. Su conocimiento de las mujeres surgió más de su interés en ellas, que del contacto con su madre, su hermana o sus novias tardías: fue el menor de cuatro hermanos (los otros son Luz Myriam, Alfonso y Carlos Ernesto).

Cuando tenía pocos meses, su madre, una bióloga de la Universidad Libre, separada de su marido, se unió a otro hombre y sólo se llevó al tercero de sus hijos. A los dos primeros los dejó en casa de unas tías abuelas en Bogotá y a Vladdo lo entregó a los padrinos, Eduardo y Lucrecia Alzate; él, un hombre cariñoso pero severo, quien creía que “si a uno le cascan es por su bien”; y ella, una fumadora de tabaco, que se enrollaba a los lados sus trenzas negras y se ocupaba de la casa.

Eran muy pobres. Por eso Vladdo voceó el diario El Espacio, negoció hierro viejo, vendió arepas preparadas por su madrina y fue sacristán. No obstante que su madre vivía en Armenia, lo visitaba muy de vez en cuando: llegaba con juguetes y ropa. A los 12 años, lo llevó con ella, sólo por un año. Luego lo mandó donde las tías que cuidaban a sus hermanos. Vladdo dice que con su mamá la relación es distante, pero cordial. Al padre lo vio muy poco. Murió en 2005.

Por esa historia de abandonos y exclusión, a diferencia de lo que les sucede a casi todos los hombres, quienes se enteran por la madre de cómo somos las mujeres, Vladdo nos conoció en el bachillerato del INEM de Kennedy: como no era amante del deporte, mientras los otros cinco hombres de su curso jugaban fútbol, él permanecía con sus 16 condiscípulas y las oía conversar de cosas de mujeres: “¡Así supe que 34B no es una dirección y que un cólico no significa una indigestión!”, dice. Vladdo sostiene que también de sus tías viejas aprendió cosas: “Eran un matriarcado, la consentida era mi hermana”.

Nace Aleida

Desde el principio, Vladdo quería crear un personaje que identificara su obra. Luego de meditarlo cinco años, en 1997, trabajando en Guayaquil como asesor de El Universo, engendró a esta mujer sin relación con la actualidad, y recordó un salón de belleza de Armenia, bautizado como su dueña, con un nombre distinto, pero no estrafalario: Aleida.

“Así se va a llamar mi personaje”, pensó y, una noche, en el bar del hotel, entre cerveza y cerveza, en el reverso de un individual, dibujó unos trazos que le gustaron: su boceto de Aleida era de facciones definidas, fácil de pintar y tenía un rasgo peculiar: carecía de boca. Y en octubre de ese año, ella apareció sentada en un sofá, en un rincón de su página de internet. Más tarde la incluyó en su Vladdomanía y, al poco tiempo, se convirtió en la aliada y heroína de las mujeres y, Vladdo, en el hombre que, por fin, nos entendía. Esa fama llegó hasta el punto de que la feminista Florence Thomas escribió en su columna que él, seguramente, “fue mujer en una de sus múltiples reencarnaciones”.

Hoy se han publicado cuatro libros de Aleida, una agenda anual y, ahora, un Twitter que, con muy pocos meses, ronda 20.000 seguidores. Y cada domingo, en Semana, Aleida nace de nuevo, con su última y demoledora reflexión: “Hay que adiestrar muy bien a los tipos para que crean que el adiestrado es uno”. “Uno acepta que los tipos oculten los extractos de las tarjetas de crédito, pero no que lo escondan a uno”. “Peor que extrañar a alguien que vive lejos es extrañar a alguien que vive con uno”. “¡No hay nada peor que el sexo virtual con un idiota real!”. “La forma más efectiva de espantar a un tipo es amándolo”. “Sólo espero que cuando no tenga a quién más ignorar, se acuerde de que yo existo”. “Si no quiere compartir mis sueños, ¿por qué no se sale de ellos?”. “¿Por qué será que los tipos se vuelven chéveres cuando ya para qué?”, etc.

Para llegar a esa sabiduría sobre lo femenino, Vladdo lee revistas de mujeres, visita blogs de sexo y de pareja, habla con sus amigas que cuadruplican a sus amigos (“me comunico mejor con ellas”, dice); ¡pero, sobre todo, las escucha!

“Por eso he entendido que las mujeres son seres superiores”, dice. “Pueden hacer varias cosas simultáneamente… Las mujeres se fijan en los detalles. Los hombres, con la misma emoción con que miramos el escote o las piernas a una vieja, nos distraemos con un celular... Las mujeres dan muchos rodeos pero, en lo importante, van al grano. Los hombres no: cuando una mujer le pregunta a un hombre, ‘¿usted me quiere?’, él no es capaz de decir sí o no, sino que da vueltas y contesta algo así como ‘si no fuera así, no estaría contigo’... Los tipos amenazamos con irnos y nunca nos vamos. Las mujeres no amenazan, pero cuando se van, no vuelven... Los hombres, si nos aburrimos con una relación, no somos capaces de decirlo: ¡somos unas bestias para administrar la soledad! Las mujeres no… A los hombres nos gusta que nos alaben en público y nos consientan en privado. Las mujeres quieren que las consientan siempre... Las mujeres no oyen, sino que interpretan e insinúan. Los hombres somos básicos... La intuición de las mujeres es impresionante y, mientras no haya amor de por medio, su razón es superior. ¡Pero cuando están enamoradas, creen que el tipo es lindo y va a cambiar!”.

¿Vladdo, el amor si es posible?

Esa es la gran duda que surge de la dolorosa búsqueda de Aleida. Lo que pasa, dice, es que “lo más atractivo es lo inalcanzable, y cuando un hombre alcanza a una mujer, se desenamora. Los hombres siempre estamos tras una presa. La monogamia es una conducta aprendida. Pero el hecho de que no sea natural, no significa que no sea buena. El amor, con el tiempo, se vuelve más pausado y deja de ser amor. Los hombres, cuando estamos seguros de que la mujer nos ama, nos relajamos, y ya no estamos pendientes del detalle, de llamarlas”.

(Y entonces, a base de acumular esos pequeños desamores, por fin, ¡un día, las mujeres también nos desenamoramos!).

Tal vez por eso, para este experto en amores, sólo hay estas salidas: mantener la novedad en el amor, el factor sorpresa, la capacidad de asombrar al otro; aceptar que el amor cambia; trabajar en la relación, darle tranquilidad a la pareja, compañía —en el dormir juntos, en la vida cotidiana, en el sexo—; crear camaradería en el ámbito personal, laboral, social, y comprender que la mujer necesita sentir que no está sola en la búsqueda de la solución a sus problemas.

Vladdo también cuestiona a la “gente que trata de sostener relaciones pegadas con babas, quedarse en ellas porque confunde el amor con la comodidad, y dedicarse a perder el tiempo, sin darse cuenta de que el tiempo es lo único que no se recupera… Es que cuando a un matrimonio llega una tercera persona, la relación está dañada… ¡El cuento de que Fulanita acabó con el matrimonio de Fulanito, y viceversa, es carreta! ¡Las mujeres llegan al extremo de la infidelidad porque a ella las empuja la relación de pareja que viven!”.

Aún cuando a Vladdo las relaciones le han durado cinco años en promedio, no se siente damnificado ni de malas en el amor. Eso sí, dice, “todos los que hemos querido hemos sufrido”. Pero hay una mujercita, un año menor que Aleida, nacida en octubre de 1998, que lo tiene atado a su amor para toda la vida: es su hija, a la que le da todo el amor que él hubiera querido recibir de niño, y a quien al dedicarle el primer libro de Aleida, le escribió: “Para Sofía, con quien estoy aprendiendo una nueva forma de idiotizarme con las mujeres”.

La respuesta

Pasadas horas de esta conversación aún no surgía la respuesta que buscaba... De pronto, Vladdo comentó: “Los hombres nos parecemos más a las mujeres de lo que la sociedad admite. Pero cuando un hombre hace cosas propias de ellas, lo consideran maricón. ¡Y si pasa por una tusa, no puede llorar! En cambio, si la mujer hace cosas de hombres, la catalogan de verraca! ¡Los hombres apabullan a la niñita que tienen adentro!”

— ¿Y, usted, Vladdo?

— ¿Yo?, ¡no! ¡La dejo salir!

Esa era la respuesta: Vladdo nos adivina el pensamiento porque a diferencia de los machos —superhéroes asustados y de pacotilla—, él no le teme a su lado femenino: se sintoniza con él, conversa con él, lo escucha y lo pone a hablar... a pesar de que Aleida carezca de boca… ¡Gracias, Vladdo!

Carta concreta de Aleida a un hombre abstracto

“Te escribo estas líneas, a ver si te sobrepones a los prejuicios y finalmente te atreves a dar la cara. Sé que puede ser mucho pedir, pues la valentía masculina no es una virtud cuando el campo de maniobras deja de ser una oficina o un bar, lejos de tus colegas de oficina, tus amigos de tragos o tus ex compañeros de estudio. A diferencia de ellos, conmigo no tienes que fanfarronear, porque no me interesa saber de tus conquistas ni pretendo que me ocultes tus derrotas.

Aunque no voy a encubrir tus equivocaciones, ni a justificar tus errores, tampoco soy tu enemiga, ni quiero ser tu verdugo. Contrario a lo que pasa con algunos de esos que te acompañan a tomar whisky en las tardes de viernes, después del trabajo, yo no aspiro a que te boten de la empresa, para tomarme por asalto tu amplia oficina. Tampoco cruzo los dedos para que las cosas te salgan mal, o para que te trasladen a una sede remota en algún paraje inaccesible del continente.

No esperes que yo sea tu aliada para hacer caer a nadie, pero tampoco dejaré que nadie te apuñale por la espalda. Sin embargo, tampoco quiero ser para ti apenas una amiga a la que puedas acudir de vez en cuando, a confiarle tus desventuras. Yo quiero estar contigo cuando pases por la soledad del fracaso, cuando atravieses el desierto de las penas o cuando se te venga encima el agobio de la depresión.

No quiero que seas un superhombre, ni te necesito infalible. No necesito un dios al cual venerar sin reparos, sino a un hombre al que pueda amar sin rodeos. Cuando sea yo la que esté en la inmunda, no espero que te compadezcas de mí, ni que tengas la palabra precisa, ni que le des solución mágica a mis problemas. Sólo me basta con saber que estás ahí. No es necesario que seas una roca cuando lo que yo necesito es un halo de viento fresco. No busco unos brazos fuertes en los cuales refugiarme, sino una mano tendida de la cual sostenerme mientras camino en medio de la oscuridad.

Sé que a muchos hombres les da miedo aceptar lo que sienten. No es indispensable que me quieras mucho, me conformo con que sólo me quieras; pero, eso sí, recuérdamelo con frecuencia. Deseo oírlo de tus labios, mientras me miras fijamente a los ojos. No te dé miedo ser cursi, ya verás lo lindo que se siente.

A la hora de la intimidad, no creas que busco una máquina de hacer el amor, créeme que eso se puede resolver con simpáticos y efectivos juguetes de pilas. En la cama no tienes que demostrarme nada, por eso no quiero un semental ni me parece divertido un acróbata. El sexo, aunque sublime, no es un fin, sino una manifestación más de compañía y confianza, de placer y de entrega; uno de nuestros muchos puntos de encuentro.

Si alguna vez me pones los cuernos, te ruego que me lo digas, pues aunque no sé si pueda ser comprensiva o me quede difícil perdonarte, si me entero por otros medios, la posibilidad de reconciliación habrá desaparecido casi por completo.

Claro que vamos a tener muchas diferencias, pero la mayoría se podrán superar; al fin ya al cabo no se trata de cerrar caminos, sino de buscar salidas. Prometo no enojarme con retroactividad, pero tú me garantizas que no te vas a molestar por anticipado. Y, sobre todo, no nos preocupemos por los problemas que no tengan solución.

Sabes que te puedo oír aun en silencio, así que nunca me levantes la voz ni me saques en cara los defectos; desde el comienzo los conoces. Si un día me faltas al respeto, lo asumiré como un doloroso gesto de despedida. Mi cuerpo y mi conciencia son intolerantes a los abusos.

Bien sea que estés conmigo sólo una noche o decidas quedarte toda una vida, no lo hagas por inercia, porque, igual, me voy a dar cuenta. Y cuando resuelvas irte, no huyas sin despedirte ni caminando de puntillas; ten la entereza de salir andando con la misma seguridad que exhibías al incursionar en mi vida.

Ven, que el mundo está cambiando y no te puedes quedar ahí; esto no te lo puedes perder.

De todo corazón”,

Aleida

Por Patricia Lara Salive/Especial para El Espectador

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