Alberto Aguirre, un corazón de oro
“Sé que sigo viviendo por güevón y porque no me atrevo a quitarme la vida”, le dijo alguna vez Alberto Aguirre a su amigo Héctor Abad.
El Espectador
“Él fue un gran editor, un gran librero, un excelente fotógrafo, un periodista lúcido y feroz, y para mí el mejor de los amigos”, dice Abad, quien dedicó el último poema de su libro “Testamento involuntario” al recién fallecido, Alberto Aguirre.
Tenía un corazón de oro. “Un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín”, cuenta el poeta nadaísta Gonzalo Arango en un reportaje publicado en Cromos el 7 de noviembre de 1966.
Nacido en Girardota el 19 de diciembre de 1926, Alberto Aguirre Ceballos era un apasionado. Se obsesionó por el cine viendo películas de vaqueros en El Teatro Junín de Medellín cuando tenía 10 años. En la década de los 50 se unió al Cine Club de Medellín donde indagaba en cada una de las escenas y estudiaba los personajes para descubrir su contexto político, histórico y artístico.
"El cine club no es para ver cine, es para aprender a ver cine", le dijo Aguirre al arzobispo de Medellín, Joaquín García Benítez, cuando la Iglesia consiguió cerrar las puertas de club. Terco y persuasivo logró reabrirlo en 1956 con la proyección de una película prohibida en el país: Senso, de Luciano Visconti.
A los 20 años se graduó como abogado de la Universidad de Antioquia y logró ser juez, magistrado de los trabajadores y profesor de derecho en muy poco tiempo. “En su ramo conquistó todos los laureles a una edad en que sus colegas los conquistaban como reconocimientos póstumos a la paciencia y a la rutina. El los ganaba por lucidez, por coraje, por su personalidad”, asegura Arango.
Su formación jurídica la puso al servicio del periodismo. En sus ácidas columnas denunció la ausencia y la irresponsabilidad del Estado y de sus instituciones. Informó a los lectores sobre las injusticias cometidas con la gente, la miseria y el abandono del pueblo colombiano y la desvergüenza de la clase dirigente.
No satisfecho con el ejercicio jurídico, Alberto Aguirre se metió de cabeza en los libros de literatura y filosofía. Invadió los cafés tradicionales de Medellín con tertulias donde se reunían los artistas e intelectuales de la ciudad. Fundó y dirigió la Agencia France Presse pero se retiró para fundar su nueva empresa. La Librería Aguirre que mantuvo hasta 1997 se convirtió en un centro cultural y “Ediciones Aguirre” publicó a sus amigos por su cuenta y riesgo.
"Los libros de arte, las últimas traducciones venidas de Buenos Aires, México o Barcelona, y las revistas más novedosas se volvían objetos preciados, fetiches en manos de los pocos iconoclastas, cosmopolitas y rebeldes con causa en relación con una sociedad pacata y enclaustrada en el más recalcitrante conservadurismo. Y todo ello lo auspiciaba Aguirre con su paciencia en el andar, su voz grave, fina y enfática al hablar, su contundencia a la hora de defender sus puntos de vista, sus discursos lógicos y argumentación que han parecido siempre irrebatibles”, Augusto Escobar Mesa, de la Universidad de Antioquia.
Silencioso para muchos, Aguirre también fue apasionado comentarista deportivo. Presentaba y redactaba notas para revistas y trabajaba al lado del narrador de fútbol Rodrigo Londoño Pasos, de Wbeimar Muñoz Ceballos, el comentarista de Caracol Radio, y Pablo Arbeláez, periodista de EL Colombiano, quienes consideraban a Alberto como un “un comentarista exhaustivo y agradable”.
Abogado, crítico de cine, periodista, columnista de temas de actualidad, de análisis político, comentarista deportivo, librero, editor y amante de la cultura, este antioqueño contribuyó con su oficio crítico, a la formación de las nuevas generaciones de escritores e intelectuales. Con su tono irónico y perspicaz, su columna “Cuadro” se mantuvo durante 40 años con una de las más leídas en Cromos, El Colombiano y El Mundo.
Escribió “para decir el mundo, para revelar sus flojeras y falencias, para defender a los menesterosos y a los débiles de corazón, y, haciéndolo, llegó a jugarse la vida. Podría haber dicho, con Maiacovski: "Donde me puncen me matan, porque yo soy todo corazón", dice el propio Alberto Aguirre en su obituario escrito para la edición 79 de la revista Soho.
“Él fue un gran editor, un gran librero, un excelente fotógrafo, un periodista lúcido y feroz, y para mí el mejor de los amigos”, dice Abad, quien dedicó el último poema de su libro “Testamento involuntario” al recién fallecido, Alberto Aguirre.
Tenía un corazón de oro. “Un oasis adonde hemos arrimado una generación de escritores antioqueños a escamparnos del desierto, a preguntar por un camino. Nadie volvió a partir de ese oasis con sed, porque el corazón de este hombre, su amistad, su talento, hacen un poco de faro en la soledad espiritual de Medellín”, cuenta el poeta nadaísta Gonzalo Arango en un reportaje publicado en Cromos el 7 de noviembre de 1966.
Nacido en Girardota el 19 de diciembre de 1926, Alberto Aguirre Ceballos era un apasionado. Se obsesionó por el cine viendo películas de vaqueros en El Teatro Junín de Medellín cuando tenía 10 años. En la década de los 50 se unió al Cine Club de Medellín donde indagaba en cada una de las escenas y estudiaba los personajes para descubrir su contexto político, histórico y artístico.
"El cine club no es para ver cine, es para aprender a ver cine", le dijo Aguirre al arzobispo de Medellín, Joaquín García Benítez, cuando la Iglesia consiguió cerrar las puertas de club. Terco y persuasivo logró reabrirlo en 1956 con la proyección de una película prohibida en el país: Senso, de Luciano Visconti.
A los 20 años se graduó como abogado de la Universidad de Antioquia y logró ser juez, magistrado de los trabajadores y profesor de derecho en muy poco tiempo. “En su ramo conquistó todos los laureles a una edad en que sus colegas los conquistaban como reconocimientos póstumos a la paciencia y a la rutina. El los ganaba por lucidez, por coraje, por su personalidad”, asegura Arango.
Su formación jurídica la puso al servicio del periodismo. En sus ácidas columnas denunció la ausencia y la irresponsabilidad del Estado y de sus instituciones. Informó a los lectores sobre las injusticias cometidas con la gente, la miseria y el abandono del pueblo colombiano y la desvergüenza de la clase dirigente.
No satisfecho con el ejercicio jurídico, Alberto Aguirre se metió de cabeza en los libros de literatura y filosofía. Invadió los cafés tradicionales de Medellín con tertulias donde se reunían los artistas e intelectuales de la ciudad. Fundó y dirigió la Agencia France Presse pero se retiró para fundar su nueva empresa. La Librería Aguirre que mantuvo hasta 1997 se convirtió en un centro cultural y “Ediciones Aguirre” publicó a sus amigos por su cuenta y riesgo.
"Los libros de arte, las últimas traducciones venidas de Buenos Aires, México o Barcelona, y las revistas más novedosas se volvían objetos preciados, fetiches en manos de los pocos iconoclastas, cosmopolitas y rebeldes con causa en relación con una sociedad pacata y enclaustrada en el más recalcitrante conservadurismo. Y todo ello lo auspiciaba Aguirre con su paciencia en el andar, su voz grave, fina y enfática al hablar, su contundencia a la hora de defender sus puntos de vista, sus discursos lógicos y argumentación que han parecido siempre irrebatibles”, Augusto Escobar Mesa, de la Universidad de Antioquia.
Silencioso para muchos, Aguirre también fue apasionado comentarista deportivo. Presentaba y redactaba notas para revistas y trabajaba al lado del narrador de fútbol Rodrigo Londoño Pasos, de Wbeimar Muñoz Ceballos, el comentarista de Caracol Radio, y Pablo Arbeláez, periodista de EL Colombiano, quienes consideraban a Alberto como un “un comentarista exhaustivo y agradable”.
Abogado, crítico de cine, periodista, columnista de temas de actualidad, de análisis político, comentarista deportivo, librero, editor y amante de la cultura, este antioqueño contribuyó con su oficio crítico, a la formación de las nuevas generaciones de escritores e intelectuales. Con su tono irónico y perspicaz, su columna “Cuadro” se mantuvo durante 40 años con una de las más leídas en Cromos, El Colombiano y El Mundo.
Escribió “para decir el mundo, para revelar sus flojeras y falencias, para defender a los menesterosos y a los débiles de corazón, y, haciéndolo, llegó a jugarse la vida. Podría haber dicho, con Maiacovski: "Donde me puncen me matan, porque yo soy todo corazón", dice el propio Alberto Aguirre en su obituario escrito para la edición 79 de la revista Soho.