Cuando Guillermo Cano se declaró representante del “periodismo sitiado”
Ahora que el Estado pidió perdón por su asesinato a manos del narcotráfico, es bueno recordar que las batallas por la libertad de prensa del insigne director de El Espectador no solo fueron contra la corrupción de fines del siglo 20. Esta columna es un ejemplo de sus cruzadas a mitad del siglo pasado.
Guillermo Cano Isaza / Especial para El Espectador
El «periodismo sitiado»
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El «periodismo sitiado»
Columna publicada en El Espectador el 30 de mayo de 1958
Si como a ciudadano me ha correspondido, por mandato de la edad, pertenecer a la generación llamada del «estado de sitio», como a periodista me ha tocado formar en las filas de la generación del «periodismo sitiado». Yo comencé a trabajar en El Espectador al día siguiente de obtener mi grado de bachiller en el Gimnasio Moderno. Me inicié en el periodismo, en ese entonces libre, como lo hiciera antes mi padre y como lo han hecho mis hermanos, por la base, es decir, aprendiendo la profesión entre el ruido de los linotipos y el olor de la tinta, y escuchando de los mayores una lección cotidiana de dignidad y de responsabilidad. (Recomendamos: ¿Qué significa ser periodista de El Espectador de Guillermo Cano? Testimonio de Nelson Fredy Padilla).
Recorrí las calles como reportero; visité las oficinas públicas en busca de noticias; entrevisté a políticos, a artistas, a gentes de la calle; redacté mucho y me publicaron poco, como suele sucederle a todo periodista que comienza. A los dos años escasos de trabajo en la armada, en la administración y en la redacción, supe por primera vez lo que era una censura de prensa, y ésa de 1944 fue apenas un remedo de lo que es una censura.
Mi primer choque con el enemigo público número uno del periodismo fue leve. Por esos tiempos escribía pequeñas informaciones sin mayor importancia: movimiento cultural y artístico, reportajes humanos, crónicas callejeras. Ninguno de mis modestos escritos pasó por la censura,
tan escasa importancia tenían. Pero porque era un material inofensivo a él apelaba la jefatura de redacción para reemplazar los artículos de fondo, las informaciones políticas, sometidos a la revisión previa de los censores y no siempre aprobados. El material de relleno, en tiempos de
la censura, adquiere la categoría de información de primera necesidad.
En 1944 la censura estuvo limitada a las cuestiones meramente relacionadas con el orden público, y por ese motivo el periódico no murió por asfixia, como más tarde habría de suceder. Después de 1944, tuvimos cuatro años de libertad de expresión, que terminó bruscamente, el 9 de abril de 1948. Por esos días se instalaron en nuestras oficinas los censores: ni una línea pasaba a los linotipos sin la previa autorización de los encargados de revisar el material, cuyo lápiz implacable caía sobre los editoriales lo mismo que sobre la pequeña noticia policíaca.
Antes, al comenzar, escribía y no se me publicaba porque lo que escribía no era importante o porque no estaba bien redactado. Ahora escribía y no se me publicaba, porque el censor encontraba en las palabras y en las frases no sé qué ocultas consignas perturbadoras, aun en los más simples relatos de acontecimientos sin trascendencia. Pero la censura de 1948 fue también breve y transitoria, como la de 1944. Otra vez, tranquilizado el país, después de la sangrienta tormenta de abril, la libertad volvió a los periódicos y se fueron los censores con los trastos de matar pensamientos a ocupar sus puestos burocráticos en la administración pública.
No habrían de tardar mucho en regresar a su profesión de verdugos de la inteligencia, y en hacerlo con más conocimiento de causa, con más habilidad, con menos responsabilidad y con extraordinaria severidad. Recuerdo que en noviembre de 1949 el periódico me envió a Cartagena con la misión de informar sobre los detalles del Concurso Nacional de Belleza. En la noche del 9 de noviembre me encontraba en los salones del Hotel Caribe, cuando se acercó un botones y me entregó un cable urgente que decía, si mal no recuerdo: «Periódico decomisado en las calles por la autoridad. Implantado el estado de sitio. Urge envíe muchísimo material sobre concurso belleza, será único tema podremos publicar. Saludos. ESPECTADOR».
En ese día comenzó para la prensa de Colombia el calvario que habría de prolongarse por diez años, a través de los cuales sufriría las persecuciones más inauditas y se convertiría en la víctima predilecta de todos los ataques y de todas las infamias de los gobernantes de turno. Los periodistas cambiaron de estilo. Se comenzó a escribir con frases de doble sentido, que el censor aprobaba un día y suprimía otro, según sus reacciones hepáticas o la de sus superiores, que un día lo reprendían y al siguiente lo felicitaban.
Los lectores agudizaron su ingenio e iban a veces más allá de la intención del autor, encontrando significados imposibles a una palabra, a una fotografía, a un titular. Fue un combate de la inteligencia que no se conocerá en todas sus proporciones, porque se desarrolló entre las cuatro paredes de una sala de redacción, entre un ejército de periodistas que no sometían su independencia y una legión de censores empeñados en destruirla, utilizando los primeros la única arma que poseen, su pluma, y los segundos todas las del poder absoluto y los de la fuerza también absoluta. Un día cerraban un periódico.
Al siguiente decomisaban la edición en las calles o en los aeropuertos. Al tercero retardaban intencionalmente la impresión del diario. Siempre entorpeciendo la labor mecánica, en un permanente asedio contra la paciencia y la serenidad de los trabajadores. Los lectores colombianos recibieron durante diez años un periódico que no era el periódico que quisimos darles cada día. Aunque parezca increíble, durante esos diez años de censura de prensa, se redactaron diariamente dos periódicos: uno que leían los tres o cuatro censores, otro que aparecía a la luz pública y que iba a las manos de miles de personas.
El periódico bueno, completo, informativo, orientador, se quedó en una mesa, escrito y sin imprimir. El otro, elaborado de emergencia, era muy variado y muy ameno, con muchas anécdotas y poca información, con muchas reinas en vestido de baño y ningún comentario de actualidad. En la batalla por la libertad no se sabe ciertamente qué admirar más, si la consagración y el valor de los periodistas, o la fidelidad y resignación de los lectores.
Los primeros no abandonaron un solo día su misión de decir la verdad, o por lo menos de intentar decirla. Y los segundos no dejaron ni a la mañana ni a la tarde de demostrar su solidaridad con la prensa, adquiriéndola a sabiendas de que era nada o casi nada lo que podría decirles. Los periódicos bajo un régimen de censura suelen adquirir un aspecto inconfundible de magazine mal hecho y mal presentado, sin forma y sin fondo.
A pesar de todos los daños sufridos, los periódicos de la generación del periodismo sitiado tenemos, sin embargo, mucho que agradecerle a la censura. Gracias a ella, hoy sabemos mejor que nunca lo que vale la libertad, como instrumento de justicia y como freno a la arbitrariedad. Sabemos cuánto cuesta mantenerla y cuánto la odian los tiranos y los delincuentes. Si por tradición y por sangre hemos estado siempre al servicio de la libertad de expresión, ahora, como víctimas mil veces heridas por la opresión, reafirmamos nuestro propósito incancelable de defenderla, a costa de no importa cuántos sacrificios, y a su servicio, sin limitaciones y sin reservas, estarán mañana, como siempre, las columnas de El Espectador, listas para la defensa de los intereses de la patria y de los ideales del partido liberal.