El coronavirus y la terapia del silencio: Pensamientos desde casa, día 12
Aprovechemos esta cuarentena y la Semana Santa para incorporar a nuestra vida este nivel de sabiduría. Consejos a partir de inspiración indígena, japonesa y árabe.
Nelson Fredy Padilla *
Empieza Semana Santa, que desde mi niñez es sinónimo de silencio. Pero un silencio impuesto, como el que nos exigían los profesores en la escuela. La invitación de hoy es a dedicar un tiempo al silencio voluntario en estos días de recogimiento obligatorio por la pandemia del nuevo coronavirus. El testimonio más conmovedor que he oído de la búsqueda del silencio original, el de la naturaleza antes del ser humano, es el de Sercelino Piraza, sabio mayor de la etnia wounaan desplazado por la violencia paramilitar desde los límites de Chocó y el Valle del Cauca hasta Bogotá.
Hace seis años, sentado en el solar de una casa de Ciudad Bolívar donde 32 indígenas vivían hacinados en la periferia del sur de la capital del país, me dijo al borde de las lágrimas: “Extraño el silencio de nuestra selva del Pacífico, al jabalí cuando grita como el ganado, y al ratico se oscurece el cielo y llueve, el canto del güio que representa a todas las serpientes. Me gustaba sentarme a oír la naturaleza, el río San Juan. Entre la selva escuchaba a los antiguos hablando en lenguas, decían que el mundo estaba pronto a acabarse por tantas violencias. Me quedaba quietico y calladito. Oía el sonido del viento moviendo el bosque. Eran los espíritus, los nativos de otras vidas. Cuando los árboles más suenan es que están en conflicto el espíritu de los muertos y el del diablo. Allá está la sabiduría, aquí sólo oigo ruidos”. (Aquí puede leer la historia de Sercelino Piraza).
“El amado silencio”, dicen quienes practican yoga. Más allá de nuestras creencias religiosas o culturales, de esas capacidades de interiorización debemos aprender para acercarnos a la máxima reflexión espiritual. Empezando por el aislamiento individual, siguiendo con la actitud mental y complementando con la postura corporal. La concentración y la respiración profunda nos permiten percibir nuestras palpitaciones cardiacas y cerebrales; el pensamiento positivo y las buenas energías nos llevan de viaje a identificar nuestras verdaderas inquietudes y a asumirlas con calma.
En la sociedad del ruido en la que vivimos, esa terapia debiera hacer parte de la cotidianidad si nos desconectamos un rato de teléfono, televisor y computador para redescubrir el silencio sentados en familia a la mesa, antes de emprender la jornada, cuando el cansancio nos agobia. Esa meditación nos permitirá encontrar nuestra voz interior para establecer un mejor diálogo con nuestros semejantes y tomar decisiones más equilibradas.
También podemos aprender a interpretar los silencios; a veces son solo instantes significativos, a veces son largos y profundos, como esos que se instalan en las relaciones interpersonales y se vuelven abismos insalvables con el paso del tiempo. Silencios incómodos. En cambio, la complicidad silenciosa es una cualidad de las mejores amistades y de los grandes amores. No hace falta hablar con esa persona, porque nos complementamos con ella incluso cuando callamos. Esos son pacíficos y constructivos. Basta un gesto para comunicar o jugar. Lo contrario es el defecto de la persona aislada, incomunicada, que se guarda todo, silencio de hormigón.
Si la incorporamos a nuestra vida, la sabiduría del silencio puede guiarnos a los límites sensoriales que domina el sabio Sercelino Piraza o a la educación reverencial de los japoneses. En los libros de Yukio Mishima (1925-1970) uno aprende las definiciones de “callar antes de hablar” y “permanecer modestamente callado”. En sus Lecciones espirituales para jóvenes samuráis dice: “Si las palabras se han corrompido es necesario ser fiel a la ética de los samuráis; actuar en silencio”. Si quieren entender el valor del silencio para la literatura lean su cuento "La perla", la historia de unas amigas que siempre se encuentran a la hora del té y un día se pierde una perla.
Hace tres años tuve el privilegio de participar en un seminario de narrativa para escritores y periodistas en la ciudad de El Cairo. Trabajamos a partir de la obra de Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura de 1988. Hablando de La maldición de Ra nos detuvimos en una enseñanza árabe, citada en esa novela: “¡Debes aprender la virtud del silencio!”. Y uno de los alumnos pidió la palabra para decir: “Sí. En la cultura árabe lo aprendemos desde niños, pero ahora en Egipto vivimos bajo un régimen militar que silenció a toda la nación. Estamos cansados de guardar silencio”. (Lea: Egipto bajo la ley del silencio).
Es verdad. Para unos es momento de no olvidar que tenemos derecho a guardar silencio. Para otros es tiempo de hablar para ser oídos.
@NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com
* Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus.
Empieza Semana Santa, que desde mi niñez es sinónimo de silencio. Pero un silencio impuesto, como el que nos exigían los profesores en la escuela. La invitación de hoy es a dedicar un tiempo al silencio voluntario en estos días de recogimiento obligatorio por la pandemia del nuevo coronavirus. El testimonio más conmovedor que he oído de la búsqueda del silencio original, el de la naturaleza antes del ser humano, es el de Sercelino Piraza, sabio mayor de la etnia wounaan desplazado por la violencia paramilitar desde los límites de Chocó y el Valle del Cauca hasta Bogotá.
Hace seis años, sentado en el solar de una casa de Ciudad Bolívar donde 32 indígenas vivían hacinados en la periferia del sur de la capital del país, me dijo al borde de las lágrimas: “Extraño el silencio de nuestra selva del Pacífico, al jabalí cuando grita como el ganado, y al ratico se oscurece el cielo y llueve, el canto del güio que representa a todas las serpientes. Me gustaba sentarme a oír la naturaleza, el río San Juan. Entre la selva escuchaba a los antiguos hablando en lenguas, decían que el mundo estaba pronto a acabarse por tantas violencias. Me quedaba quietico y calladito. Oía el sonido del viento moviendo el bosque. Eran los espíritus, los nativos de otras vidas. Cuando los árboles más suenan es que están en conflicto el espíritu de los muertos y el del diablo. Allá está la sabiduría, aquí sólo oigo ruidos”. (Aquí puede leer la historia de Sercelino Piraza).
“El amado silencio”, dicen quienes practican yoga. Más allá de nuestras creencias religiosas o culturales, de esas capacidades de interiorización debemos aprender para acercarnos a la máxima reflexión espiritual. Empezando por el aislamiento individual, siguiendo con la actitud mental y complementando con la postura corporal. La concentración y la respiración profunda nos permiten percibir nuestras palpitaciones cardiacas y cerebrales; el pensamiento positivo y las buenas energías nos llevan de viaje a identificar nuestras verdaderas inquietudes y a asumirlas con calma.
En la sociedad del ruido en la que vivimos, esa terapia debiera hacer parte de la cotidianidad si nos desconectamos un rato de teléfono, televisor y computador para redescubrir el silencio sentados en familia a la mesa, antes de emprender la jornada, cuando el cansancio nos agobia. Esa meditación nos permitirá encontrar nuestra voz interior para establecer un mejor diálogo con nuestros semejantes y tomar decisiones más equilibradas.
También podemos aprender a interpretar los silencios; a veces son solo instantes significativos, a veces son largos y profundos, como esos que se instalan en las relaciones interpersonales y se vuelven abismos insalvables con el paso del tiempo. Silencios incómodos. En cambio, la complicidad silenciosa es una cualidad de las mejores amistades y de los grandes amores. No hace falta hablar con esa persona, porque nos complementamos con ella incluso cuando callamos. Esos son pacíficos y constructivos. Basta un gesto para comunicar o jugar. Lo contrario es el defecto de la persona aislada, incomunicada, que se guarda todo, silencio de hormigón.
Si la incorporamos a nuestra vida, la sabiduría del silencio puede guiarnos a los límites sensoriales que domina el sabio Sercelino Piraza o a la educación reverencial de los japoneses. En los libros de Yukio Mishima (1925-1970) uno aprende las definiciones de “callar antes de hablar” y “permanecer modestamente callado”. En sus Lecciones espirituales para jóvenes samuráis dice: “Si las palabras se han corrompido es necesario ser fiel a la ética de los samuráis; actuar en silencio”. Si quieren entender el valor del silencio para la literatura lean su cuento "La perla", la historia de unas amigas que siempre se encuentran a la hora del té y un día se pierde una perla.
Hace tres años tuve el privilegio de participar en un seminario de narrativa para escritores y periodistas en la ciudad de El Cairo. Trabajamos a partir de la obra de Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura de 1988. Hablando de La maldición de Ra nos detuvimos en una enseñanza árabe, citada en esa novela: “¡Debes aprender la virtud del silencio!”. Y uno de los alumnos pidió la palabra para decir: “Sí. En la cultura árabe lo aprendemos desde niños, pero ahora en Egipto vivimos bajo un régimen militar que silenció a toda la nación. Estamos cansados de guardar silencio”. (Lea: Egipto bajo la ley del silencio).
Es verdad. Para unos es momento de no olvidar que tenemos derecho a guardar silencio. Para otros es tiempo de hablar para ser oídos.
@NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com
* Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus.