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El mensajero

Gabriel García Márquez asumió en 1998 una misión de novela, cuyos detalles se conocen apenas ahora gracias a un libro publicado en portugués: llevarle un escrito a Bill Clinton para restablecer los contactos Cuba-EE.UU.

Nelson Fredy Padilla
25 de septiembre de 2011 - 02:00 a. m.
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En 1999, siendo dueño y cronista de la revista Cambio, Gabriel García Márquez admitió entre líneas haber sido el emisario de un texto ultrasecreto que su amigo Fidel Castro le envió al entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton. Sin embargo, nunca trascendieron los detalles de la misión en la que el Nobel colombiano protagonizó episodios dignos de una novela de espionaje y que acaban de ser revelados en el libro Os últimos soldados da Guerra Fria, escrito por el periodista brasileño Fernando Morais.

En 1999, siendo dueño y cronista de la revista Cambio, Gabriel García Márquez admitió entre líneas haber sido el emisario de un texto ultrasecreto que su amigo Fidel Castro le envió al entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton. Sin embargo, nunca trascendieron los detalles de la misión en la que el Nobel colombiano protagonizó episodios dignos de una novela de espionaje y que acaban de ser revelados en el libro Os últimos soldados da Guerra Fria, escrito por el periodista brasileño Fernando Morais.

El Espectador tuvo acceso a varios de los documentos del caso, publicados en portugués, junto con la historia de 14 informantes cubanos infiltrados ilegalmente en Miami y hoy condenados en EE.UU. En 1998 Fidel Castro completaba 14 años de intentos infructuosos para tomar contacto directo con la Presidencia de los Estados Unidos con el fin de ponerla al tanto de 127 atentados terroristas atribuidos al grupo extremista cubano-americano liderado por Luis Posada Carriles. Quiso ser el primero en advertir a Washington que en las escuelas de aviación de la Florida había un peligroso potencial que estaba siendo dirigido hacia Cuba, a través de vuelos intimidatorios contra el turismo y para interferir comunicaciones oficiales, el cual también podía ser usado por terroristas internacionales contra Norteamérica. Otra de las alertas incluyó, según el libro de Morais, hacer llegar al director de la CIA, William Casey, a mediados de 1984, un detallado informe sobre “un complot, abortado a tiempo, para asesinar al presidente de EE.UU”.

La posibilidad de una línea directa con la Oficina Oval pasó a depender de la amistad de García Márquez y Bill Clinton. La misión fue marcada con “la impronta de las ocasiones íntimas”, el calificativo de Fidel Castro en sus memorias al cruce de caminos de los dos desde que a los 21 años de edad coincidieron, sin saberlo, en El Bogotazo, el 9 de abril de 1948 en la capital colombiana. Se conocieron cuando Castro estaba en el poder. El torbellino de las violencias de sus países, sus inquietudes políticas de izquierda y la literatura forjaron una amistad de hierro que ha hecho historia por más de medio siglo.

Los buenos oficios de Gabo

Corría abril de 1998 cuando el Nobel de Literatura llegó a La Habana, esa vez para escribir un reportaje sobre la visita del papa Juan Pablo II a la isla, realizada tres meses antes. Fidel le comentó sobre lo difícil que era hacer contacto con Clinton y el colombiano le reveló que por casualidad estaba esperando una audiencia con él para hablar de Colombia, el narcotráfico y la guerrilla. Se trataba de uno de sus sondeos secretos en busca del clima propicio para un proceso de paz con las Farc, lo que efectivamente se hizo realidad durante el gobierno de Andrés Pastrana, con la ayuda entretelones de Gabo, quien de blanco hasta el sombrero estuvo en la instalación de las negociaciones con ese grupo guerrillero en San Vicente del Caguán.

Esa obsesión con la paz le costó el exilio en la época del gobierno de Julio César Turbay, hasta que logró su cometido en los diálogos que permitieron a comienzos de los 90 la desmovilización del M-19. Fue invitado al acto de desarme y a la firma del acuerdo final. Él se negó con un argumento demoledor: “Lo que me gusta es conspirar por la paz”. El mismo perfil mantuvo durante el gobierno Pastrana, no sólo en el caso de las Farc, sino para facilitar los contactos con el Eln en Cuba, con anuencia de Cuba.

A ese “talento cósmico”, de prestidigitador, acudió Castro. A finales de abril de 1998 García Márquez dictó un taller de literatura en la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, y para esos días le pidió a Bill Richardson, hombre de confianza del gobierno Clinton, una cita con el presidente. Gabo y Fidel estuvieron de acuerdo en aprovecharla no sólo para hablar del caso colombiano, sino para entregarle un mensaje del líder cubano.

Discutieron el contenido hasta que la decisión del comandante fue no enviarle una carta membreteada y firmada por él, sino un documento con siete puntos, mecanografiado en español, traducido al inglés y guardado en un sobre lacrado sin firma ni remitente (ver recuadro). Dos compromisos asumió Gabo: entregárselo personalmente e intentar hacerle dos preguntas cuyas respuestas podrían significar el restablecimiento de contactos entre Washington y La Habana.

¿Amigos de verdad?

Castro daba por hecho el éxito de la misión, teniendo en cuenta el nivel alcanzado por la amistad del entonces hombre más poderoso del mundo, Clinton, y del escritor más influyente del mundo, García Márquez. Casi cualquier presidente le pasaba al teléfono o lo recibía en audiencia. Para salvar el proceso de paz con el M-19 bastaron llamadas suyas al español Felipe González y al venezolano Carlos Andrés Pérez, quienes formalizaron la mediación de la Internacional Socialista. Fidel escribió que el carisma del colombiano no sólo radica en el aura de un Nobel, sino “en su imaginación sorprendente, vivaz, díscola y excepcional”, y la actitud “sonriente e ingeniosa desde la naturalidad de sus metáforas”. Esa “bondad de niño” le facilitaba construir “amistades entrañables”.

La empatía entre el escritor y Clinton surgió desde que se conocieron durante una cena en la casa de verano del escritor estadounidense William Styron, en Marttha’s Vineyard, en agosto de 1995. Luego las anécdotas las compartió con los periodistas que trabajábamos para él en la revista Cambio y las condensó en la crónica El amante inconcluso, publicada en enero de 1999 a raíz del escándalo sexual del presidente con la asistente Mónica Lewinsky. Allí le atribuyó un “poder de seducción” basado en la estatura y “el fulgor de su inteligencia”. Sin conocerlo, Clinton elevó las ventas de las novelas del Nobel al declarar que su libro favorito era Cien años de soledad. Gabo creyó que se trataba de una estrategia del “cabeza de cepillo” para ganarse la creciente comunidad latina en EE.UU.

La noche en casa de Styron, con la diplomacia del escritor mexicano Carlos Fuentes de por medio, comprobó que la opinión de Clinton era genuina, además de su conocimiento de la literatura universal, empezando por El Quijote, deteniéndose en El Conde de Montecristo y terminando a medianoche con Las Meditaciones de Marco Aurelio. La afinidad máxima fue Faulkner. El colombiano consideró al autor de Luz de agosto inspirador de su poética y Clinton le respondió recitando de memoria el monólogo de Benji, nuez de la novela El sonido y la furia. Pasar a hablar del narcotráfico en Colombia y EE.UU. resultó tan natural que Clinton admitió que las mafias norteamericanas son las más poderosas. Al final de la velada hablaron de Cuba y Gabo le dijo: “Si Fidel y usted pudieran sentarse a discutir cara a cara no quedaría ningún problema pendiente”. Pareció valorar esas palabras “como si fueran oro en polvo” y se reencontraron varias veces, la última antes de la misión, en la Oficina Oval, a finales de 1997, en presencia de Samuel Berger, cabeza del Consejo Nacional de Seguridad. Ahora su reto era revalidar esa confianza informal en las formalidades políticas.

Días de pánico

Según lo acordado con Bill Richardson, una vez terminado el taller en Princeton, García Márquez viajó a Washington para el encuentro con Clinton. Por diplomacia, sólo entonces le reveló que llevaba “un mensaje urgente para el presidente”, sin dar detalle del remitente ni del contenido. El funcionario le informó que el encuentro no podía realizarse porque él se demoraba en California, pero que Sam Berger tenía instrucciones para recibirlo. La malicia indígena guajira llevó a Gabo a responderle que prefería esperar más tiempo. La audiencia quedó sujeta al suspenso de una nueva llamada mientras el literato recreaba novelas de espías en su mente debido al “pánico” de que los servicios de inteligencia sospecharan de su misión e intentaran descubrirla. En el hotel pidió una caja de seguridad y sólo le dieron un cofre con una llave común. Prevenido, memorizó el documento con puntos y comas, y grabó las dos preguntas en una agenda electrónica. Decidió encerrarse a la espera de la confirmación durante la primera semana de mayo de 1998 y para calmarse se dedicó a Vivir para contarla, autobiografía que terminó de escribir allí en jornadas de diez horas diarias sin perder de vista el cofre.

Sólo abría la puerta para recibir comida y apenas salía para enviar y recibir mensajes cifrados con la ayuda del embajador de Cuba, Fernando Ramírez. García Márquez identificó la “curiosidad empedernida” de Castro y su solicitud de permanecer en Washington el tiempo que fuera necesario. No le resultaba difícil decodificar, porque desde sus tiempos de periodista en la Agencia Prensa Latina se aficionó a ese tipo de comunicación al ver cómo su colega Rodolfo Walsh, con ayuda de un manual de criptografía, descubrió en un cable con origen en Guatemala las pistas del desembarque de tropas norteamericanas en Bahía Cochinos.

La última cena

La impaciencia lo llevó otro día a una comida en la casa del expresidente colombiano y secretario de la OEA, César Gaviria, quien lo presentó con Thomas McLarty, el mejor amigo de Clinton. A través de él supo que las dificultades para entregar el mensaje eran propias de los protocolos de seguridad de un presidente de EE.UU., pero que intercedería para lograr la audiencia. Mientras tanto Gabo y Fidel decidieron que en último caso el documento quedaría en manos de McLarty. Así fue.

El asesor presidencial lo recibió en la Casa Blanca a las 11:15 de la mañana del miércoles 6 de mayo, junto con tres funcionarios del Consejo Nacional de Seguridad. Tras un abrazo le entregó el sobre a McLarty y le pidió que lo leyera y opinara. “Qué cosa terrible” y “tenemos enemigos comunes”, fueron los comentarios. Entonces García Márquez le lanzó el primer interrogante: “¿Creen posible que el FBI establezca contactos con sus homólogos cubanos para operar en una lucha común contra el terrorismo?”. Respondió y contrapreguntó Richard Clarke, asesor de Clinton en temas de narcotráfico y terrorismo: “La idea es muy buena, pero el FBI no participa en investigaciones cuyos resultados sean publicados en los periódicos. ¿Será que los cubanos están dispuestos a mantener el asunto en secreto?”. El Nobel sentenció como si estuviera perfilando un personaje de novela: “No hay nada que a un cubano le guste tanto como guardar secretos”.

La segunda pregunta, sobre si esta actitud posibilitaba reactivar los viajes de estadounidenses a Cuba fue respondida con evasivas. En concreto, Clarke prometió que la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana trabajaría en una propuesta de trabajo binacional contra el terrorismo. Cumplidos 50 minutos de la reunión, McLarty se paró y le extendió la mano al colombiano para felicitarlo por el éxito de su importante misión.

Al parecer el documento sí llegó a manos del presidente, con quien el Nobel se volvió a ver en el homenaje a Cien años de soledad, organizado por la Real Academia Española en Cartagena. Lo evidente es que en los meses y años posteriores las fracturadas relaciones Estados Unidos-Cuba no cambiaron y tampoco se hizo realidad el sueño macondiano de reunir a Clinton con Fidel. Las circunstancias posteriores llevaron al mandatario a preocuparse más de no perder el poder tras el escándalo Lewinsky y del terrorismo instigado por el fundamentalismo religioso.

García Márquez se resignó a que sus arriesgadas gestas nunca superaron lo que llamó “la gloria efímera de los micrófonos ocultos”.

Los siete puntos de que trataba la carta de Fidel a Clinton

1. Prosiguen las actividades terroristas contra Cuba, pagas por la Fundación Nacional Cubano-Americana, utilizando mercenarios centroamericanos.

2. Se realizaron dos nuevos intentos de explotar bombas en nuestros centros turísticos, antes y después de la visita del Papa. En el primer caso los responsables lograron escapar. En el segundo fueron detenidos tres mercenarios guatemaltecos que portaban explosivos. Recibirían 1.500 dólares por bomba que explotara.

3. Ahora planean explotar bombas en aviones de aerolíneas cubanas o de otros países que viajen hacia Cuba trayendo y llevando turistas de países latinoamericanos.

4. Las agencias de inteligencia de EE.UU. poseen informaciones fidedignas y suficientes respecto de los responsables. Si quisieran, pueden hacer abortar a tiempo esa nueva forma de terrorismo. Próximamente cualquier país del mundo podría ser víctima de tales actos.

5. Reactivación de vuelos comerciales de EE.UU. a Cuba, suspendidos desde que el gobierno de Castro derribó dos avionetas Cessna de organizaciones opositoras de Miami.

6. Agradecimiento de Fidel por un informe favorable del Pentágono, según el cual “Cuba no representa ningún peligro para la seguridad de EE.UU.”.

7. Agradecimiento “por los comentarios de Bill Clinton a Nelson Mandela y Kofi Annan en relación con Cuba”.

Por Nelson Fredy Padilla

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