El último mensaje de Navidad de don Guillermo Cano
Al cumplirse hoy 35 años de su muerte, publicamos el editorial que el director de El Espectador escribió antes de ser asesinado por orden de narcoterroristas del cartel de Medellín.
Redacción de El Espectador
Navidades negras
Por tradición, por convicción y por sentimiento encuentro los días navideños como los mejores que les sean dado disfrutar al hombre. Cuando niño estuve rodeado de tanto afecto y tanto amor que recuerdo las navidades de la infancia como el estado perfecto de la felicidad. (La noticia: 35 años del asesinato de don Guillermo Cano. Su legado).
Cuando nacieron los hijos les transmití esa herencia inapreciable que yo había recibido de mis padres y éstos de mis abuelos. Y ahora, cuando disfruto de mis cinco nietas que creen en el Niño Dios y que no han perdido todavía el prodigio de la ingenuidad que les permite vivir estos días como entre sueños alegres y maravillosos, mi espíritu se inunda de satisfacciones personales indecibles. (Recomendamos: Las cartas secretas entre Gabriel García Márquez y Guillermo Cano, investigación de Nelson Fredy Padilla).
Por eso, desde que tiene recuerdo mi memoria, jamás me he dejado llevar en navidades por tristezas de ausencias irremediables, ni por dificultades materiales, ni por afecciones de salud. Las he disfrutado todas, creo que hasta con exagerado egoísmo, pues me he aislado del valle de lágrimas que es el mundo de antes, y que lo es más el de ahora, para que ni dolores ajenos ni miserias extrañas perturben el paraíso de los sueños navideños.
Sin embargo, en vísperas de este 24 de diciembre de 1986, han ocurrido una serie de acontecimientos que han sacudido hondamente las fieras del alma. La muerte violenta de una compañera de trabajo, Amparo Hurtado de Paz, de su esposo y de su hijita; la horrenda matanza al norte de Bogotá; la violencia manchando de sangre casi todos los rincones de la patria; la insania terrorista que destruye la riqueza propia de los colombianos o derrumba edificios y vidas en la Barcelona de mis entrañas; el poder de la corrupción que ha contaminado a este país, en otros tiempos potencia moral ejemplar para otros pueblos de nuestro continente y de otros mundos, todo ello se ha acumulado en este diciembre negro para que mis ojos no vean las luces de los árboles adornados, ni los volcanes, ni las rodachinas, ni el incendio fluorescente de las bengalas, ni para que mi corazón se alegre con la música de los villancicos, ni para que mi espíritu se sienta realizado al descubrir en las pupilas de las nietas el deslumbramiento ante el espectáculo del pesebre, amorosamente construido por los mayores.
Y como si fuera poco lo que he enumerado antes, me sucedió ayer que, debido a una también vieja costumbre, la de abrir personalmente toda mi correspondencia, una tarea dispendiosa y aún mortificante porque son demasiadas cartas las que leo cada día, encontré dentro un sobre común y corriente una misiva que me puso la piel de gallina, porque es un cuento desgarrador basado en un hecho que parece tener los ingredientes para considerarlo un drama de la vida real.
Navidades negras
Por tradición, por convicción y por sentimiento encuentro los días navideños como los mejores que les sean dado disfrutar al hombre. Cuando niño estuve rodeado de tanto afecto y tanto amor que recuerdo las navidades de la infancia como el estado perfecto de la felicidad. (La noticia: 35 años del asesinato de don Guillermo Cano. Su legado).
Cuando nacieron los hijos les transmití esa herencia inapreciable que yo había recibido de mis padres y éstos de mis abuelos. Y ahora, cuando disfruto de mis cinco nietas que creen en el Niño Dios y que no han perdido todavía el prodigio de la ingenuidad que les permite vivir estos días como entre sueños alegres y maravillosos, mi espíritu se inunda de satisfacciones personales indecibles. (Recomendamos: Las cartas secretas entre Gabriel García Márquez y Guillermo Cano, investigación de Nelson Fredy Padilla).
Por eso, desde que tiene recuerdo mi memoria, jamás me he dejado llevar en navidades por tristezas de ausencias irremediables, ni por dificultades materiales, ni por afecciones de salud. Las he disfrutado todas, creo que hasta con exagerado egoísmo, pues me he aislado del valle de lágrimas que es el mundo de antes, y que lo es más el de ahora, para que ni dolores ajenos ni miserias extrañas perturben el paraíso de los sueños navideños.
Sin embargo, en vísperas de este 24 de diciembre de 1986, han ocurrido una serie de acontecimientos que han sacudido hondamente las fieras del alma. La muerte violenta de una compañera de trabajo, Amparo Hurtado de Paz, de su esposo y de su hijita; la horrenda matanza al norte de Bogotá; la violencia manchando de sangre casi todos los rincones de la patria; la insania terrorista que destruye la riqueza propia de los colombianos o derrumba edificios y vidas en la Barcelona de mis entrañas; el poder de la corrupción que ha contaminado a este país, en otros tiempos potencia moral ejemplar para otros pueblos de nuestro continente y de otros mundos, todo ello se ha acumulado en este diciembre negro para que mis ojos no vean las luces de los árboles adornados, ni los volcanes, ni las rodachinas, ni el incendio fluorescente de las bengalas, ni para que mi corazón se alegre con la música de los villancicos, ni para que mi espíritu se sienta realizado al descubrir en las pupilas de las nietas el deslumbramiento ante el espectáculo del pesebre, amorosamente construido por los mayores.
Y como si fuera poco lo que he enumerado antes, me sucedió ayer que, debido a una también vieja costumbre, la de abrir personalmente toda mi correspondencia, una tarea dispendiosa y aún mortificante porque son demasiadas cartas las que leo cada día, encontré dentro un sobre común y corriente una misiva que me puso la piel de gallina, porque es un cuento desgarrador basado en un hecho que parece tener los ingredientes para considerarlo un drama de la vida real.