La afrocolombianidad, según Manuel Zapata Olivella
Hoy hace 170 años se abolió la esclavitud en Colombia. Fragmento de “Jugando a las máscaras”, capítulo del libro “¡Levántate mulato! Por mi raza hablará el espíritu”, ensayo autobiográfico en el que el escritor de Lorica recuerda su llegada a la Bogotá racista.
Manuel Zapata Olivella * / Especial para El Espectador
En la azarosa descendencia de mis antepasados esclavos, transcurridos menos de cien años de la emancipación, yo era el primero de mi larga parentela en llegar a la universidad capitalina. Pese a la condición de bastardo de mi padre, uno entre sus múltiples hermanos diseminados en varias mujeres, pudo hacer sus estudios de bachillerato y aún cursar los dos primeros años de abogacía en la Universidad de Cartagena. Sin embargo, dos meses atrás, cuando le revelé aspiraciones de proseguir los estudios en Bogotá, su respuesta fue dolorosa y categórica: (Recomendamos: Viaje tras las raíces de Manuel Zapata Olivella).
—Mijo, si quieres volar fuera del nido, tienes que hacerlo con tus propias alas.
La única entrada económica de mi padre era su modesto sueldo de profesor con el cual debía sostener a hijos y extraños en una larga familia cuyos nexos y obligaciones no tenían límites. Al persistir en mi decisión de estudiar en la capital de la República, debí contar con el tío Gabriel, entonces radicado allí. Generosamente me brindó la oportunidad que no me podían sufragar todos mis hermanos y primos bogas, pescadores, mecánicos, zapateros, estibadores y campesinos.
El tío había llegado a Bogotá huyendo de la persecución política lugareña que nunca le perdonó su heroica defensa de los campesinos liberales en Montería. Mediante persistentes ahorros logró montar un billar en una de las zonas más tormentosas de la capital, la calle 10. La propia Escuela de Medicina estaba instalada en ese epicentro de la prostitución capitalina, rodeada de bares, cafés, reductos de hampones y en la cercanía de la plaza mayor de mercado. Durante la primera parte de mi carrera alterné mis estudios con la administración de los billares del tío, al cual concurrían hombres y mujeres de artes pecaminosas.
En las noches debía atender sus gritos y querellas, pero también escuchar largos relatos de sus vidas ahogadas en un mar de abatimientos. Su pericia para esquivar los lances de muerte, más que la nobleza del alma, les mantenía al margen de las penitenciarías, hospitales y cementerios. Estos náufragos de la vida sirvieron para inspirarme los personajes, infortunadamente ciertos, de mi novela La calle 10. (Recomendamos: Los Afrocolombianos del 2020, exaltados por El Espectador).
El proceso de concientización racial fue silencioso y lento. En un comienzo, recién llegado a Bogotá, apenas advertía la mirada curiosa del niño agarrándose atemorizado de la mano del padre. Durante siglos la imagen del negro había servido para identificar al demonio en la escuela; en las láminas de los libros y en la iglesia. Debía sonreír en las visitas cuando la niña traviesa de la casa se encaprichaba en deshilachar las motas de mis cabellos. Confrontadas las experiencias con los hermanos caucanos, prolijas las lecturas antropológicas y políticas, la lucidez en torno a mi ancestro fue profundizándose hasta tocar el fondo del problema de clase. La sociedad colombiana, todavía erosionada por los antagonismos de castas impuestos desde la Colonia, tenía previsto el lugar señalado a un mulato. Mi simple presencia en Bogotá ya expresaba un rasgo distintivo.
En el billar, en la universidad, entre los compañeros cronistas de periódicos e intelectuales —poetas, pintores, dramaturgos novelistas— yo era el “negro”. La connotación primaria recogía el sentimiento de aprecio, el acento un tanto cariñoso que suele tener este apelativo en la costa. Un poco de misericordia y un tanto de desdén. Paulatinamente fui calibrando que el vocablo también constituía una barrera. Todos mis esfuerzos por hacerme al estatus de un científico o intelectual puro se acortaban en fronteras invisibles que separan, a la mayoría de los negros e indios, de los puestos realmente decisorios y representativos en la sociedad colombiana.
En aquel entonces ni ahora, ignoraba la existencia de negros y mulatos en algunos cargos destacados de la administración pública. No han sido pocos los parlamentarios, ministros, gobernadores y alcaldes en la historia del país. Pero lo que se calla, verdad sabida por todos, es que tales “emblemas” de la raza deben silenciar su origen, si es que algo recuerdan de su ancestro. Proclaman que disfrutan de estos cargos en condición de “colombianos” y no en representación de su estirpe. En consecuencia, no se identifican con la clase de donde proceden, ni mucho menos con su raza.
Las actitudes asumidas por mí y mi hermana Delia, afirmando nuestra identidad, constituían duras lecciones. A partir de las miradas burlonas y sorprendidas de las jóvenes a nuestro paso, fuimos descubriendo las cerradas de puerta, los comentarios elogiosos, pero ineficaces cuando trataba de cambiar los rígidos esquemas de la sociedad discriminadora.
¿Por qué no existía una sección del hombre negro en el Instituto Etnológico Colombiano? Respuesta aún vedada en la actualidad. ¿Por qué no establecer la cátedra de arte negro o indígena en la Facultad de Bellas Artes, donde estudiaba Delia? Silencio. La historia de las concepciones estéticas de las culturas aborígenes o africanas debían estudiarse, y aún se estudian, en el contexto de la cultura europea.
Las preguntas y los porqués se sumaban a una larga lista de interrogantes que sembraron en nuestras mentes vivos rescoldos que ya no se apagarían nunca. Cotidianamente comprobábamos la discriminación galopante. En un principio nos enorgullecía ver participar en la tropa a los hermanos de raza del Chocó, Antioquia, Cauca, Nariño, Bolívar y La Guajira en los desfiles militares con que se celebraban las fechas patrióticas, principalmente cuando lo hacía la guardia presidencial, donde se seleccionaban las más destacadas unidades de los regimientos de toda la nación.
Muchos de ellos, sorprendentemente, eran negros. Por excepción un indio de ranchería. El resto conformado por mestizos interioranos y “blancos”. En la medida en que agudizábamos nuestros juicios, advertimos que ninguno de los que desfilaban, generales u oficiales de menor graduación, pertenecía a la negramenta o la indiada. Tampoco se les encuentra en las ceremonias de palacio, recepciones diplomáticas, académicas y demás instituciones oficiales. Sin embargo, tales actos se realizan a espaldas de la mirada pública, en recintos aristocráticos donde el pueblo paga los cubiertos, las mesas, las bandejas, las lámparas, los decorados, la felpa, pero en los cuales no tiene acceso por su origen plebeyo, indígena o africano.
Criados en Cartagena, desde niños nos fuimos acomodando psicológicamente a la cerrada exclusión de los negros en la Escuela Naval. A Delia y a mí nos parecía natural, y lo es para todos en el país, que los almirantes, contraalmirantes, capitanes, alféreces y cadetes tengan que ser “blancos” o mestizos, aun cuando ellos ni sus abuelos hubieran conocido el mar. Más tarde, lavadas las pupilas de los complejos impuestos por la educación elitista y racista, pudimos darnos cuenta de que el problema de los cadetes “blancos” rebasaba los prejuicios étnicos.
Los oficiales navales, al igual que los príncipes herederos en las monarquías, son educados para ejercer el mando político y social. La raza venía también a constituir un superestrato de clase. Solo mucho tiempo después, apenas hace unos años hemos comprobado que la discriminación social acentúa los prejuicios étnicos hasta el grado de que a los cadetes navales que proceden de clases populares en el interior de la República se les prohíbe por reglamento militar visitar las barriadas pobres de Cartagena: no pueden subir a los buses, ni siquiera visitar a sus parientes si transitoria o normalmente residen en algunos de estos sectores.
Conocemos casos de profesores en la Escuela Naval cuyos hijos han sido rechazados por habitar en zonas pobres. ¿Pueden darse hechos más ominosos en contra de la democracia en una república y en una región donde lo predominante es el mulataje y la pobreza? La crisis de identidad racial y de clase debía estallar en una actitud de afirmación en quienes, como Delia y mi persona, no podíamos olvidar nuestra doble estirpe de indios y negros.
En cierta ocasión, mi madre, un tanto dolida por el ostensible partido que yo tomaba por los Zapata, en franco olvido de los Olivella, me confesó angustiada:
—Hijo, poco o nada cuenta para ti mi sangre.
—¡Sí, muchísimo, madre! —Le respondí—. Si los perseguidos y explotados fueran los blancos yo andaría combatiendo a su lado.
Calló, mirándome a los ojos, penetrando en lo más íntimo de mis confusiones.
—Es posible que tengas razón, pero no olvides que si mañana visitaras un país de África, no te tendrían por negro.
No necesité viajar al África para que su profecía se cumpliera. Invitado por Natanael Díaz a su pueblo natal, Puerto Tejada, para que dictara una conferencia sobre la historia de los africanos en Colombia, mientras se reunía el público en una escuela, se me acercó una señora de tez oscura y en voz baja me preguntó:
—¿Cuándo llega el conferencista negro?
—¡Soy yo!— Le dije tratando de abrazarla. Se separó un poco y tras observar mi rostro, exclamó sorprendida:
—¡Pero usted es blanco!
Miré a mi alrededor. La escuela estaba atestada de negros: escolares, profesores y maestras; guardias que se habían acercado; trabajadores de los ingenios azucareros; lavadoras y agricultores, no había en aquel lugar ningún otro mulato como yo.
* Se publica por cortesía de los Herederos de Manuel Zapata Olivella y la Universidad del Valle, quienes en 2020 recogieron toda la obra de Manuel Zapata Olivella y la dejaron disponible para su lectura gratuita en: http://zapataolivella.univalle.edu.co/obra
En la azarosa descendencia de mis antepasados esclavos, transcurridos menos de cien años de la emancipación, yo era el primero de mi larga parentela en llegar a la universidad capitalina. Pese a la condición de bastardo de mi padre, uno entre sus múltiples hermanos diseminados en varias mujeres, pudo hacer sus estudios de bachillerato y aún cursar los dos primeros años de abogacía en la Universidad de Cartagena. Sin embargo, dos meses atrás, cuando le revelé aspiraciones de proseguir los estudios en Bogotá, su respuesta fue dolorosa y categórica: (Recomendamos: Viaje tras las raíces de Manuel Zapata Olivella).
—Mijo, si quieres volar fuera del nido, tienes que hacerlo con tus propias alas.
La única entrada económica de mi padre era su modesto sueldo de profesor con el cual debía sostener a hijos y extraños en una larga familia cuyos nexos y obligaciones no tenían límites. Al persistir en mi decisión de estudiar en la capital de la República, debí contar con el tío Gabriel, entonces radicado allí. Generosamente me brindó la oportunidad que no me podían sufragar todos mis hermanos y primos bogas, pescadores, mecánicos, zapateros, estibadores y campesinos.
El tío había llegado a Bogotá huyendo de la persecución política lugareña que nunca le perdonó su heroica defensa de los campesinos liberales en Montería. Mediante persistentes ahorros logró montar un billar en una de las zonas más tormentosas de la capital, la calle 10. La propia Escuela de Medicina estaba instalada en ese epicentro de la prostitución capitalina, rodeada de bares, cafés, reductos de hampones y en la cercanía de la plaza mayor de mercado. Durante la primera parte de mi carrera alterné mis estudios con la administración de los billares del tío, al cual concurrían hombres y mujeres de artes pecaminosas.
En las noches debía atender sus gritos y querellas, pero también escuchar largos relatos de sus vidas ahogadas en un mar de abatimientos. Su pericia para esquivar los lances de muerte, más que la nobleza del alma, les mantenía al margen de las penitenciarías, hospitales y cementerios. Estos náufragos de la vida sirvieron para inspirarme los personajes, infortunadamente ciertos, de mi novela La calle 10. (Recomendamos: Los Afrocolombianos del 2020, exaltados por El Espectador).
El proceso de concientización racial fue silencioso y lento. En un comienzo, recién llegado a Bogotá, apenas advertía la mirada curiosa del niño agarrándose atemorizado de la mano del padre. Durante siglos la imagen del negro había servido para identificar al demonio en la escuela; en las láminas de los libros y en la iglesia. Debía sonreír en las visitas cuando la niña traviesa de la casa se encaprichaba en deshilachar las motas de mis cabellos. Confrontadas las experiencias con los hermanos caucanos, prolijas las lecturas antropológicas y políticas, la lucidez en torno a mi ancestro fue profundizándose hasta tocar el fondo del problema de clase. La sociedad colombiana, todavía erosionada por los antagonismos de castas impuestos desde la Colonia, tenía previsto el lugar señalado a un mulato. Mi simple presencia en Bogotá ya expresaba un rasgo distintivo.
En el billar, en la universidad, entre los compañeros cronistas de periódicos e intelectuales —poetas, pintores, dramaturgos novelistas— yo era el “negro”. La connotación primaria recogía el sentimiento de aprecio, el acento un tanto cariñoso que suele tener este apelativo en la costa. Un poco de misericordia y un tanto de desdén. Paulatinamente fui calibrando que el vocablo también constituía una barrera. Todos mis esfuerzos por hacerme al estatus de un científico o intelectual puro se acortaban en fronteras invisibles que separan, a la mayoría de los negros e indios, de los puestos realmente decisorios y representativos en la sociedad colombiana.
En aquel entonces ni ahora, ignoraba la existencia de negros y mulatos en algunos cargos destacados de la administración pública. No han sido pocos los parlamentarios, ministros, gobernadores y alcaldes en la historia del país. Pero lo que se calla, verdad sabida por todos, es que tales “emblemas” de la raza deben silenciar su origen, si es que algo recuerdan de su ancestro. Proclaman que disfrutan de estos cargos en condición de “colombianos” y no en representación de su estirpe. En consecuencia, no se identifican con la clase de donde proceden, ni mucho menos con su raza.
Las actitudes asumidas por mí y mi hermana Delia, afirmando nuestra identidad, constituían duras lecciones. A partir de las miradas burlonas y sorprendidas de las jóvenes a nuestro paso, fuimos descubriendo las cerradas de puerta, los comentarios elogiosos, pero ineficaces cuando trataba de cambiar los rígidos esquemas de la sociedad discriminadora.
¿Por qué no existía una sección del hombre negro en el Instituto Etnológico Colombiano? Respuesta aún vedada en la actualidad. ¿Por qué no establecer la cátedra de arte negro o indígena en la Facultad de Bellas Artes, donde estudiaba Delia? Silencio. La historia de las concepciones estéticas de las culturas aborígenes o africanas debían estudiarse, y aún se estudian, en el contexto de la cultura europea.
Las preguntas y los porqués se sumaban a una larga lista de interrogantes que sembraron en nuestras mentes vivos rescoldos que ya no se apagarían nunca. Cotidianamente comprobábamos la discriminación galopante. En un principio nos enorgullecía ver participar en la tropa a los hermanos de raza del Chocó, Antioquia, Cauca, Nariño, Bolívar y La Guajira en los desfiles militares con que se celebraban las fechas patrióticas, principalmente cuando lo hacía la guardia presidencial, donde se seleccionaban las más destacadas unidades de los regimientos de toda la nación.
Muchos de ellos, sorprendentemente, eran negros. Por excepción un indio de ranchería. El resto conformado por mestizos interioranos y “blancos”. En la medida en que agudizábamos nuestros juicios, advertimos que ninguno de los que desfilaban, generales u oficiales de menor graduación, pertenecía a la negramenta o la indiada. Tampoco se les encuentra en las ceremonias de palacio, recepciones diplomáticas, académicas y demás instituciones oficiales. Sin embargo, tales actos se realizan a espaldas de la mirada pública, en recintos aristocráticos donde el pueblo paga los cubiertos, las mesas, las bandejas, las lámparas, los decorados, la felpa, pero en los cuales no tiene acceso por su origen plebeyo, indígena o africano.
Criados en Cartagena, desde niños nos fuimos acomodando psicológicamente a la cerrada exclusión de los negros en la Escuela Naval. A Delia y a mí nos parecía natural, y lo es para todos en el país, que los almirantes, contraalmirantes, capitanes, alféreces y cadetes tengan que ser “blancos” o mestizos, aun cuando ellos ni sus abuelos hubieran conocido el mar. Más tarde, lavadas las pupilas de los complejos impuestos por la educación elitista y racista, pudimos darnos cuenta de que el problema de los cadetes “blancos” rebasaba los prejuicios étnicos.
Los oficiales navales, al igual que los príncipes herederos en las monarquías, son educados para ejercer el mando político y social. La raza venía también a constituir un superestrato de clase. Solo mucho tiempo después, apenas hace unos años hemos comprobado que la discriminación social acentúa los prejuicios étnicos hasta el grado de que a los cadetes navales que proceden de clases populares en el interior de la República se les prohíbe por reglamento militar visitar las barriadas pobres de Cartagena: no pueden subir a los buses, ni siquiera visitar a sus parientes si transitoria o normalmente residen en algunos de estos sectores.
Conocemos casos de profesores en la Escuela Naval cuyos hijos han sido rechazados por habitar en zonas pobres. ¿Pueden darse hechos más ominosos en contra de la democracia en una república y en una región donde lo predominante es el mulataje y la pobreza? La crisis de identidad racial y de clase debía estallar en una actitud de afirmación en quienes, como Delia y mi persona, no podíamos olvidar nuestra doble estirpe de indios y negros.
En cierta ocasión, mi madre, un tanto dolida por el ostensible partido que yo tomaba por los Zapata, en franco olvido de los Olivella, me confesó angustiada:
—Hijo, poco o nada cuenta para ti mi sangre.
—¡Sí, muchísimo, madre! —Le respondí—. Si los perseguidos y explotados fueran los blancos yo andaría combatiendo a su lado.
Calló, mirándome a los ojos, penetrando en lo más íntimo de mis confusiones.
—Es posible que tengas razón, pero no olvides que si mañana visitaras un país de África, no te tendrían por negro.
No necesité viajar al África para que su profecía se cumpliera. Invitado por Natanael Díaz a su pueblo natal, Puerto Tejada, para que dictara una conferencia sobre la historia de los africanos en Colombia, mientras se reunía el público en una escuela, se me acercó una señora de tez oscura y en voz baja me preguntó:
—¿Cuándo llega el conferencista negro?
—¡Soy yo!— Le dije tratando de abrazarla. Se separó un poco y tras observar mi rostro, exclamó sorprendida:
—¡Pero usted es blanco!
Miré a mi alrededor. La escuela estaba atestada de negros: escolares, profesores y maestras; guardias que se habían acercado; trabajadores de los ingenios azucareros; lavadoras y agricultores, no había en aquel lugar ningún otro mulato como yo.
* Se publica por cortesía de los Herederos de Manuel Zapata Olivella y la Universidad del Valle, quienes en 2020 recogieron toda la obra de Manuel Zapata Olivella y la dejaron disponible para su lectura gratuita en: http://zapataolivella.univalle.edu.co/obra