La filosofía de la gallina
Hay seres inmanentes; cuya ausencia es visible en medio de su presencia. Son aquellos que medran en las escuelas, oficinas y almacenes; seres que se la pasan toda su vida cacareando y que nunca ponen su huevo.
Por PABLO EMILIO OBANDO ACOSTA, colaborador de Soyperiodista.com
Hay seres inmanentes; cuya ausencia es visible en medio de su presencia. Son aquellos que medran en las escuelas, oficinas y almacenes; seres que se la pasan toda su vida cacareando y que nunca ponen su huevo.
De tanto verlos en el mismo sitio adquieren la forma de ladrillo o de la tienda; seres que permanecen con su cadáver hediendo los mil olores de su racionalismo práctico.
La razón es la idea más pura que pueden concebir y se aferran a su puesto como ratas a un pedazo de queso podrido. Pululan en todos los medios y de tanto hacer la cosa la convierten en rutina indispensable de subsistencia.
Permanecer es su sistema de vida, su forma de ocultar su incompetencia para afrontar nuevas situaciones y la forma más segura de huirle a las adversidades. Sus crisis son las propias de las gallinas: simples achaques que se alivian con una pastilla de azúcar. Conocen de la vida únicamente su corral y se niegan sistemáticamente a creer que más allá de su cresta se encuentra un mundo fascinante y misterioso.
Escarban su rincón en busca de lombrices y cochinillas y su máximo espanto es encontrarse un cucarrón; miran al cielo únicamente para beber su sorbo de agua sucia y huyen despavoridas cuando el aire es roto por la luz cegadora de un trueno.
Estos seres crecen para su corral, se hacen a la medida de él y les es imposible creer que otras aves vuelan.
Son buenas maestras para sus polluelos, les enseñas a escarbar con maestría y cacarean iracundas cuando una lombriz invade sus terrenos.
Son felices creyendo que tranquilidad es permanecer en inactividad y que prosperidad es acumular arrugas en un mismo corral.
Su máxima aventura es adentrarse en la huerta del patrón y olisquear las lechugas de los cerdos; su osadía es digna de inscribirse en los libros de la historia avícola y su recuerdo será perenne en la memoria de sus congéneres.
Viven una permanente minoría de edad, sus polluelos fueron incubados en las faldas de su madre, su cena es recogida con mano ajena y sus días los pasan pensando en la manera de granjearse la compasión de los demás. Su filosofía de vida es propicia para lo molicie, amontonar huesecillos o insectos es su máxima ambición. Les es imposible tomar una propia decisión más allá de sus narices; viven implorando la caridad pública y en un acto de supremacía intelectual ejercen su rutina con orgullo de gavilán.
Son incapaces de abrir sus propias alas y atreverse a volar, saltan en convulsiones desconcertantes y bufonescas, trepan a las ramas con sentido bermejo y anidan para aliviar sus días.
Estas aves tiene la peculiar característica de enseñarle a sus hijuelos el arte de vivir sin esfuerzo digno; escarbar es la primera lección y permanecer la última.
Son incapaces de un acto de libertad, pues a la primera oportunidad de ella regresan ansiosas a su corral a continuar escarbando en el mismo hoyo.
Cuando ponen un huevo necesitan que otros rompan el cascarón y su incapacidad es tal que con mano ajena arrullan el polluelo.
Su filosofía es permanecer como las babosas a las rocas y adherirse a las circunstancias como los días a un calendario.
Sus compromisos se limitan al simple oficio del cacareo; detestan todo aquello que demanda renunciar a su rutina y se tiranizan a sí mismos al cumplimiento de su sagrado deber. Consideran que deber es sinónimo de rutina, de abatimiento, de postración. No tienen ojos para las cosas sublimes del espíritu y su buche lo llenan con piedrecillas que más tarde evacuarán por su recto.
Medra y permanecer son sus palabras favoritas, con ellas construyen el poema de su vida y lo declaman en sus tediosas reuniones gallinescas.
Es imposible aventurarlas a algo diferente a su propia razón embutida con el alimento fiel de su rutina; cuentan los días por el número de gusanillos capturados y arrastran sus plumas para impetrar perdón.
La filosofía de la gallina produce viejas vírgenes y gallos puritanos: incapaces de entrega se niegan a recibir.
Sus alas inutilizadas para remontar las alturas, son un cúmulo de plumas inservibles destinadas a una caneca de la basura.
La gallina obedece a principios genéticos más que a principios culturales; hace de su filosofía un modelo de vida y únicamente las campanadas de la Iglesia interrumpen sus jornadas de descanso.
Pero muy adentro de su alma, la gallina piensa: “no ser trotamundos para tener las patas heridas de camino y no de simples guijarros”.
Por PABLO EMILIO OBANDO ACOSTA, colaborador de Soyperiodista.com
Hay seres inmanentes; cuya ausencia es visible en medio de su presencia. Son aquellos que medran en las escuelas, oficinas y almacenes; seres que se la pasan toda su vida cacareando y que nunca ponen su huevo.
De tanto verlos en el mismo sitio adquieren la forma de ladrillo o de la tienda; seres que permanecen con su cadáver hediendo los mil olores de su racionalismo práctico.
La razón es la idea más pura que pueden concebir y se aferran a su puesto como ratas a un pedazo de queso podrido. Pululan en todos los medios y de tanto hacer la cosa la convierten en rutina indispensable de subsistencia.
Permanecer es su sistema de vida, su forma de ocultar su incompetencia para afrontar nuevas situaciones y la forma más segura de huirle a las adversidades. Sus crisis son las propias de las gallinas: simples achaques que se alivian con una pastilla de azúcar. Conocen de la vida únicamente su corral y se niegan sistemáticamente a creer que más allá de su cresta se encuentra un mundo fascinante y misterioso.
Escarban su rincón en busca de lombrices y cochinillas y su máximo espanto es encontrarse un cucarrón; miran al cielo únicamente para beber su sorbo de agua sucia y huyen despavoridas cuando el aire es roto por la luz cegadora de un trueno.
Estos seres crecen para su corral, se hacen a la medida de él y les es imposible creer que otras aves vuelan.
Son buenas maestras para sus polluelos, les enseñas a escarbar con maestría y cacarean iracundas cuando una lombriz invade sus terrenos.
Son felices creyendo que tranquilidad es permanecer en inactividad y que prosperidad es acumular arrugas en un mismo corral.
Su máxima aventura es adentrarse en la huerta del patrón y olisquear las lechugas de los cerdos; su osadía es digna de inscribirse en los libros de la historia avícola y su recuerdo será perenne en la memoria de sus congéneres.
Viven una permanente minoría de edad, sus polluelos fueron incubados en las faldas de su madre, su cena es recogida con mano ajena y sus días los pasan pensando en la manera de granjearse la compasión de los demás. Su filosofía de vida es propicia para lo molicie, amontonar huesecillos o insectos es su máxima ambición. Les es imposible tomar una propia decisión más allá de sus narices; viven implorando la caridad pública y en un acto de supremacía intelectual ejercen su rutina con orgullo de gavilán.
Son incapaces de abrir sus propias alas y atreverse a volar, saltan en convulsiones desconcertantes y bufonescas, trepan a las ramas con sentido bermejo y anidan para aliviar sus días.
Estas aves tiene la peculiar característica de enseñarle a sus hijuelos el arte de vivir sin esfuerzo digno; escarbar es la primera lección y permanecer la última.
Son incapaces de un acto de libertad, pues a la primera oportunidad de ella regresan ansiosas a su corral a continuar escarbando en el mismo hoyo.
Cuando ponen un huevo necesitan que otros rompan el cascarón y su incapacidad es tal que con mano ajena arrullan el polluelo.
Su filosofía es permanecer como las babosas a las rocas y adherirse a las circunstancias como los días a un calendario.
Sus compromisos se limitan al simple oficio del cacareo; detestan todo aquello que demanda renunciar a su rutina y se tiranizan a sí mismos al cumplimiento de su sagrado deber. Consideran que deber es sinónimo de rutina, de abatimiento, de postración. No tienen ojos para las cosas sublimes del espíritu y su buche lo llenan con piedrecillas que más tarde evacuarán por su recto.
Medra y permanecer son sus palabras favoritas, con ellas construyen el poema de su vida y lo declaman en sus tediosas reuniones gallinescas.
Es imposible aventurarlas a algo diferente a su propia razón embutida con el alimento fiel de su rutina; cuentan los días por el número de gusanillos capturados y arrastran sus plumas para impetrar perdón.
La filosofía de la gallina produce viejas vírgenes y gallos puritanos: incapaces de entrega se niegan a recibir.
Sus alas inutilizadas para remontar las alturas, son un cúmulo de plumas inservibles destinadas a una caneca de la basura.
La gallina obedece a principios genéticos más que a principios culturales; hace de su filosofía un modelo de vida y únicamente las campanadas de la Iglesia interrumpen sus jornadas de descanso.
Pero muy adentro de su alma, la gallina piensa: “no ser trotamundos para tener las patas heridas de camino y no de simples guijarros”.
Por PABLO EMILIO OBANDO ACOSTA, colaborador de Soyperiodista.com