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La palabra “vandalismo” surgió como una expresión de repudio y condenación: evocaba, en principio, a la tribu germánica que saqueó Roma en el año 445, destruyendo propiedades y objetos sagrados del culto cristiano. Vándalo ha sido, desde hace cuatro o cinco siglos en las lenguas europeas, todo aquel que “destruye deliberadamente lo bello y lo sagrado”; o el que, como dice el Diccionario de la Lengua Española, “comete acciones propias de gente salvaje y destructiva”. Ambas definiciones denotan censura moral; de ahí que quienes construyen su prestigio a través de la indignación de la gente usen las imágenes del vandalismo para buscar la aprobación general. En Francia, en el marco de las protestas de los chalecos amarillos de 2018, el presidente Emmanuel Macron escribió un trino agradeciéndoles a los “cuerpos de seguridad por su valor y profesionalidad”. También aprovechó para agregar: “Vergüenza debería darles a los que los agredieron. Vergüenza a los que agredieron a otros ciudadanos y periodistas. Vergüenza debería darles a los que trataron de intimidar a los funcionarios elegidos”. En un contexto diferente pero con una intención parecida, la alcaldesa de Bogotá aseguró en un trino que “el bloqueo y vandalización del transporte público” durante las recientes protestas en Bogotá impidieron que muchos mayores de 65 años pudieran asistir a las citas programadas para su vacunación contra el Covid. “Vandalismo” es, en su uso político, una de esas palabras que sirven para hacer una mueca de disgusto y señalar con el dedo una culpa y una responsabilidad: la de los otros, nunca la propia. (Recomendamos: La segunda temporada del “Pequeño glosario de antintelectualismo”).
Las imágenes que significan “vandalismo” en todos los medios y en todas las protestas, desde Hong Kong hasta Bogotá, son siempre las mismas: vidrios rotos, estatuas decapitadas o derribadas, paredes ensuciadas con grafitis, barricadas o vehículos en llamas. Ellas nunca explican nada; más bien se llenan con el espejismo de un significado a fuerza de repetirse. En medio de las protestas recientes, los indígenas misak derribaron en Cali la estatua del conquistador español y fundador de esa ciudad, Sebastián de Belalcázar, a quien consideran genocida. Razones no les faltan: como lo sabe hasta wikipedia, Belalcázar fue juzgado in absentia y condenado, entre otros crímenes, por los malos tratos a los que había sometido a los indígenas; y Bartolomé de las Casas, que muy poco tenía de indígena, hacía alusión a él en varios capítulos condenatorios de su “Brevísima relación de la destrucción de las indias”. Pero, aún así, los medios documentaron con más asiduidad el acto vandálico que las razones históricas que tendríamos para revaluar ese símbolo. Siempre ha sido así con la prensa, cuya premisa básica es la economía emocional: al fin y al cabo, la imagen de la estatua derribada vale más que las mil palabras que podrían explicarla.
Como escribió Nicolás Rodríguez en una columna de El Espectador, la palabra “vandalismo” es un comodín: “habla poco de quienes se supone que describe (los vándalos), y dice más de quienes la pronuncian (una banda que sólo piensa en vandalismo)”. El uso reiterado del vandalismo en la discusión pública es el síntoma de una obsesión social de la que, sin embargo, poco se habla. El vandalismo es, sobre todo, un pecado contra el orden, y por eso debe ser proscrito sin cuestionamiento. El orden puede ser injusto, pero al menos nos da la seguridad de lo que hay. El desorden, en cambio, apunta hacia algo diferente, desconocido, que puede ser cualquier cosa. Por eso, la buena conciencia moral, que le teme al cambio verdadero, prefiere con frecuencia la injusticia por encima del desorden. Y la derecha, que convierte al orden en un fetiche, engrandece las imágenes del vandalismo para justificar su imposición a sangre y fuego. Un empresario colombiano, por ejemplo, no tuvo ningún reparo en expresar así su opinión: “Actuar en beneficio de la mayoría, con mano fuerte, particularmente cuando las personas se manifiestan de manera vandálica y/o de forma ilegal, es lo mínimo que esperan los ciudadanos”. Y si la violencia institucional es “lo mínimo que esperan los ciudadanos” no hay nada que temer, porque la justicia está de nuestro lado. “Muchas veces”, concluye el mismo trino en tono desafiante, “se teme actuar en ese sentido por las críticas nacionales e internacionales”.
Es el mismo argumento del lamentable trino del expresidente Álvaro Uribe, aunque éste fue mucho más explícito: “Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”. La construcción de esta pieza retórica es, por lo demás, interesante, y expresa muy bien cómo pueden configurarse miedos y odios en un campo de batalla dividido maniqueamente. Es una balanza cuyo peso recae con facilidad en uno de los lados: en la primera parte, proliferan las palabras con un sentido positivo (“derecho”, “defender”, “integridad”), todas asociadas a grupos humanos concretos (“personas”, “soldados”, “policías”); el cierre, por su parte, le contrapone dos simples términos negativos que se refieren a algo anónimo y oscuro que hay que eliminar (“terrorismo vandálico”), nunca a personas de carne y hueso. Esa es, a la larga, la utilidad de la penetrante retórica del vandalismo: permite abstraer un fenómeno, convertido en cliché, y ponerlo delante de la realidad concreta, que queda suspendida en el vacío. Con este gesto se justifica la violencia estatal en nombre de cierta humanidad, al tiempo que se borran las circunstancias concretas. Quien se deja aturdir por el canto de esos trinos es capaz de hundir el acelerador de una tanqueta sin que parezca importarle arrollar indiscriminadamente a un grupo de manifestantes anónimos o de disparar con frialdad a la cabeza de cualquier joven, mero agente anónimo del “terrorismo vandálico”.
El uso de la palabra “vandalismo” es, como dice Rodríguez, un ejercicio de cancelación que ejerce con gusto la derecha, que tanto se queja de la cultura de la cancelación. En los demás sectores bienpensantes, entre tanto, es una forma de higiene: se señala el vandalismo para aislarlo, para poder tomar distancia frente a él. “No sobra recordar que manifestante no es sinónimo de vándalo ni protesta es sinónimo de vandalismo” escribió, por ejemplo, una periodista con buenas intenciones. Pero la retórica en juego aquí es la de las “manzanas podridas”, que tanto señala la izquierda como una manía de la derecha: en una marcha los vándalos son “pequeñas minorías violentas”, “grupos infiltrados” y “casos aislados” que hay que “individualizar”. Como si fuera así de simple. Después de las protestas en Cali, el Bloque de congresistas del Valle del Cauca rechazó “los actos vandálicos sucedidos” e “invitó a la reflexión”. Pero “reflexionar”, en este caso, es sinónimo de no entender. Para alimentar una verdadera reflexión sería mejor reconocer sin ambages que la violencia está latente en toda expresión masiva de protesta. Cuando las instituciones son sordas a ésta o, peor aún, tratan de someterla con violencia, no es difícil esperar que la rabia contenida estalle y que se dirija a los símbolos de todo aquello que alimenta un profundo malestar social: las estatuas que dan forma a la imagen de los opresores; las fachadas de los bancos que son las murallas tras las cuales se protege un capital financiero depredador; los buses que encarnan un sistema de transporte público inhumano, ineficiente e indignante. Y hasta las sedes de ciertos medios de comunicación que, sin que nadie se los haya pedido, dejan de informar y actúan como la guardia pretoriana del poder.
Uno de esos medios, por ejemplo, publicó una nota sobre la ciudad de Cali, la ciudad que para entonces llevaba, en sus propias palabras, “cuatro días sumida en el caos”. Las protestas sociales, dice, “han tenido dos caras en medio del mortal tercer pico de la pandemia: la pacífica, con salsa y toda clase de expresiones artísticas, y la de una violencia brutal que parece más una guerra civil en varios sectores de la ciudad”. Hasta aquí, la nota se muestra bienpensante al usar implícitamente la imagen repetida y banal del “equilibrio informativo” como la simple presentación de “las dos caras de la misma moneda”. Pero luego agrega lo que, en realidad, quiere decir: “Mientras tanto, miles de personas permanecen en sus casas aterrorizadas, resguardándose a la espera de que las autoridades puedan retomar el control del orden público”. La nota está acompañada por una pieza fotográfica de singular ambigüedad, muy en la vena del trino de Álvaro Uribe: por un truco del montaje gráfico, una imagen del Cristo Rey corona una escena del apocalipsis, y los bendecidos por sus brazos abiertos son cinco miembros del Esmad que aparecen frente a un escenario en llamas. No hay nadie más, no hay personas, no hay “vándalos”; sólo hay fuego y humo, puro “vandalismo”. La nota está acompañada por un título de humor macabro: Cali ya no es la tradicional “sucursal del cielo”, sino “la sucursal del infierno”. La retórica del vandalismo se alimenta del miedo, a la vez que lo atiza, y conduce a una peligrosa fascinación por la violencia como espectáculo.
* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).
** Correctora de estilo, investigadora y docente ocasional del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (jardilaar@unal.edu.co).
*** Docente ocasional del Departamento de Lingüística de la Universidad Nacional de Colombia (idorozcor@unal.edu.co)