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                                                                                                                                La palabra vandalismo, según el “Pequeño glosario de antintelectualismo”

                                                                                                                                Buen momento para revisar el significado de este término, tan usado en los últimos días pero con una historia que surge en Roma y ahora recorre el mundo.

                                                                                                                                William Díaz Villarreal* Jineth Ardila Ariza** Iván Daniel Orozco*** / Especial para El Espectador

                                                                                                                                “Vandalismo” es, en su uso político, una de esas palabras que sirven para hacer una mueca de disgusto y señalar con el dedo una culpa y una responsabilidad: la de los otros, nunca la propia.
                                                                                                                                Foto: Jose Vargas Esguerra
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El uso de la palabra “vandalismo” es, como dice Rodríguez, un ejercicio de cancelación que ejerce con gusto la derecha, que tanto se queja de la cultura de la cancelación. En los demás sectores bienpensantes, entre tanto, es una forma de higiene: se señala el vandalismo para aislarlo, para poder tomar distancia frente a él. “No sobra recordar que manifestante no es sinónimo de vándalo ni protesta es sinónimo de vandalismo” escribió, por ejemplo, una periodista con buenas intenciones. Pero la retórica en juego aquí es la de las “manzanas podridas”, que tanto señala la izquierda como una manía de la derecha: en una marcha los vándalos son “pequeñas minorías violentas”, “grupos infiltrados” y “casos aislados” que hay que “individualizar”. Como si fuera así de simple. Después de las protestas en Cali, el Bloque de congresistas del Valle del Cauca rechazó “los actos vandálicos sucedidos” e “invitó a la reflexión”. Pero “reflexionar”, en este caso, es sinónimo de no entender. Para alimentar una verdadera reflexión sería mejor reconocer sin ambages que la violencia está latente en toda expresión masiva de protesta. Cuando las instituciones son sordas a ésta o, peor aún, tratan de someterla con violencia, no es difícil esperar que la rabia contenida estalle y que se dirija a los símbolos de todo aquello que alimenta un profundo malestar social: las estatuas que dan forma a la imagen de los opresores; las fachadas de los bancos que son las murallas tras las cuales se protege un capital financiero depredador; los buses que encarnan un sistema de transporte público inhumano, ineficiente e indignante. Y hasta las sedes de ciertos medios de comunicación que, sin que nadie se los haya pedido, dejan de informar y actúan como la guardia pretoriana del poder.

                                                                                                                                Uno de esos medios, por ejemplo, publicó una nota sobre la ciudad de Cali, la ciudad que para entonces llevaba, en sus propias palabras, “cuatro días sumida en el caos”. Las protestas sociales, dice, “han tenido dos caras en medio del mortal tercer pico de la pandemia: la pacífica, con salsa y toda clase de expresiones artísticas, y la de una violencia brutal que parece más una guerra civil en varios sectores de la ciudad”. Hasta aquí, la nota se muestra bienpensante al usar implícitamente la imagen repetida y banal del “equilibrio informativo” como la simple presentación de “las dos caras de la misma moneda”. Pero luego agrega lo que, en realidad, quiere decir: “Mientras tanto, miles de personas permanecen en sus casas aterrorizadas, resguardándose a la espera de que las autoridades puedan retomar el control del orden público”. La nota está acompañada por una pieza fotográfica de singular ambigüedad, muy en la vena del trino de Álvaro Uribe: por un truco del montaje gráfico, una imagen del Cristo Rey corona una escena del apocalipsis, y los bendecidos por sus brazos abiertos son cinco miembros del Esmad que aparecen frente a un escenario en llamas. No hay nadie más, no hay personas, no hay “vándalos”; sólo hay fuego y humo, puro “vandalismo”. La nota está acompañada por un título de humor macabro: Cali ya no es la tradicional “sucursal del cielo”, sino “la sucursal del infierno”. La retórica del vandalismo se alimenta del miedo, a la vez que lo atiza, y conduce a una peligrosa fascinación por la violencia como espectáculo.

                                                                                                                                * Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).

                                                                                                                                ** Correctora de estilo, investigadora y docente ocasional del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (jardilaar@unal.edu.co).

                                                                                                                                *** Docente ocasional del Departamento de Lingüística de la Universidad Nacional de Colombia (idorozcor@unal.edu.co)

                                                                                                                                “Vandalismo” es, en su uso político, una de esas palabras que sirven para hacer una mueca de disgusto y señalar con el dedo una culpa y una responsabilidad: la de los otros, nunca la propia.
                                                                                                                                Foto: Jose Vargas Esguerra
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El uso de la palabra “vandalismo” es, como dice Rodríguez, un ejercicio de cancelación que ejerce con gusto la derecha, que tanto se queja de la cultura de la cancelación. En los demás sectores bienpensantes, entre tanto, es una forma de higiene: se señala el vandalismo para aislarlo, para poder tomar distancia frente a él. “No sobra recordar que manifestante no es sinónimo de vándalo ni protesta es sinónimo de vandalismo” escribió, por ejemplo, una periodista con buenas intenciones. Pero la retórica en juego aquí es la de las “manzanas podridas”, que tanto señala la izquierda como una manía de la derecha: en una marcha los vándalos son “pequeñas minorías violentas”, “grupos infiltrados” y “casos aislados” que hay que “individualizar”. Como si fuera así de simple. Después de las protestas en Cali, el Bloque de congresistas del Valle del Cauca rechazó “los actos vandálicos sucedidos” e “invitó a la reflexión”. Pero “reflexionar”, en este caso, es sinónimo de no entender. Para alimentar una verdadera reflexión sería mejor reconocer sin ambages que la violencia está latente en toda expresión masiva de protesta. Cuando las instituciones son sordas a ésta o, peor aún, tratan de someterla con violencia, no es difícil esperar que la rabia contenida estalle y que se dirija a los símbolos de todo aquello que alimenta un profundo malestar social: las estatuas que dan forma a la imagen de los opresores; las fachadas de los bancos que son las murallas tras las cuales se protege un capital financiero depredador; los buses que encarnan un sistema de transporte público inhumano, ineficiente e indignante. Y hasta las sedes de ciertos medios de comunicación que, sin que nadie se los haya pedido, dejan de informar y actúan como la guardia pretoriana del poder.

                                                                                                                                Uno de esos medios, por ejemplo, publicó una nota sobre la ciudad de Cali, la ciudad que para entonces llevaba, en sus propias palabras, “cuatro días sumida en el caos”. Las protestas sociales, dice, “han tenido dos caras en medio del mortal tercer pico de la pandemia: la pacífica, con salsa y toda clase de expresiones artísticas, y la de una violencia brutal que parece más una guerra civil en varios sectores de la ciudad”. Hasta aquí, la nota se muestra bienpensante al usar implícitamente la imagen repetida y banal del “equilibrio informativo” como la simple presentación de “las dos caras de la misma moneda”. Pero luego agrega lo que, en realidad, quiere decir: “Mientras tanto, miles de personas permanecen en sus casas aterrorizadas, resguardándose a la espera de que las autoridades puedan retomar el control del orden público”. La nota está acompañada por una pieza fotográfica de singular ambigüedad, muy en la vena del trino de Álvaro Uribe: por un truco del montaje gráfico, una imagen del Cristo Rey corona una escena del apocalipsis, y los bendecidos por sus brazos abiertos son cinco miembros del Esmad que aparecen frente a un escenario en llamas. No hay nadie más, no hay personas, no hay “vándalos”; sólo hay fuego y humo, puro “vandalismo”. La nota está acompañada por un título de humor macabro: Cali ya no es la tradicional “sucursal del cielo”, sino “la sucursal del infierno”. La retórica del vandalismo se alimenta del miedo, a la vez que lo atiza, y conduce a una peligrosa fascinación por la violencia como espectáculo.

                                                                                                                                * Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).

                                                                                                                                ** Correctora de estilo, investigadora y docente ocasional del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (jardilaar@unal.edu.co).

                                                                                                                                *** Docente ocasional del Departamento de Lingüística de la Universidad Nacional de Colombia (idorozcor@unal.edu.co)

                                                                                                                                Por William Díaz Villarreal* Jineth Ardila Ariza** Iván Daniel Orozco*** / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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