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Cuenta un habitante de Berrugas que fue por las playas de ese caserío por donde, a principios de los 90, entraron los paramilitares a los Montes de María. Desde entonces se removió la historia de ese y otros pueblos pesqueros de San Onofre, Sucre. A partir de ese momento, las reglas las puso un ejército que decidía sobre la vida y la muerte.
En realidad, desde finales de los 80 varios municipios de la región enfrentaban la creación de pequeños grupos de autodefensa —muchos alcanzaron a formalizarse como cooperativas privadas de seguridad “Convivir”— que guardaban una estrecha cercanía con empresarios y dirigentes políticos con claros intereses en el territorio.
A esos pequeños ejércitos se atribuyen varios asesinatos selectivos de líderes sociales y comunitarios, incluso, antes de que se consolidara la máquina de guerra que promovieron personalidades como el exgobernador de Sucre Miguel Nule Amín. Fue en su finca, Las Canarias, donde se selló en 1997 un pacto entre la dirigencia de la región y las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá para la expansión del proyecto paramilitar en los Montes de María y La Mojana sucreña.
La iniciativa no surgía por combustión espontánea. Se trataba, dirían sus promotores, de una reacción contrainsurgente a las amenazas, las extorsiones y los secuestros de las organizaciones guerrilleras que, desde su primer antecedente en la región con el MIR-Patria Libre —que más tarde se fusionaría con el ELN— y luego con el EPL y las Farc, protagonizaban tensiones no solo con los grandes hacendados, sino también con el movimiento campesino. Esa suma de siglas enfrentadas fue el caldo de cultivo de una confrontación que hizo de los Montes de María el escenario de algunos de los episodios más macabros de la historia reciente del conflicto colombiano. Las masacres ambientadas con gaitas y tambores, los muertos a golpes de martillo y hasta un burro bomba hacen parte del delirio de la guerra que enfrentó la región.
Ahora, treinta años después de las primeras expresiones insurgentes y a casi 20 de la consolidación del paramilitarismo en la región, soplan nuevos aires por cuenta de una ecuación simple: es mejor reivindicar derechos y defender el territorio si no hay que hacerlo bajo la presión de las armas, si no hay que levantarse casi todos los días con la noticia de una nueva masacre.
Pese a las bandas criminales que usan los corredores que quedaron vacantes, la gente de la región, tal vez por el contraste, dice que queda muy poco de la confrontación bélica que puso a la población civil en el medio de guerrillas, paramilitares y fuerzas del Estado.
Pero, que la intensidad de las bombas y las balas se haya diezmado, no significa que la guerra y sus muchas expresiones sean cosa del pasado. Condiciones como la exclusión y la tensión por la propiedad de la tierra, la pobreza de muchas comunidades y la falta de garantías para la producción agraria, persisten y podrían ser el caldo de cultivo de nuevas violencias.
Y es que ahora los grandes latifundios de los empresarios del interior del país, dedicados a los monocultivos, contrastan con la situación de los campesinos sin tierra que retornaron para encontrarse con lo poco que la guerra dejó en pie. Por eso, son muchas las preguntas que rodean esas contradicciones. ¿A eso puede llamársele paz?, ¿en eso consiste el posconflicto?
Esta nueva generación de pobladores rurales y urbanos, herederos del trabajo de la Asociación de Usuarios Campesinos (ANUC) y de procesos independientes en sus comunidades, parece tener muy clara la respuesta. “Aquí todavía hay hambre y desigualdad, y mientras estén esas condiciones es muy difícil que haya paz”, dice Jairo Barreto, integrante de la Asociación de Víctimas de Chengue, una de las organizaciones que hace parte de un universo amplio de procesos comunitarios surgidos, muchos de ellos, en el contexto de las 104 masacres que tienen documentadas los defensores de derechos humanos de la región.
Esas dos palabras, hambre y desigualdad, parecen resumir bien el escenario que enfrentan hoy los 15 municipios de los Montes de María, esa región que se entrecruza en los departamentos de Sucre y Bolívar. La explicación más gráfica la ofrece Esnaldo Jetar, líder de la cooperativa de campesinos de Villa Colombia, una comunidad del municipio de Ovejas, quien propone una imagen: “Es que el conflicto es como una olla de agua hirviendo. Usted la apaga pero tiene que pasar mucho tiempo antes de que se enfríe”.
Y mientras el agua de la guerra se enfría, campesinos como él y muchos otros se oponen a las lógicas que los convierten menos en productores y más en jornaleros y consumidores. Son una población de casi 500 mil personas, de las cuales cerca de la mitad son víctimas, y que al tiempo representa lo construido en décadas de organización comunitaria. Sus palabras y su relación con el territorio le dan forma a un entramado de historias de dolor y resistencia.
Bienvenidos a este viaje por los Montes de María, por los lugares que fueron escenario del horror de los actores armados y que todavía esperan reconstruir su tejido social, por los territorios de los campesinos que reclaman su derecho a cultivar y por las poblaciones que construyen memoria para hacerle frente al recuerdo del sometimiento a las reglas y al delirio de sus victimarios