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La travesía del Darién

Dos periodistas chilenos, que llevan varios años viajando a esta zona, se lanzaron a cruzar la selva colombo-panameña cargada de sorpresas y peligros. Historia de una aventura que incluyó cárcel y deportación.

Fernando Cárdenas Hernández/ Especial para El Espectador
17 de mayo de 2008 - 08:50 p. m.
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De la hoja de ruta de los indocumentados que ensayan llegar a Estados Unidos, el paso por el Tapón del Darién era el que más nos llamaba la atención, por ser el único agujero donde se extravía la carretera Panamericana. Guarida de cimarrones y bucaneros en siglos anteriores, este punto se transformó en uno de los relatos más esquivos para las salas de redacción de los grandes medios en el planeta.

Por más que el denominado “tren de la muerte”, bajo el control de la mara Salvatrucha en la frontera sur de México, rivalice en peligro con esta frontera, su historia ya está muy bien retratada por las cámaras. Todo lo contrario a lo que ocurre en estas profundidades, pues desde hace muchos años no hay un apunte editorial sobre este territorio.

En enero de 2003, un equipo de National Geographic, liderado por el canadiense Robert Pelton, y los estadounidenses Mark Wedeven y Megan Smaker, intentó cruzar esta línea de 265 kilómetros de largo y a mitad de camino, cerca del poblado panameño de Paya, fueron secuestrados por paramilitares de alias El Alemán, hoy desmovilizado y detenido en la cárcel de Itagüí.

En una entrevista, antes de su desmovilización, el jefe del Bloque Élmer Cárdenas nos confesó que retuvo a este grupo porque “los gringos se toparon con un campamento nuestro, y al confundirnos con la guerrilla comunista de las Farc, se declararon simpatizantes de sus ideales. Por represalia, los tuvimos hasta que nos cansamos”.

Otro reportero de un periódico colombiano desestimó la idea justo antes de partir al ser robado por unos “coyotes”, traficantes de personas. Y resulta que ahora el inglés todoterreno Bear Grylls, presentador del programa A prueba de todo, de Discovery Channel, quiere meterse en esos pantanos, justo cuando hay zozobra en la región por la disputa de “grupos emergentes”: algunos que militaban con El Alemán y pasaron a las filas de su hermano, alias Don Mario, y “Los Rastrojos”, que llegaron desde el norte del Valle pero que por desconocer los secretos de esta selva han sido casi siempre blanco fácil.

En honor a la verdad, el que sí logró hacer la travesía para contarla en el libro El tapón del Darién, diario de una travesía, fue el sociólogo Alfredo Molano en 1996. En esos tiempos lo hizo con brisa sosegada. Aún no se encendía el polvorín de Urabá, por la arremetida de los hombres de Carlos Castaño, un año después, cuando sacaron a la guerrilla y a unos cuantos lugareños a sangre y plomo; todo para dominar el trasiego de armas, el contrabando y el narcotráfico.

Pero a nosotros, cada vez que entrábamos y salíamos de las selvas del norte del Chocó, siempre nos quedaba la espina de no haber cruzado ese hueco desconocido que se alarga hasta el otro costado de la montaña y que, según los libros expedicionarios, no era más que “un albergue de tigres, mosquitos e indios flecheros”.

Fueron siete las veces que estuvimos a un pelo de conquistar esos pantanos que se tragan bestias; y el filo de una serranía de bosque tropical y húmedo. Llueve casi siempre (10 mil milímetros anuales en las partes altas) y el terreno es espeso. Una vez, bordeando el parque de Los Katíos en unas mulas prestadas, un líder kuna del resguardo de Arquía casi nos deja ver la cintura de América Central, pero el desborde de un río que tapaba el camino, y el pavor de tropezarnos con el Frente 57 de las Farc que acampa y mantiene prisioneros en las alturas del macizo fronterizo, no lo alentó a seguir. Es un miedo latente hasta el día de hoy.

Así que luego de tres años deambulando en el Darién colombiano, casi siempre en los ríos Truandó, Atrato y Cacarica, o en los pueblos costeros del Urabá chocano, al fin pudimos concretar el viaje en junio de 2007. Ya sabíamos por cuentos de pueblo que el paso de polizontes peruanos y ecuatorianos, camino a Estados Unidos, a veces terminaba en medio de esta inmensidad verdusca sin lograr el sueño americano, que cuesta cerca de 25.000 dólares por cabeza.

Esa reputación fue la que nos empujó a aterrizar en Acandí, el epicentro de los “coyotes”. Lo malo para nuestro propósito era que los “guías”, así se llama el oficio, andaban de caminata. Por si fuera poco, un recomendado estaba pasando una temporada en la cárcel por desaparecer, dicen las malas lenguas, a un viajero en medio del monte.

En el hotel aparecieron dos buscadores de oro, que conocen bien la montaña y tenían un viaje hacia esos lados en busca de nuevas vetas. Se ofrecieron, previa mirada a nuestros pasaportes, a llevarnos hasta el lado panameño. En todo caso tuvimos que esperarlos tres días de borrachera.

Con una escopeta al hombro y el otro marcando el paso, el “flaco” y el “enano” salieron bien de mañana. Íbamos muy livianos. Dejamos a la suerte la mitad de la ropa y un portátil en el hotel para poder cargar las cámaras y unas bolsas que servirían de carpa.

A medida que trepábamos el río Acandí Seco, el panorama era el mismo de otros torrentes del Darién: la mano del hombre se notaba por todos lados. Antes, en los brazos del Atrato era el hambre por sacar madera fina como el abarco; ahora, el oro del río. Por algo andaban tomando muestras unos técnicos paisas contratados por una multinacional europea.

La primera meta era llegar a un colegio abandonado por la guerra, que es el hogar permanente del “enano”. Pasamos por la casona de un colono que tenía un mico amarrado de mascota. Cuarenta grados marcaba el termómetro, mínimo. La comida siempre fue lo de menos, por debajo del recuerdo de la primera de muchas veces que tuvimos que sacarnos las botas pantaneras por el dolor y el agua. Ya en el atardecer, el “enano” nos acomodó en unas hamacas en su refugio. Nos mostró su principal lujo: una garra de águila real más grande que dos puños, mientras cantaba vallenatos de la emisora Ecos del Darién en su radio de pilas. Elevaba la voz en los coros de despecho.

–Ninguna hijoeputa quiere venirse a vivir acá–, dijo el “enano” antes de prender un cigarro.

– ¿Ha tenido muchas esposas?


– Claro, pero se van para la ciudad luego. Ellas quieren otra cosa y no la soledad. Buenas noches.

Al revisar la libreta de apuntes del segundo día, no tenía anotación alguna. Doce horas de caminata bastaron para aniquilar el cuerpo. Esa mañana consistió en subir por el río hasta alcanzar la naciente, en la cuchilla. El agua era cristalina y servía de base para el jugo en sobre. En todo el trayecto saludamos a una decena de familias que le robaban algo al Acandí Seco, con palas o dragas que le restaban a la naturaleza ese esplendor del verde. Una vez en las montañas, los guías nos llevaron por la sombra de la manigua, en una mezcla de instinto y de seguir unas marcas de machete en los árboles que la humedad se encargaba de borrar con facilidad.

Una vez alcanzado el límite, si se mira hacia el este, aunque ellos decían que se veía el mar Caribe, sólo se divisaba una bruma costera. Hacia el otro lado, además de una piedra que marca la frontera, lo demás era puro follaje.

En ese descanso, con arroz y latas de atún, los hombres contaron que hace unos años acompañaron a unos inmigrantes hasta Panamá, pero no por esta ruta, áspera y resbaladiza, sino por otro afluente menos empinado y mucho más largo. “Lo que pasa es que por aquí siempre hubo bandas de asaltantes que se robaban todo, y dejaban abandonados a los peruanos”, sostiene el “flaco”. “Y no pasábamos por otros caminos más al sur, porque de vez en cuando se aparece la guerrilla y secuestra a la gente”.

De repente se oyó un ruido extraño. “Vamos a buscar la cena”, sentencia el “enano”. Al rato, se escuchó el ruido de su escopeta, pero andaba con la pólvora mojada. Yo miraba el piso y los árboles en detalle, pues horas antes una serpiente afilada había atacado la bota de caucho del fotógrafo sin mayor desgracia.

Desde ese momento comenzaba el descenso por el río Tuqueza, el camino fluvial hacia el norte, hacia Yaviza, el pueblo donde se retoma la ruta Panamericana. Al contrario del paisaje colombiano, este trozo del Darién permanece intacto, tal como lo descubrieron los españoles en el siglo XVI. Sólo animales como guacamayas, venados, jaguares y tapires que dan fe a lo que dicen los libros, una zona endémica de intercambio de flora y fauna entre ambos polos del continente, en medio de los vientos alisios.

Y quizás esta es la parte más complicada del viaje ante la presencia de la banda del “Charco Chivo”, un grupo de asaltantes indígenas que emboscaba a los viajeros en el tramo de riscos, piedras de cinco metros y pozos profundos. Esta vez, tuvimos la suerte de no cruzarnos con nadie y de no hacernos daño entre saltos de tres metros y hundimientos en el agua. Hicimos un campamento improvisado con plásticos y palos en la arena de una quebrada. El “enano” sacó unos anzuelos y en pocos minutos ya tenía la cena a punta de pescado y buena brasa.

Como el trío viajero me sacó demasiados metros de ventaja en esta caminata, el fotógrafo los calmaba y les decía que no se preocuparan. Las plantas de mis pies parecían un campo de batalla y la ropa no se secaba con nada. Por consejo de los mineros del agua, me echaba talco en los pies y Yodora entre las piernas para calmar la alergia. 

El tercer día fue calcado. Toda la jornada avanzamos como los venados, es decir, por el borde del río. A veces, el agua nos llegaba hasta el cuello por lo que teníamos que cruzar con los bolsos arriba de la cabeza. La diferencia estuvo en que esta vez el campamento se levantó sobre unas piedras en la orilla, y la comida fue abundante por la pesca.

La buena noticia del alba era que a mediodía ya estaríamos en Bocas, donde se junta el Tuqueza con otros dos ríos. Nuestros guías nos dejaron en ese punto, ya que a una hora de camino estaba Bajo Chiquito, el primer caserío embera en territorio panameño, y no querían toparse con la policía.

Tenían razón en lo de Bocas, porque a la hora del almuerzo se despidieron y se regresaron por la misma corriente que nos trajeron. El “enano” partió con una nutria al hombro, que había cazado con su escopeta. Sin embargo, pasaron más de cuatro horas por el río y nunca vimos el pueblo. Tuvimos que acampar en la orilla antes de la noche por culpa de una lluvia que nos impedía cruzar el torrente. No teníamos comida, ni anzuelos. Sólo dormimos.

De madrugada nos levantamos y vimos unas huellas de tigre en la orilla. Las conocíamos porque el “enano” las señaló unos días antes, cuando contó que él muchas veces había estado cerca del animal, pero que siempre prefería huir de la presencia del felino.

Nuestros pasos eran débiles por la carga y por el forzado ayuno. Siempre seguíamos la línea del río. Luego de unas horas, vimos a lo lejos unos hombres a caballo. Al principio tuvimos precaución, porque podía ser la guerrilla, pero el hambre ganó la batalla y salimos al encuentro.

– ¡Hey, hola!– les gritamos con el alma.

Por suerte eran unos pescadores emberas que buscaban agua cristalina para pescar, y que no encontraban cerca de sus casas. Ellos nos dieron unos envueltos y algo de pan. Nos contaron que el pueblo estaba cerca, y nos preguntaban, en perfecto español, si éramos peruanos.


Bajo Chiquito es un caserío indígena con pocas comodidades. Sus habitantes nos veían como polizones, casi nadie nos hablaba. Preguntamos por un puesto de migración, y nos dijeron que estaba en la siguiente comarca, Marragantí. Ya no queríamos caminar, pero nos tocó avanzar una hora hasta ese caserío, donde las mascotas eran tigrillos, loros y tucanes. Y en el medio del pueblo estaba el mayor signo de modernidad de los últimos cinco días: una cabina telefónica.

–¿Qué hacen por aquí? Nos preguntó el policía a cargo–. Hace 20 años que no tenemos noticias de alguien que llegue a este puesto con pasaporte. Todo el que cruza por aquí es ilegal.

Mostramos nuestros papeles y nos dieron posada hasta el otro día. Alquilamos un bote para ir a Metetí, en procura de unos superiores que resolvieran el sello de entrada. Lo que no sabíamos hasta ese momento era que íbamos en condición de arrestados, por lo que la noche siguiente nos tocó dormir tras las rejas en el cuartel Piedra Candela, sin derecho a la defensa. Nada de llamadas, y el cónsul de Chile en Panamá dijo que él no se hacía responsable de unos coterráneos ilegales.

El “Hotel Candela” era un pequeño cuarto, especial para indocumentados, que ofrecía la comodidad de unas colchonetas y la compañía de las ratas. Estábamos tan cansados que dormimos dos días, esperando que Migración resolviera nuestro estatus. La visita al médico no constató lesiones, aunque nos recetó Ibuprofeno cada ocho horas para desinflamar los pies. “Ustedes vienen en buenas condiciones. Si les contara cómo llegan los otros. Reventados, con espinas en todo el cuerpo, mordeduras de serpientes. Una vez, un señor llegó y compró una pala, porque su hermano se había muerto en el camino y él lo quería enterrar”.

En vez de ayudar, el remedio fue el detonante para revolver un estómago casi vacío y nervioso en un lugar donde no había baño. Lo mejor fue parar el tratamiento. Además, de tanto que escuchábamos las historias de ilegales, les preguntamos a nuestros carceleros dónde se llevaban a los que eran capturados. La respuesta: la cárcel La Palma, en la costa del Pacífico, en la que se disputaban el poder los colombianos y los peruanos. Entonces nos quedó claro que, por la rivalidad histórica entre Chile y Perú, no podíamos llegar a ese penal.

El presagio se hizo realidad cuando dos funcionarios nos llegaron a buscar en una camioneta doble cabina verde y dijeron que su jefa había resuelto mandarnos al “infierno”. En un acto de desespero, discutimos con los agentes hasta que nos dejaron hacer una llamada telefónica a cada uno. Del cielo cayó una cabina a pocos metros de Piedra Candela y marcamos cobro revertido a Colombia. Al otro lado de la línea contestó Juan Forero, el corresponsal del Washington Post, y Stephen Ferry, un fotógrafo estadounidense curtido en este tipo de asuntos. Ellos nos salvaron, porque de inmediato activaron una red de ayuda internacional, con asociaciones de periodistas y varios medios de comunicación que empezaron a llamar a altas autoridades de Panamá. Incluso, el director continental de la ONG Human Rigths Watch, José Miguel Vivanco, hizo  que varios ministros y el presidente Martín Torrijos se enteraran de nuestra situación. “No tener el sello de entrada merecía una multa”, según Vivanco, “y no el castigo que les estaban dando”.

Tanto escándalo logró que los agentes nos mandaran de nuevo a la celda y suspendieran el viaje a La Palma. A la mañana siguiente llamó por teléfono el cónsul de Chile y nos dejaron en libertad.

En la misma 4X4 nos llevaron a Ciudad de Panamá para que firmáramos unos documentos en Migración. En ese edificio del centro de la capital, repleto de indocumentados chinos, pudimos comprar el pasaje con tarjeta de crédito. Y de la forma más amable, con carta incluida, el 1° de julio  nos invitaron a salir de ese país con un sello en el pasaporte que dice “salida controlada”.

Nos escoltaron 17 kilómetros al aeropuerto internacional de Tocumen para que tomáramos el siguiente vuelo de regreso a Bogotá. Tuvimos sólo 15 minutos de libertad antes de despegar. Pero no importaba: corrimos en la amplia zona franca del terminal a regalarnos unas botellas de ron y un equipo de sonido, como cualquier turista despistado que termina vacaciones.

“No hay tanta selva, ha sido colonizada”

El economista y sociólogo Alfredo Molano y su colega María Constanza Ramírez atravesaron el Tapón del Darién en cinco días en 1996. De la aventura surgió un libro de 174 páginas titulado El Tapón del Darién, diario de una travesía, publicado por El Sello Editorial, así como un documental de Audiovisuales. Molano recuerda: “Salimos de Chigorodó, pasamos la Loma del Cuchillo, Barranquillita, subimos al Cacarica, luego a Bijao, Cristales y Palo de Letras. Una vez superada la Serranía del Darién, bajamos por el río Paya y el río Tuira hasta Bocas de Cupe; finalmente bajamos hasta Yavisa y de ahí fuimos por carretera a Ciudad de Panamá. La gente tiene la sensación de que es inaccesible, pero ya no hay tanta selva porque ha sido colonizada; lo único que se conserva bien es la zona de los Katíos. Por eso siempre he sido enemigo radical de la carretera Panamericana, porque si la terminan rompen el biopacífico y destrozan lo poquito que queda. Panamá le tiene mucho miedo a ese proyecto. Si sin carretera entran y entran colombianos, cómo será cuando la abran. La parte panameña es la mejor conservada, porque están los indios kunas, una gente generosa, amable. Los ríos son suaves, hay lagunas, viviendas elementales, niños que ríen, mujeres que trabajan con el maíz y el cacao, hombres que viven de pescar y cazar. En cambio, la guardia panameña fue bastante agresiva con nosotros. Nos detuvo siete horas, prevenida porque ese es un pasadizo de armas y contrabando desde el siglo XIX, inaugurado por los ejércitos de Benjamín Herrera durante la Guerra de los Mil Días. Del lado colombiano, hacia abajo, está la Serranía del Baudó, el más puro territorio negro que existe, la misma zona de Pizarro donde las Águilas Negras acaban de desaparecer a ocho pescadores, tres de los cuales fueron encontrados descuartizados”.

Por Fernando Cárdenas Hernández/ Especial para El Espectador

 

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