La violencia en Ituango, desde la vida y muerte de Jesús María Valle
Fragmento del libro “Aquí no ha habido muertos”, publicado en 2018 por la investigadora de derechos humanos Maria McFarland Sánchez-Moreno, sobre la persistente victimización de los campesinos de ese municipio de Antioquia que hoy sufre nuevos ataques y desplazamientos.
Maria McFarland Sánchez-Moreno * / Especial para El Espectador
“En los dos últimos meses han venido ocurriendo hechos sangrientos en el municipio de Ituango”, comienza Jesús María Valle su carta dirigida a Álvaro Uribe, en ese entonces gobernador del departamento colombiano de Antioquia, mientras su hermana y recepcionista, Nelly, les pega a las teclas de su gastada máquina de escribir Olivetti. “Numerosas personas han sido asesinadas y desaparecidas, sin que intervenga, en defensa de la ciudadanía, ni el Ejército, ni la Policía, ni la Fiscalía, ni ningún organismo de control oficial”.
Valle se ha venido sintiendo cada vez más alarmado con la situación en Ituango, un remoto municipio rural en el norte de Antioquia, donde pasó su infancia trabajando la tierra junto a su padre. El ahora reconocido abogado y activista nunca ha olvidado sus raíces humildes y ha representado a la región como concejal por más de una década. En muchos fines de semana, tras cinco días en los que ha dado clases como profesor de Derecho, ido a la corte, dado discursos y redactado innumerables cartas, Valle se ha quitado su traje y su cor bata y se ha trepado a un bus o ha conducido los 200 kilómetros de carreteras destapadas montañosas que separan a la activa Medellín de Ituango. (Recomendamos: Lluvias dificultan asistencia humanitaria en Ituango).
Deambulará por los pueblecitos de la región conversando con la gente que ha vivido allí desde que él era pequeño, o le ofrecerá regalitos a los niños que juegan en los caminos entre las casas. Hace poco, sus electores, en su mayoría campesinos muy pobres, le han estado contando historias acerca de grupos de hombres armados con uniformes militares camuflados a quienes llaman paramilitares, que caminan descaradamente por sus tierras, los amenazan e incluso matan gente. Los paramilitares dicen estar peleando contra los grupos guerrilleros de izquierda, pero por lo que Valle ha estado escuchando, sus víctimas, por lo general, se encuentran entre los miembros de la comunidad a quienes los paramilitares acusan de ayudar a las guerrillas de una forma u otra, tal es el caso de ciertos tenderos que tal vez les han vendido comida.
Valle ha oído que los paramilitares trabajan hombro a hombro con los militares y la policía de Ituango. De hecho, dicen que docenas de ellos están acampando afuera del perímetro de la capital municipal de Ituango, muy cerca de donde está el cuartel del batallón Girardot, parte de la Cuarta Brigada del ejército. Un ataque particularmente violento tuvo lugar el 11 de junio de 1996, cuando cerca de dos docenas de tropas paramilitares a bordo de un par de camiones grandes descendieron al diminuto pueblo de La Granja en Ituango, donde asesinaron a una fila de lugareños –un obrero de la construcción, un campesino con discapacidad mental, una ama de casa y el coordinador de un centro de capacitación técnica. Valle oyó hablar de la masacre poco tiempo después, pues La Granja era el lugar donde había nacido y era cercano a muchos de sus habitantes. Pronto supo que el día anterior a la masacre el batallón Girardot había ordenado, sin explicación, a la mayoría de las unidades que operaban en el área, que se reubicaran, de esta manera dándole rienda suelta a los paramilitares.
Miles huyeron aterrorizados de la región. Entonces Valle estaba haciendo sonar todas las alarmas. Tenía pocas esperanzas de que el gobernador Uribe o el ejército respondieran: durante años había escuchado historias y visto evidencias que indicaban que ciertos sectores del ejército colombiano estaban confabulados con grupos paramilitares. Y Valle no confiaba en Uribe, un abogado joven, rígido y muy inteligente, de una influyente familia antioqueña, quien se vendía como un progresista, pero que parecía tener una fijación casi exclusiva con la persecución de las guerrillas, lo cual se traducía en un apoyo incondicional al ejército.
Valle temía que algunas de las políticas que Uribe respaldaba –como la de armar a los civiles– permitirían la ayuda encubierta a los paramilitares. De todas maneras, Valle sabía que la única esperanza para la población de Ituango era que las autoridades hicieran su aparición y la protegieran. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su poder para que ocurriera. Eso incluía escribir un número de documentos que demostraran que las autoridades estaban al tanto del derramamiento de sangre, lo que les dificultaría ignorar sus obligaciones. (Más: La magnitud del desplazamiento forzado en Ituango).
Al igual que otras cartas que Valle envió a los oficiales ese año y el siguiente, esa misiva del 20 de noviembre de 1996 y dirigida a Uribe era un grito de ayuda: “La situación de angustia que vive la población, en especial niños, mujeres y ancianos, me constriñen a solicitarle, muy comedidamente, su inmediata intervención para que se proteja la vida de población civil indefensa”.
La mayoría de colombianos le prestaron poca atención a lo que ocurría en Ituango –una región montañosa que, al igual que gran parte de la Colombia rural, estaba a duras penas conectada por carreteras con el resto del país. Algunas partes de Ituango son por completo inaccesibles a menos que sea mediante botes, caminos de herradura o en mula. Casi todos sus residentes eran campesinos que no tenían teléfonos en sus casas. Algunos no tenían siquiera electricidad. Muchos no terminaron el colegio. Un número de sus habitantes eran indígenas Catíos o Emberás. Pocos habían emigrado allí provenientes de otros lugares y era muy raro que la gente de Ituango se aventurara lejos de casa.
***
Para mediados de la década de 1980 Valle se había convertido en un abogado respetado de Medellín, en un profesor de ética y en uno de los miembros fundadores del Comité Permanente de Derechos Humanos de Antioquia, una agrupación voluntaria de abogados, doctores, académicos y otros tantos que se preocupaban por las injusticias sociales que los rodeaban. Valle había tenido su parte en política cuando sirvió como concejal por el Partido Conservador, pero se había asqueado con la corrupción que observó allí, por lo que había renunciado. La comunidad de derechos humanos, con su foco en los cambios sociales pacíficos, establecida sobre la base de principios universales más que en una ideología, se acoplaba mejor a sus intenciones.
Pero era una época de muchos retos para los activistas de los derechos humanos: como pronto se enteró Valle, los miembros de la UP no eran los únicos blancos de los paramilitares. En esos años cualquiera que fuera visto como cercano a la izquierda política o como una amenaza para los intereses de los militares o del establecimiento económico –incluidos los sindicalistas y los líderes comunales, al igual que los activistas sociales– estaba coqueteando con la muerte.
El 25 de agosto de 1987 el querido amigo de Valle, Héctor Abad, un reconocido médico, profesor universitario y defensor de los servicios de salud pública para los pobres, decidió terminar su jornada laboral asistiendo al funeral de Luis Felipe Vélez. Vélez había sido el presidente del sindicato de profesores locales y había sido asesinado esa mañana por pistoleros que iban en un Sedan Mazda mientras él entraba a su oficina. Abad fungía como el presidente del Comité de Derechos Humanos y sabía que podía ser el siguiente en la fila.
Varios días antes, otro doctor y profesor universitario, el senador Pedro Luis Valencia de la UP, también había sido asesinado. Abad organizó una marcha para protestar por la muerte de Valencia y escribió en su columna de opinión que los paramilitares estaban detrás de los asesinatos. El 24 de agosto una estación de radio con tactó a Abad –quien también estaba postulado para convertirse en el principal candidato del Partido Liberal– para decirle que su nombre había aparecido en una lista anónima de personas que iban a ser asesinadas –la lista lo describía como un “médico auxiliador de guerrilleros, falso demócrata, peligroso… Idiota útil” del Partido Comunista.
Pero las noticias del día siguiente sobre el asesinato de Vélez lo enfurecieron mucho y cuando esa noche una mujer que nunca había visto antes entró a su oficina y lo instó a atender al velorio, decidió asistir. Fue con el doctor Leonardo Betancur, otro miembro del comité y uno de los estudiantes favoritos de Abad. Mientras saludaban a otros dolientes en la entrada de las oficinas del sindicato –el mismo lugar en el que el líder sindical había sido abaleado– un par de jóvenes saltaron de una motocicleta.
Antes de que alguien reaccionara, uno de ellos le disparó a Abad, primero en el pecho, varias veces en la cabeza, luego en el cuello y de nuevo en el pecho para rematar. El otro persiguió a Leonardo Betancur hasta el edificio del sindicato donde también lo remató. Por esa época los miembros del Comité Permanente para los Derechos Humanos no sabían con certeza quiénes eran los paramilitares.
Como recordaría Carlos Gaviria, otro cofundador del comité en Antioquia y –décadas después– magistrado de la Corte Constitucional: “Sabíamos que en torno a los militares había un grupo de extrema derecha que hacía una labor de ‘limpieza’, en el sentido que todo el mundo que no compartía era una persona de izquierda. Héctor (Abad) era un liberal doctrinario, incapaz de tener un arma… Y, sin embargo, (para la extrema derecha), cualquiera que no estuviera de acuerdo era un enemigo que debía ser destruido”.
La muerte de Abad fue solo el principio. En diciembre, el sucesor de Abad como presidente del comité, Luis Fernando Vélez, fue secuestrado, torturado y también asesinado. Otro antiguo miembro del comité, Carlos Gónima, fue asesinado a tiros en febrero de 1988. Los asesinatos crearon un gran éxodo en el comité. Algunos de los que se retiraron, como Carlos Gaviria, dejaron el país por amenazas. Otros simplemente renunciaron. Había “un temor generalizado grande, porque el comité era ya tenido como un fortín comunista en ese ambiente”, diría Gaviria tiempo después.
Pero Valle, entonces con cuarenta y cuatro años, se rehusó a partir. Estaba en duelo y muy acongojado –lo que era evidente para su familia por cuenta de su silencio pétreo– pero también se rehusaba a dejarse acobardar. El grupo decidió no nombrar un nuevo presidente de tal manera que no tuvieran otra cabeza que se convirtiera en un blanco visible, pero en la práctica Valle tomó el liderazgo del comité.
***
A mediados de la década de 1990 las cosas volvieron a virar para mal. Valle comenzó a oír reportes que decían que en regiones rurales remotas, incluida su amada Ituango, grupos de hombres armados estaban matando campesinos. A diferencia de los asesinos anónimos de mediados de 1980 que cometían asesinatos de gente con perfiles altos que elegían como blancos, estos grupos de paramilitares se parecían más a pequeños ejércitos. En Antioquia se vestían con frecuencia de camuflado y se presentaban como miembros de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, o ACCU, del occidente antioqueño. Parecían decididos a cometer asesinatos muy visibles y espantosos, con frecuencia de tenderos y conductores de bus, a quienes acusaban de ayudar a las guerrillas. Pero también se estaban tomando la tierra, reemplazando oficiales locales con su propia gente y en efecto asegurando su control sobre toda la región. Y parecía que nadie los estuviera deteniendo.
Uribe respondió a la carta de Valle del 20 de noviembre de 1996 mediante una reunión con él y otros colegas el lunes 9 de diciembre. En la reunión Valle describió de nuevo sus preocupaciones acerca del aumento en la violencia por parte de los paramilitares y de los miembros de las fuerzas de seguridad de la región. Entre otros ejemplos anotó que el ejército no había hecho nada por detener a los paramilitares fuertemente armados cuando pasaron por una base del ejército en la capital municipal de Ituango en su paso por el único camino que lleva a La Granja.
De acuerdo con una de las personas que presenció los hechos, Uribe parecía intranquilo y se levantó de la mesa de reuniones y se dirigió a la oficina de al lado donde cogió el teléfono. Acertaron a escucharle decir que Valle estaba haciendo “falsas imputaciones” cuando decía que había una conivencia entre el estado y los paramilitares y que él consideraba que ameritaban una demanda por calumnia. Entonces Uribe miró a Valle y le preguntó si quería ir voluntariamente a repetir sus denuncias al día siguiente ante el general Alfonso Manosalva, comandante de la Cuarta Brigada del ejército, con sede en Medellín.
Valle aceptó con calma –luego le diría a sus amigos que no le importaba si era acusado por calumnia, pues esto le daría la oportunidad de presentar sus pruebas ante la corte. Luego continuó hablando con el gobernador, informándole que sabía dónde habían cavado sus fosas comunes los paramilitares para enterrar a las víctimas. Uribe hizo de inmediato los arreglos para que Valle pudiera viajar por helicóptero a Ituango con varios funcionarios para mostrarles dónde estaban esas fosas. Pero en la mañana del sábado siguiente, el día concertado para la expedición, Valle recibió una llamada antes de las 5 de la mañana: quien lo llamaba le informaba que no podía ir en el helicóptero, pues estaba lleno y no había más cupo para él. Consideró ir conduciendo, pero pronto abandonó la idea: el viaje le habría tomado siete horas por tierra y para cuando llegara al lugar el comité ya se habría ido.
Pocos meses después de que Valle le hubiera escrito por primera vez a Uribe acerca de las actividades paramilitares en Ituango, tuvo lugar otro ataque en la región que ofreció nuevas pruebas. El ejército reportó que el 7 de julio de 1997 la guerrilla de las FARC había atacado uno de los buses rurales con colores vivos, conocidos como chivas, en uno de los caminos que llevan a Ituango y que habían matado a un soldado y herido a otro. Al mismo tiempo, reportaron los medios, varios individuos fueron admitidos en un centro de salud cercano con heridas similares, aunque el ejército negó que estuvieran relacionados con el ataque.
Unos días después Valle anunció que el ejército estaba mintiendo: los heridos adicionales eran de hecho paramilitares que se encontraban en la chiva con los militares. Solo el conductor, dijo Valle, era un civil, y era un residente bien conocido del área –el ejército lo había forzado a conducir y entonces se encontraba gravemente herido. “Eso demuestra la convivencia (entre el ejército y los paramilitares) que estoy denunciando hace casi un año y que no han querido creer el gobernador de Antioquia y el comandante de la Cuarta Brigada”, dijo. “La población civil”, añadió en un noticiero de televisión, “está indefensa”. Desde septiembre de 1996, acusó, más de 150 personas de Ituango han sido asesinadas. Entre ellas se incluían la mayoría de los tenderos de los pueblos –a quienes los paramilitares acusaban de alimentar a las FARC. Un grupo paramilitar estaba operando en el centro de Ituango y el ejército y la policía lo sabían.
Valle subrayó que estaba hablando sobre la base de información sólida y porque no tenía elección –había ido a todas las oficinas gubernamentales que pudo pensar para rogarles que protegieran a la población civil, pero no recibió respuesta alguna. “No me mueven odios contra el Gobernador o el comandante de la Cuarta Brigada… no tengo intereses políticos,” dijo. “Lo hago porque ese es mi pueblo y no quiero que siga sufriendo. Lo hago porque han muerto muchos paisanos, de manera injusta, en plena plaza pública y todos en silencio. Porque hay que decir la verdad, cueste lo que cueste”.
Los cargos explosivos de Valle le sacaron una rápida respuesta al comandante de cara blanda y ojos caídos de la Cuarta Brigada, Carlos Alberto Ospina, quien secamente dijo que esto eran falsos alegatos pues todas las personas que iban en el vehículo pertenecían al ejército. Uribe respaldó a Ospina: “Los informes del doctor Jesús María Valle no coinciden con los dados que ha dado la Brigada ni con los que ha dado la policía… Como gobernador tengo que apoyar a la fuerza pública, darle crédito, salvo que un juez de la República, con base en fundamento probatorio, diga lo contrario”. Un joven mayor del ejército presentó una demanda civil por calumnia en contra de Valle en nombre de la Cuarta Brigada.
Unos pocos días después Uribe fue más allá y acusó a Valle de ser “enemigo de las Fuerzas Armadas”, según la abogada María Victoria Fallon. De acuerdo con uno de los consejeros de Uribe, José Obdulio Gaviria, Uribe creía que las declaraciones de Valle eran inapropiadas, pues tales cargos debían ser llevados a la fiscalía general y al sistema militar de justicia. Pero dado el historial de asesinatos de personas que eran tomadas por enemigos del ejército, los amigos de Valle vieron las declaraciones de Uribe como una amenaza velada. Sus conocidos comenzaron a evitarlo y en ocasiones cruzaban la calle por temor a ser vistos con él.
* Se publica con autorización del Grupo Editorial Planeta.
“En los dos últimos meses han venido ocurriendo hechos sangrientos en el municipio de Ituango”, comienza Jesús María Valle su carta dirigida a Álvaro Uribe, en ese entonces gobernador del departamento colombiano de Antioquia, mientras su hermana y recepcionista, Nelly, les pega a las teclas de su gastada máquina de escribir Olivetti. “Numerosas personas han sido asesinadas y desaparecidas, sin que intervenga, en defensa de la ciudadanía, ni el Ejército, ni la Policía, ni la Fiscalía, ni ningún organismo de control oficial”.
Valle se ha venido sintiendo cada vez más alarmado con la situación en Ituango, un remoto municipio rural en el norte de Antioquia, donde pasó su infancia trabajando la tierra junto a su padre. El ahora reconocido abogado y activista nunca ha olvidado sus raíces humildes y ha representado a la región como concejal por más de una década. En muchos fines de semana, tras cinco días en los que ha dado clases como profesor de Derecho, ido a la corte, dado discursos y redactado innumerables cartas, Valle se ha quitado su traje y su cor bata y se ha trepado a un bus o ha conducido los 200 kilómetros de carreteras destapadas montañosas que separan a la activa Medellín de Ituango. (Recomendamos: Lluvias dificultan asistencia humanitaria en Ituango).
Deambulará por los pueblecitos de la región conversando con la gente que ha vivido allí desde que él era pequeño, o le ofrecerá regalitos a los niños que juegan en los caminos entre las casas. Hace poco, sus electores, en su mayoría campesinos muy pobres, le han estado contando historias acerca de grupos de hombres armados con uniformes militares camuflados a quienes llaman paramilitares, que caminan descaradamente por sus tierras, los amenazan e incluso matan gente. Los paramilitares dicen estar peleando contra los grupos guerrilleros de izquierda, pero por lo que Valle ha estado escuchando, sus víctimas, por lo general, se encuentran entre los miembros de la comunidad a quienes los paramilitares acusan de ayudar a las guerrillas de una forma u otra, tal es el caso de ciertos tenderos que tal vez les han vendido comida.
Valle ha oído que los paramilitares trabajan hombro a hombro con los militares y la policía de Ituango. De hecho, dicen que docenas de ellos están acampando afuera del perímetro de la capital municipal de Ituango, muy cerca de donde está el cuartel del batallón Girardot, parte de la Cuarta Brigada del ejército. Un ataque particularmente violento tuvo lugar el 11 de junio de 1996, cuando cerca de dos docenas de tropas paramilitares a bordo de un par de camiones grandes descendieron al diminuto pueblo de La Granja en Ituango, donde asesinaron a una fila de lugareños –un obrero de la construcción, un campesino con discapacidad mental, una ama de casa y el coordinador de un centro de capacitación técnica. Valle oyó hablar de la masacre poco tiempo después, pues La Granja era el lugar donde había nacido y era cercano a muchos de sus habitantes. Pronto supo que el día anterior a la masacre el batallón Girardot había ordenado, sin explicación, a la mayoría de las unidades que operaban en el área, que se reubicaran, de esta manera dándole rienda suelta a los paramilitares.
Miles huyeron aterrorizados de la región. Entonces Valle estaba haciendo sonar todas las alarmas. Tenía pocas esperanzas de que el gobernador Uribe o el ejército respondieran: durante años había escuchado historias y visto evidencias que indicaban que ciertos sectores del ejército colombiano estaban confabulados con grupos paramilitares. Y Valle no confiaba en Uribe, un abogado joven, rígido y muy inteligente, de una influyente familia antioqueña, quien se vendía como un progresista, pero que parecía tener una fijación casi exclusiva con la persecución de las guerrillas, lo cual se traducía en un apoyo incondicional al ejército.
Valle temía que algunas de las políticas que Uribe respaldaba –como la de armar a los civiles– permitirían la ayuda encubierta a los paramilitares. De todas maneras, Valle sabía que la única esperanza para la población de Ituango era que las autoridades hicieran su aparición y la protegieran. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su poder para que ocurriera. Eso incluía escribir un número de documentos que demostraran que las autoridades estaban al tanto del derramamiento de sangre, lo que les dificultaría ignorar sus obligaciones. (Más: La magnitud del desplazamiento forzado en Ituango).
Al igual que otras cartas que Valle envió a los oficiales ese año y el siguiente, esa misiva del 20 de noviembre de 1996 y dirigida a Uribe era un grito de ayuda: “La situación de angustia que vive la población, en especial niños, mujeres y ancianos, me constriñen a solicitarle, muy comedidamente, su inmediata intervención para que se proteja la vida de población civil indefensa”.
La mayoría de colombianos le prestaron poca atención a lo que ocurría en Ituango –una región montañosa que, al igual que gran parte de la Colombia rural, estaba a duras penas conectada por carreteras con el resto del país. Algunas partes de Ituango son por completo inaccesibles a menos que sea mediante botes, caminos de herradura o en mula. Casi todos sus residentes eran campesinos que no tenían teléfonos en sus casas. Algunos no tenían siquiera electricidad. Muchos no terminaron el colegio. Un número de sus habitantes eran indígenas Catíos o Emberás. Pocos habían emigrado allí provenientes de otros lugares y era muy raro que la gente de Ituango se aventurara lejos de casa.
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Para mediados de la década de 1980 Valle se había convertido en un abogado respetado de Medellín, en un profesor de ética y en uno de los miembros fundadores del Comité Permanente de Derechos Humanos de Antioquia, una agrupación voluntaria de abogados, doctores, académicos y otros tantos que se preocupaban por las injusticias sociales que los rodeaban. Valle había tenido su parte en política cuando sirvió como concejal por el Partido Conservador, pero se había asqueado con la corrupción que observó allí, por lo que había renunciado. La comunidad de derechos humanos, con su foco en los cambios sociales pacíficos, establecida sobre la base de principios universales más que en una ideología, se acoplaba mejor a sus intenciones.
Pero era una época de muchos retos para los activistas de los derechos humanos: como pronto se enteró Valle, los miembros de la UP no eran los únicos blancos de los paramilitares. En esos años cualquiera que fuera visto como cercano a la izquierda política o como una amenaza para los intereses de los militares o del establecimiento económico –incluidos los sindicalistas y los líderes comunales, al igual que los activistas sociales– estaba coqueteando con la muerte.
El 25 de agosto de 1987 el querido amigo de Valle, Héctor Abad, un reconocido médico, profesor universitario y defensor de los servicios de salud pública para los pobres, decidió terminar su jornada laboral asistiendo al funeral de Luis Felipe Vélez. Vélez había sido el presidente del sindicato de profesores locales y había sido asesinado esa mañana por pistoleros que iban en un Sedan Mazda mientras él entraba a su oficina. Abad fungía como el presidente del Comité de Derechos Humanos y sabía que podía ser el siguiente en la fila.
Varios días antes, otro doctor y profesor universitario, el senador Pedro Luis Valencia de la UP, también había sido asesinado. Abad organizó una marcha para protestar por la muerte de Valencia y escribió en su columna de opinión que los paramilitares estaban detrás de los asesinatos. El 24 de agosto una estación de radio con tactó a Abad –quien también estaba postulado para convertirse en el principal candidato del Partido Liberal– para decirle que su nombre había aparecido en una lista anónima de personas que iban a ser asesinadas –la lista lo describía como un “médico auxiliador de guerrilleros, falso demócrata, peligroso… Idiota útil” del Partido Comunista.
Pero las noticias del día siguiente sobre el asesinato de Vélez lo enfurecieron mucho y cuando esa noche una mujer que nunca había visto antes entró a su oficina y lo instó a atender al velorio, decidió asistir. Fue con el doctor Leonardo Betancur, otro miembro del comité y uno de los estudiantes favoritos de Abad. Mientras saludaban a otros dolientes en la entrada de las oficinas del sindicato –el mismo lugar en el que el líder sindical había sido abaleado– un par de jóvenes saltaron de una motocicleta.
Antes de que alguien reaccionara, uno de ellos le disparó a Abad, primero en el pecho, varias veces en la cabeza, luego en el cuello y de nuevo en el pecho para rematar. El otro persiguió a Leonardo Betancur hasta el edificio del sindicato donde también lo remató. Por esa época los miembros del Comité Permanente para los Derechos Humanos no sabían con certeza quiénes eran los paramilitares.
Como recordaría Carlos Gaviria, otro cofundador del comité en Antioquia y –décadas después– magistrado de la Corte Constitucional: “Sabíamos que en torno a los militares había un grupo de extrema derecha que hacía una labor de ‘limpieza’, en el sentido que todo el mundo que no compartía era una persona de izquierda. Héctor (Abad) era un liberal doctrinario, incapaz de tener un arma… Y, sin embargo, (para la extrema derecha), cualquiera que no estuviera de acuerdo era un enemigo que debía ser destruido”.
La muerte de Abad fue solo el principio. En diciembre, el sucesor de Abad como presidente del comité, Luis Fernando Vélez, fue secuestrado, torturado y también asesinado. Otro antiguo miembro del comité, Carlos Gónima, fue asesinado a tiros en febrero de 1988. Los asesinatos crearon un gran éxodo en el comité. Algunos de los que se retiraron, como Carlos Gaviria, dejaron el país por amenazas. Otros simplemente renunciaron. Había “un temor generalizado grande, porque el comité era ya tenido como un fortín comunista en ese ambiente”, diría Gaviria tiempo después.
Pero Valle, entonces con cuarenta y cuatro años, se rehusó a partir. Estaba en duelo y muy acongojado –lo que era evidente para su familia por cuenta de su silencio pétreo– pero también se rehusaba a dejarse acobardar. El grupo decidió no nombrar un nuevo presidente de tal manera que no tuvieran otra cabeza que se convirtiera en un blanco visible, pero en la práctica Valle tomó el liderazgo del comité.
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A mediados de la década de 1990 las cosas volvieron a virar para mal. Valle comenzó a oír reportes que decían que en regiones rurales remotas, incluida su amada Ituango, grupos de hombres armados estaban matando campesinos. A diferencia de los asesinos anónimos de mediados de 1980 que cometían asesinatos de gente con perfiles altos que elegían como blancos, estos grupos de paramilitares se parecían más a pequeños ejércitos. En Antioquia se vestían con frecuencia de camuflado y se presentaban como miembros de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, o ACCU, del occidente antioqueño. Parecían decididos a cometer asesinatos muy visibles y espantosos, con frecuencia de tenderos y conductores de bus, a quienes acusaban de ayudar a las guerrillas. Pero también se estaban tomando la tierra, reemplazando oficiales locales con su propia gente y en efecto asegurando su control sobre toda la región. Y parecía que nadie los estuviera deteniendo.
Uribe respondió a la carta de Valle del 20 de noviembre de 1996 mediante una reunión con él y otros colegas el lunes 9 de diciembre. En la reunión Valle describió de nuevo sus preocupaciones acerca del aumento en la violencia por parte de los paramilitares y de los miembros de las fuerzas de seguridad de la región. Entre otros ejemplos anotó que el ejército no había hecho nada por detener a los paramilitares fuertemente armados cuando pasaron por una base del ejército en la capital municipal de Ituango en su paso por el único camino que lleva a La Granja.
De acuerdo con una de las personas que presenció los hechos, Uribe parecía intranquilo y se levantó de la mesa de reuniones y se dirigió a la oficina de al lado donde cogió el teléfono. Acertaron a escucharle decir que Valle estaba haciendo “falsas imputaciones” cuando decía que había una conivencia entre el estado y los paramilitares y que él consideraba que ameritaban una demanda por calumnia. Entonces Uribe miró a Valle y le preguntó si quería ir voluntariamente a repetir sus denuncias al día siguiente ante el general Alfonso Manosalva, comandante de la Cuarta Brigada del ejército, con sede en Medellín.
Valle aceptó con calma –luego le diría a sus amigos que no le importaba si era acusado por calumnia, pues esto le daría la oportunidad de presentar sus pruebas ante la corte. Luego continuó hablando con el gobernador, informándole que sabía dónde habían cavado sus fosas comunes los paramilitares para enterrar a las víctimas. Uribe hizo de inmediato los arreglos para que Valle pudiera viajar por helicóptero a Ituango con varios funcionarios para mostrarles dónde estaban esas fosas. Pero en la mañana del sábado siguiente, el día concertado para la expedición, Valle recibió una llamada antes de las 5 de la mañana: quien lo llamaba le informaba que no podía ir en el helicóptero, pues estaba lleno y no había más cupo para él. Consideró ir conduciendo, pero pronto abandonó la idea: el viaje le habría tomado siete horas por tierra y para cuando llegara al lugar el comité ya se habría ido.
Pocos meses después de que Valle le hubiera escrito por primera vez a Uribe acerca de las actividades paramilitares en Ituango, tuvo lugar otro ataque en la región que ofreció nuevas pruebas. El ejército reportó que el 7 de julio de 1997 la guerrilla de las FARC había atacado uno de los buses rurales con colores vivos, conocidos como chivas, en uno de los caminos que llevan a Ituango y que habían matado a un soldado y herido a otro. Al mismo tiempo, reportaron los medios, varios individuos fueron admitidos en un centro de salud cercano con heridas similares, aunque el ejército negó que estuvieran relacionados con el ataque.
Unos días después Valle anunció que el ejército estaba mintiendo: los heridos adicionales eran de hecho paramilitares que se encontraban en la chiva con los militares. Solo el conductor, dijo Valle, era un civil, y era un residente bien conocido del área –el ejército lo había forzado a conducir y entonces se encontraba gravemente herido. “Eso demuestra la convivencia (entre el ejército y los paramilitares) que estoy denunciando hace casi un año y que no han querido creer el gobernador de Antioquia y el comandante de la Cuarta Brigada”, dijo. “La población civil”, añadió en un noticiero de televisión, “está indefensa”. Desde septiembre de 1996, acusó, más de 150 personas de Ituango han sido asesinadas. Entre ellas se incluían la mayoría de los tenderos de los pueblos –a quienes los paramilitares acusaban de alimentar a las FARC. Un grupo paramilitar estaba operando en el centro de Ituango y el ejército y la policía lo sabían.
Valle subrayó que estaba hablando sobre la base de información sólida y porque no tenía elección –había ido a todas las oficinas gubernamentales que pudo pensar para rogarles que protegieran a la población civil, pero no recibió respuesta alguna. “No me mueven odios contra el Gobernador o el comandante de la Cuarta Brigada… no tengo intereses políticos,” dijo. “Lo hago porque ese es mi pueblo y no quiero que siga sufriendo. Lo hago porque han muerto muchos paisanos, de manera injusta, en plena plaza pública y todos en silencio. Porque hay que decir la verdad, cueste lo que cueste”.
Los cargos explosivos de Valle le sacaron una rápida respuesta al comandante de cara blanda y ojos caídos de la Cuarta Brigada, Carlos Alberto Ospina, quien secamente dijo que esto eran falsos alegatos pues todas las personas que iban en el vehículo pertenecían al ejército. Uribe respaldó a Ospina: “Los informes del doctor Jesús María Valle no coinciden con los dados que ha dado la Brigada ni con los que ha dado la policía… Como gobernador tengo que apoyar a la fuerza pública, darle crédito, salvo que un juez de la República, con base en fundamento probatorio, diga lo contrario”. Un joven mayor del ejército presentó una demanda civil por calumnia en contra de Valle en nombre de la Cuarta Brigada.
Unos pocos días después Uribe fue más allá y acusó a Valle de ser “enemigo de las Fuerzas Armadas”, según la abogada María Victoria Fallon. De acuerdo con uno de los consejeros de Uribe, José Obdulio Gaviria, Uribe creía que las declaraciones de Valle eran inapropiadas, pues tales cargos debían ser llevados a la fiscalía general y al sistema militar de justicia. Pero dado el historial de asesinatos de personas que eran tomadas por enemigos del ejército, los amigos de Valle vieron las declaraciones de Uribe como una amenaza velada. Sus conocidos comenzaron a evitarlo y en ocasiones cruzaban la calle por temor a ser vistos con él.
* Se publica con autorización del Grupo Editorial Planeta.