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Paolo Lugari Castrillón no se levantó de su silla para hablar. En la conferencia, mientras los otros expositores mostraron diapositivas, cifras y estrategias, Paolo, que llegó tarde, prefirió sentarse. ¿El material? Está en internet, bien lo pueden consultar allí. No mostró diapositivas, nada. No utilizó el micrófono. “Yo hablo duro”. Sólo sonó la voz fuerte de un hombre alto, de barba blanca y pelo escaso, que sembró 8.000 hectáreas de pinos en el Vichada, buscó fuentes alternativas de energía y creó una comunidad sostenible, autárquica, llamada Gaviotas. Lugari discutió como recitando, como si la conversación fuera su acto más natural.
—Nuestro primer esfuerzo —dijo— fue desaprender.
“Una especie de Robinson Crusoe”
A finales de los años sesenta, Paolo Lugari vivía con sus padres en Bogotá. Su educación no fue tradicional: tuvo tutores y presentó exámenes, pero nunca estuvo en un aula, día a día, copiando lo que le dictaban. Su padre, Mariano, un franco-italiano que sabía nueve idiomas, lo llevaba a explorar nuevas tierras. Y él, que nació en Italia, pero desde muy pequeño llegó a Popayán, lo acompañaba y aprendía de sus conversaciones.
Un día de 1967, o 1968, cuando caminaba por la avenida Chile de Bogotá, encontró a un amigo que venía del Vichada y hablaron sobre las maravillas de la sabana de Los Llanos. Aunque Lugari planeaba un viaje al Chocó, se fue para el Vichada con su hermano y su padre. Cruzaron los ríos en balsas —que no eran más que trozos de canecas y tablas casadas con rejo grueso— guiados por baquianos y con salvavidas. Como no había gasolina suficiente para el regreso, los Lugari tuvieron que quedarse. Esa noche, mientras descansaban en unas hamacas, dos gaviotas se posaron debajo de ellos.
Paolo Lugari volvió a Bogotá y meses después conformó el fondo de la fundación que recibió aportes de algunos parientes, y en el que invirtió buena parte de lo que ganaba trabajando en los estudios del canal interoceánico en el Chocó. Como sus padres aún lo sostenían, el dinero que entraba a las arcas de Lugari iba para la fundación.
En 1971 llegó a los terrenos baldíos del Vichada, tomó esa tierra de nadie y, en esa planicie de carreteras transitables en verano y barrosas cuando venían las lluvias, estableció el Centro Experimental Las Gaviotas. Su padre lo apoyó, entusiasmado. Otros le decían que todo aquello estaba fuera de orden. Que dejara de delirar. El hecho es que, al poco tiempo, comenzó la construcción de varias viviendas, un puesto de salud, una escuela. En principio, formaban pozos para tomar el agua, traían la comida de otros lugares y con la batería de su jeep Nissan prendían un par de bombillos.
— Empezamos —cuenta—, después de muchos fracasos y errores, a hacer tecnologías apropiadas a ese entorno. Apropiado no es hacer canasticos, es hacer una investigación adaptada al entorno, que no lo destruya y que genere recursos.
Entonces fabricaron molinos de viento, una turbina hidráulica de 30 kilovatios y bombas manuales para obtener agua. Un grupo de habitantes se trasladó al lugar y sentó allí su residencia. Gaviotas vendía sus proyectos y se sostenía de ese modo. Mientras en Colombia pocos hablaban de las energías renovables, el proyecto de Lugari tenía el foco puesto en crear, en medio de una llanura abandonada, una comunidad sostenible.
— En esa época yo era una especie de Robinson Crusoe.
“Crear un orden del caos”
A pesar de que en Colombia la Ley 697 de 2001 obliga a implementar políticas para el cuidado del ambiente, aún se sigue consumiendo carbón (17%) y petróleo (34%), grandes contaminantes, en el transporte y la electricidad. Las fuentes alternativas —que provienen, por ejemplo, del viento, el calor y la tierra— ocupan sólo el 4%. Treinta años atrás, Lugari ya buscaba fuentes de energía que no afectaran la atmósfera.
Antes de sembrar un bosque de pino tropical, los primeros proyectos de Gaviotas fueron sobre energía alternativa. Por ejemplo, a principios de los ochenta instaló 5.000 calentadores solares de agua en Ciudad Tunal, Bogotá. Otros calentadores están enclavados en los techos de varias urbanizaciones de esta ciudad (Niza VIII, Sauzalito) y en la Villa de Aburrá, en Medellín.
Ingenieros, estudiantes y personas sin ningún grado de estudio fueron, de a poco, llenando las viviendas de Gaviotas. A partir de varias conversaciones, en las que un hombre grande y de voz gruesa, Paolo Lugari, escuchaba a los demás, construyeron una central eléctrica de 150 kilovatios, que toma su energía de lo que sobra cuando podan el bosque, y una cocina solar. Dos turbinas hidroeléctricas de 2 y 30 kilovatios, con pequeñas caídas de agua, dan electricidad a algunas viviendas del lugar. También plantaron 15 hectáreas de palma africana, que ahora son la materia prima del aceite de cocina. Todo aquello —“crear un caos del orden”, diría él— fue difícil.
—Pero a mí me encantan las dificultades —dice desde su oficina—. Las dificultades me hacen dar vida.
Una vez alguien le dijo que el mundo de Gabriel García Márquez en Cien años de soledad había sido de ensueño, mágico. “Pero es que tú lo hiciste realidad. ¡Y eso es mucho más jodido!”.
Reforestar una tierra infértil
El dinero que ganaban por las ventas de calentadores solares y molinos, Lugari decidió invertirlo en la siembra de unos pinos que encontró mientras sobrevolaba la selva tropical de la Mosquitia, en Nicaragua. No dieron fruto. Luego los combinó con hongos para que éstos sirvieran como fertilizantes, y el resultado fue un bosque de 8.000 hectáreas que creció lentamente. El asentamiento de los pinos dejó nacer más de 250 especies vegetales a su sombra.
Los pinos tropicales, gracias a su resina, producen colofonia, utilizada en adhesivos y barnices, y trementina, un disolvente de pinturas. Estos productos conforman el principal ingreso de Gaviotas. Además, del jugo de los pinos, luego de un proceso físico, extraen el biocombustible que alimenta a las plantas eléctricas y los tractores que transitan por la comunidad.
— Con el pretexto de dar combustible —dice, resumiendo su tesis— estás recuperando la piel de la tierra, que es la que mantiene los elementos que hacen posible la vida.
Esa tierra infértil —o que otros creían infértil—, en el centro de Los Llanos, se convirtió en la matriz de una comunidad donde trabajan, viven, comen y se educan 200 personas.
Mil acciones espontáneas
Lugari, de 67 años, en su oficina en Bogotá —donde hay una pequeña muestra de lo que es Gaviotas en el Vichada— se ocupa de la distribución de los productos. Además, va con frecuencia a la comunidad para discutir los nuevos planes.
Gaviotas, entre tanto, continúa inventando: ahora quieren que el combustible que extraen de los pinos sea usado tanto en motores diésel como de gasolina. “Lo importante es —aclara— que sea sustentable”. Que sea, además, producto de un trabajo colectivo.
— Mil acciones espontáneas —afirma, siempre sonriente— hacen más que un decreto.
Gaviotas no es sólo un ensueño ecológico: para Lugari se ha convertido en una filosofía. Por eso dice que la educación convencional es reduccionista y que el suyo es un proyecto de enseñanza alternativo. Dice que no existe una crisis de energía, sino de imaginación. Dice que Gaviotas es una unión de disciplinas e indisciplinas. Que muchos ven la parte, pero no el todo. Que lo único permanente es el cambio. Que no es humilde, pero tampoco quiere ser famoso por pura comodidad. Que no volvería a Europa porque se deprime, porque él es, en últimas, un “tropicalista”. Que no ha existido proyecto más difícil que Gaviotas. Que por su dificultad es que se unta de barro hasta los codos.
Por eso Lugari dice:
— Es que a mí me gusta es comer mierda.
Y ríe, estruendoso.