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Impotencia. Esa es la sensación que se percibe en Carlos del Cairo y en María Catalina García, dos de los siete arqueólogos buzos con que cuenta Colombia.
En su biblioteca de historias de aventuras subacuáticas, estos especialistas en el estudio de naufragios de galeones tienen un lugar especial para los libros de piratas. Con cierta nostalgia observan un grabado que representa la defensa de Cartagena de Indias el 19 de abril de 1741, cuando 186 barcos y más de 14.000 hombres de la flota inglesa quisieron apoderarse del puerto, pero fueron contenidos por siete navíos y 1.774 combatientes de la marina española.
Los dos no han cumplido 30 años, pero se sienten partícipes de aquel episodio, de una intensidad comparable al relato teatral de Shakespeare en La tempestad, inspirado en la colonización británica a Norteamérica. Próspero, el duque protagonista cuyo barco acaba de zozobrar, anuncia: “Sécate los ojos; no sufras. La terrible escena del naufragio, que ha tocado tus fibras compasivas, la dispuse midiendo mi arte de tal modo que no hubiera peligro para nadie, ni llegasen a perder ningún cabello los hombres que en el barco oías gritar y viste hundirse. Siéntate, pues has de saber más...”. Épicas resultaron también las batallas navales producto de la codicia de las potencias europeas saqueando los tesoros del Nuevo Mundo. En aguas colombianas se fueron a pique 1.050 embarcaciones, la mayoría cargadas con riquezas para los reyes y sobrecargadas de contrabando de joyas para los ambiciosos navegantes.
Carlos y Catalina lideraron el equipo que descubrió los restos de El Conquistador, uno de los navíos del teniente general español Blas de Lezo que hicieron frente a la avanzada británica, al mando del almirante Edward Vernon. Reposan a veinte metros de profundidad, frente al Club Naval, en la bahía interna de Cartagena. Los turistas la recorren a diario sin conocer que a pocos metros de la playa está el rastro salino de la época colonial. Esas aguas no son muy frecuentadas por bañistas, porque allí desembocan las aguas negras del Canal del Dique.
Durante cuatro meses estos arqueólogos, con el apoyo de la Escuela Naval de la Armada donde se formaron como buzos en 2001, levantaron un mapa del hallazgo y estudiaron restos de madera, metal, cañones y cerámicas. No encontraron oro, pero sí una riqueza histórica que les sirvió para documentar el libro Historias sumergidas, hacia la protección del patrimonio cultural subacuático en Latinoamérica, editado en 2006 por la Universidad Externado de Colombia.
Desde entonces no han vuelto a explorar en aguas colombianas, porque la Dirección Marítima de la Armada Nacional suspendió de manera indefinida los permisos hasta tanto el Congreso y el Gobierno reglamenten los procedimientos científicos para “sacar a flote” los secretos del fondo del mar.
Les tocó irse a trabajar en proyectos similares en República Dominicana, Estados Unidos, Portugal, incluso Sri Lanka. Cuando están en Colombia, en una casa del sector de La Candelaria en el centro de Bogotá, añoran esas profundidades inexploradas desde la sede de Terra Firme, la fundación que crearon para dedicar su vida a la arqueología submarina. Su obsesión es tal que el Ministerio de Cultura los escogió para activar una campaña de concientización cultural de los habitantes y pescadores de los pueblos de la Costa Atlántica, donde el mercado negro de objetos náufragos se ha vuelto una tradición.
Por diferentes razones, a estos investigadores y a cazatesoros de fama mundial como el norteamericano Robert Marx los trasnocha el caso más simbólico de la historia de los galeones hundidos en el Mar Caribe: el del San José. Hoy hace 300 años, navegaba hacia España cuando fue atacado por los ingleses y hundido en inmediaciones de las Islas del Rosario. Iba repleto de oro, esmeraldas y plata con destino a los Reyes Católicos.
Gabriel García Márquez investigó el hecho para su novela El amor en los tiempos del cólera, en la que describe así lo que ocurría entonces en Cartagena: “Varias veces al año se concentraban en la bahía las flotas de galeones cargados con los caudales de Potosí, de Quito, de Veracruz, y la ciudad vivía entonces los que fueron sus años de gloria. El viernes 8 de junio de 1708, a las cuatro de la tarde, el galeón San José, que acababa de zarpar para Cádiz con un cargamento de piedras y metales preciosos por medio millón de millones de pesos de la época, fue hundido por una escuadra inglesa...”.
Batalla de poderosos
La historia permaneció casi en el olvido hasta 1982 cuando, durante el gobierno de Belisario Betancur, se desató una puja internacional entre compañías de cazafortunas interesadas en localizar una carga que se convirtió en leyenda. Según los archivos de ese año que reposan en el Congreso Nacional, “el valor del tesoro es de 10.000 millones de dólares, tal la conclusión de los investigadores: el más grande tesoro en la historia de la humanidad”. Noticia mundial. El 9 de abril de 1986 el rey Carlos Gustavo de Suecia le escribió al presidente Betancur pidiéndole que tuviera en cuenta a los empresarios de su país. Se ofrecieron hasta los tripulantes del submarino fracés Nautile, famoso porque había localizado el Titanic a casi 4.000 metros de profundidad en el Atlántico Norte y que, de casualidad, iban de paso hacia Panamá.
La empresa que tomó la delantera, por haber denunciado primero la posible localización del San José, fue la Glocca Morra Company, a base de barridos de sonar, por lo que la Dimar le reconoció los derechos de exploración. Tres años después se los cedió a la norteamericana Sea Search Armada, que decidió demandar al Estado colombiano luego de que el gobierno de Betancur decretara que sólo tenía derecho al 5 por ciento y no a la mitad. La presión era tan intensa que el ex presidente advirtió “la necesidad de impedir a toda costa que la celebración del contrato dé lugar al pago de sobornos, comisiones generales y cualquier otro género de corrupción”.
El litigio pasó por el Juzgado Décimo de Barranquilla, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, la Corte Constitucional y se cerró apenas en julio del año pasado, cuando la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia falló una demanda interpuesta por Sea Search Armada. Dejó en claro que todo lo que se denomine patrimonio cultural sumergido en nuestras aguas territoriales es propiedad única de Colombia y lo que implique tesoro con valor económico debe ser valorado y repartido por mitades entre la compañía exploradora y el Estado colombiano. Entre los magistrados hubo un salvamento de voto de Edgardo Villamil, quien consideró que la totalidad de los bienes que se hundieron con el San José son de la Nación.
Sin embargo, ha pasado casi un año y este domingo, en el aniversario 300 del hundimiento, el tema del galeón San José sigue siendo un misterio por resolver. ¿Por qué? Ni el Congreso ni el Gobierno se han puesto de acuerdo en el marco reglamentario que permitirá a antropólogos y cazafortunas localizarlo y acabar con la incertidumbre.
La causa, según el senador Jairo Clopatofsky, radica en los intereses económicos y políticos que se mueven detrás. Hace tres años presentó un proyecto de ley para concretar las normas a las que unos y otros deben ceñirse para salvaguardar el patrimonio sumergido y lo único que encontró entre sus colegas fue talanqueras hasta que archivaron su propuesta. “Eso quedó en nada. Finalmente no se lograron acuerdos entre los congresistas y los explotadores de ese negocio, porque es un negocio”.
En un documento de la Auditoría General de la República sobre ese proyecto de ley se admite que en tales discusiones se hizo evidente “la alta capacidad de lobby de potenciales rescatistas privados”.
El parlamentario le dijo a El Espectador que “lo más grave es que no se sabe a ciencia cierta si eso se lo han venido robando y por eso el Gobierno tiene que tomar una posición inmediata frente al caso, antes de que se pierda del todo ese gran patrimonio”. Aspira a despejar dudas este martes durante una citación a la Comisión Segunda de la ministra de Cultura, Paula Moreno.
Por ahora, la versión oficial la entregó el subdirector científico del Instituto de Antropología e Historia, Carlo Emilio Piazzini. “El Instituto apoya las campañas del Ministerio de Cultura que buscan en el largo plazo el convencimiento de las comunidades para que dejen atrás ese imaginario del tesoro, que conduce a los saqueos, y al tiempo sigue fortaleciendo una política de protección del patrimonio subacuático, en términos de su valor cultural y científico, no en cuanto a su valor económico”.
La posición de Piazzini, como la de los antropólogos buzos, coincide en que la mejor decisión, ateniéndose a las normas de la Unesco, es ubicar al San José, formalizar la zona como patrimonio único y dejarla tal y como se encuentre, sin intervención humana distinta a la de la observación y la investigación.
En Nueva Escocia, Canadá, los restos de El Célebre, nave francesa de 1758, se convirtió en un parque turístico protegido in situ porque en la mayoría de casos los elementos que se extraen del océano terminan por desintegrarse en tierra por el efecto del cambio de ambiente. Por eso, reconoce que “es necesario desarrollar mejor los instrumentos legislativos y técnicos sobre la materia”. Las implicaciones políticas son incluso internacionales porque, por ejemplo, España libra una batalla jurídica en Estados Unidos en busca de derechos culturales y patrimoniales sobre un galeón descubierto en el Atlántico por la Odyssey Marine Exploration. Expertos como Daniel de Narváez Mcallister no descartan que la Corona reclame derechos sobre los galeones que estén en nuestro mar territorial, porque allí ya ha ganó pleitos en los casos de los galeones La Galga y El Juno, escudada en los acuerdos de la Unesco.
¿Hubo saqueo?
Aunque el Instituto no tiene información sobre el presunto saqueo, se habla de piratas internacionales, armados con tecnología de punta, que habrían intervenido al San José. Cazatesoros tan famosos como el estadounidense Robert Marx hicieron públicas sus aspiraciones frente al galeón. Se presentó ante la Corte Constitucional en junio de 2003, manifestó estar capacitado para el rescate a partir de su experiencia de medio siglo en naufragios en 62 países del mundo y defendió el derecho a reclamar el 50 por ciento del tesoro. No se volvió a tener noticia de este personaje.
Otro “pirata” moderno es el italiano Claudio Bonifacio, quien acaba de publicar el libro Galeones con tesoros. ¿Dónde están hundidos? ¿Qué llevaban? Basado en el Archivo General de Indias, asegura que en cercanías a Cartagena hay un cementerio de naufragios.
Otra teoría es la que sostiene que nadie ha establecido el lugar exacto en que está el navío. A mediados de los 80, varias empresas internacionales exhibieron mapas, curvas de rastreo oceánico, supuestas imágenes de su estructura y hasta aseguraron que se había convertido en un banco coralino recostado sobre un canto de la plataforma continental. Se suman testimonios de pescadores y turistas buceadores que dicen haber visto algo parecido a un naufragio, sin que exista una prueba definitiva.
Mientras la Sea Search aseguró haber establecido las coordenadas del hundimiento, la Columbus America descartó que ese fuera el lugar. Un trozo de madera que se aportó como prueba no dio positivo en la prueba de carbono 14. En 2001 el científico Mike Costin, a partir de su trabajo en el submarino Piccard, dijo en Cartagena que hay restos de un galeón en el área (ver mapa), pero advirtió que pueden ser del Santa Teresa, hundido en 1861, y no del San José. En 2003, Villegas Editores publicó el libro El galeón perdido. ¿Dónde está el San José?, escrito por el ex ministro Jorge Bendeck, en el que se concluye que el naufragio no ha sido ubicado y recomienda basarse en los mapas ingleses que hoy publicamos.
El debate jurídico llevó 25 años en resolverse. Falta ver cuántos más requerirá el debate político, que se abrió en el Congreso en 1988 para revisar las actuaciones de los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco y que lo único que hizo fue acabar de enredar el tema.
Mientras esta semana el Senado lo retoma, los arqueólogos subacuáticos siguen concentrados en su campaña sociológica que ha dado resultados concretos en lugares como la isla de Tierrabomba. Allí, 3.000 de sus habitantes han asistido a cursos sobre especies náufragas y se recolectaron partes de barcos de los siglos XVIII y XIX, saqueados con fines comerciales. Con tres cañones de bronce y otros elementos recuperados por la Dijín de la Policía y por la propia comunidad, en noviembre de este año aspiran a inaugurar un museo del mar. También acaban de lanzar cartillas en las que a partir de testimonios y dibujos de los niños caribeños se invita a pobladores y a funcionarios a denunciar a quienes siguen extrayendo del fondo del mar monedas de plata de ocho reales y cañones que son vendidos a turistas o que se pueden ver como adornos en las entradas de muchas fincas costeras.
Cuando la Dimar (el director, almirante Jairo Peña, no respondió las llamadas de este diario) les permita volver a sumergirse en el pasado marítimo, Carlos del Cairo y Catalina García aspiran a elaborar un mapa completo de todos los naufragios, a partir del cual se pueda reconstruir con mayor certeza la historia del descubrimiento y la colonización de este continente.
Por su parte, un grupo de ciudadanos, en cabeza del experto en derecho internacional de la Universidad Nacional Antonio José Rengifo, interpusieron una acción popular para que la justicia contencioso administrativa les conceda la razón de que tales bienes pertenecen exclusivamente a la Nación.
En La tempestad de Shakespeare, el naufragio, los intereses personales, el odio y las venganzas son superados por Próspero hasta un conmovedor arrepentimiento en el epílogo. Implora: “algún rezo tan sentido que emocione al cielo y excuse errores. Igual que por pecar rogáis clemencia…”. ¿Demasiado pedir en estos tiempos?