Moscas, marihuana y Parkinson
Los esposos Carlos Vélez Pardo y Marlene Jiménez del Río recibieron esta semana el Premio Alejandro Ángel Escobar. Sus investigaciones con estos insectos abren nuevos caminos para detener enfermedades neurodegenerativas.
Pablo Correa
Cada mes, Marlene Jiménez del Río recibía en Bogotá un paquete con sellos y estampillas del servicio postal de Bélgica. Traía las cartas y casetes que enviaba Carlos Vélez con noticias de ese país mitad flamenco y mitad francófono, con comentarios sobre los últimos avances de la ciencia europea y también con señales de nostalgia y amor. Corría el año de 1988. Las llamadas entre Europa y América resultaban un lujo excesivo para dos estudiantes.
Se habían conocido años atrás en la Universidad de los Andes. Ella estudiaba bacteriología; y él, microbiología. En las conversaciones, que se prolongaban por horas, se colaban por igual la geopolítica y la biología molecular, la turbulencia social y preguntas como cuál es el origen de la vida. Tertulias en las que se fue sellando un pacto para toda la vida.
Bélgica por aquellos días reunía las condiciones ideales para dos científicos inquietos: universidades de primera línea, un ambiente intelectual exigente, comodidad y tranquilidad. En 1989 ambos habían logrado un espacio en la maestría de biología molecular de la Universidad Libre de Bruselas. El profesor Georges Vauquelin, era un científico riguroso, destacado en un campo prometedor: la neuroquímica del cerebro. Era el tutor perfecto. A su lado comenzaron a entender cómo se comunican entre sí las neuronas, la manera en que estas células tejen un matrimonio perfecto.
Diez años más tarde de aterrizar en Bruselas y cuando concluían sus respectivos doctorados, se enteraron que en la Universidad de Antioquia buscaban investigadores. Era la hora de regresar a Colombia y retribuir al país su experiencia en investigación. Como sucedió con los famosos esposos Marie y Pierre Curie, comenzaron a construir un brillante equipo de trabajo científico.
En la U. de Antioquia se estaba consolidando la Corporación de Ciencias Básicas Biomédicas. Las herramientas para continuar los trabajos de investigación que ambos empezaron en Europa eran limitados. “Apenas podíamos hacer unos pocos cultivos celulares”, recuerda Carlos Vélez. A cambio de los limitados recursos, Antioquia les ofrecía una amplia libertad para proponer nuevas ideas y, algo que les llamó mucho la atención: en el departamento vivía un número elevado de personas diagnosticadas con la enfermedad de Parkinson y de Alzheimer.
Los experimentos que comenzaron en Bélgica estaban relacionados con el estudio del estrés oxidativo, es decir, el proceso de superproducción de toxinas en los organismos junto con un bajo nivel de defensa celular. Ese desbalance es el principio de gran parte de las enfermedades neurodegenerativas. Lo aprendido en Europa resultaba muy útil para ser aplicado en Colombia.
Las mutaciones paisas
Hoy se sabe, gracias a los trabajos del doctor Francisco Lopera, profesor de la Universidad de Antioquia y coordinador del grupo de neurociencias al que pertenecen los profesores Marlene y Carlos, que hacia mitad del siglo XVIII llegó a Antioquia un inmigrante que guardaba entre sus genes una alteración genética relacionada con la enfermedad de Alzheimer. “Las costumbres antioqueñas, el aislamiento de esta región por mucho tiempo y los matrimonios consanguíneos fueron factores que se sumaron para que esa alteración genética pasara de generación en generación”, explica Carlos Vélez.
“Otras investigaciones conllevaron a descubrir la mutación causante de Parkinson en Antioquia”, agregó Marlene Jiménez. De hecho, el municipio de Peque (Antioquia) se convirtió en el lugar del mundo con mayor número de personas afectadas por Parkinson Juvenil y una fuente invaluable de pistas para descifrar los secretos de estas enfermedades.
Mientras Lopera y su equipo avanzaban en el estudio de las familias enfermas, los esposos Vélez-Jiménez buscaban entender, desde su laboratorio, los mecanismos moleculares de deterioro neuronal involucrados en estas dos complejas enfermedades. Para la época en que Lopera y su equipo anunciaban al mundo el descubrimiento de las mutaciones Presenilina 1-E280 A y Parkina-C212Y, causantes del Alzheimer y Parkinson Juvenil entre los habitantes de Antioquia, los esposos formulaban una hipótesis que marcaría el rumbo de sus investigaciones: ¿no será que el Alzheimer y el Parkinson comparten las mismas causas moleculares?
Cerca de cuatro años les tomó probar esta hipótesis. Cada semana, Marlene extraía del brazo de su esposo alrededor de 30 mililitros de sangre. Habían decidido estudiar en células del sistema inmunológico (los linfocitos) los efectos que se producen cuando se someten a un ambiente tóxico. Si descifraban ese camino en los linfocitos tendrían un modelo de lo que podría estar sucediendo con las neuronas de los pacientes con Alzheimer o Parkinson. En una publicación internacional explicaron, paso a paso, cómo ocurre ese desorden celular.
El paso siguiente no era otro que tratar de frenar esa cascada de eventos que llevan al caos dentro de las células. Probaron diversos caminos. Entre ellos, utilizaron dos canabinoides, dos de las más de 450 moléculas presentes en la plantacannabis sativa (cannabis o marihuana).
Para 2006 ya habían comprobado que estos canabinoides frenaban el daño producido por los tóxicos. Pero había un abismo entre los linfocitos que aportaba Carlos Vélez de su propia sangre y lo que realmente podría suceder en las neuronas. ¿Qué modelo animal podemos usar?, fue la pregunta que los atormentó a lo largo de varias semanas. ¿Qué ser vivo podría servir en el laboratorio como una versión manipulable y sencilla del ser humano?
Respuesta: la mosca Drosophila melanogaster . “Aunque muchos se resistan a creerlo, tenemos un gran parecido con las moscas. Compartimos con ellas el 70% de los genes”, comenta Marlene. “La amante del rocío de vientre negro”, como traduce literalmente el nombre de esta mosca, es quizás el organismo vivo más conocido por los científicos. Al aplicar paraquat, un tóxico herbicida, provocaban en las moscas algo parecido a la enfermedad de Parkinson, es decir, desencadenaban toda esa cascada de daño celular (estrés oxidativo). Y una vez tenían moscas enfermas, el paso siguiente consistía en aplicarles los canabinoides como posible terapia. Para su sorpresa, aunque las moscas no tienen receptores para estas sustancias, como sí los humanos, recuperaban sus habilidades para escalar por pequeños tubos de ensayo.
¿Esconde la marihuana la cura para enfermedades como el Alzheimer y el Parkinson? Marlene y Carlos inmediatamente muestran un gesto reflexivo. Son científicos discretos y serios. Saben que la pregunta es ligera. Explican que faltan más años de investigación, quizá décadas, y la suma de esfuerzos en todo el mundo antes de que llegue a los estantes de las farmacias un tratamiento para enfermedades tan complejas. “Tenemos la responsabilidad de ser cautos”, dicen.
Lo que sí se atreven a confesar es el secreto de un matrimonio que mientras educa a tres hijos hace ciencia de frontera: respeto, comunicación y valorar lo que cada uno hace.
Cada mes, Marlene Jiménez del Río recibía en Bogotá un paquete con sellos y estampillas del servicio postal de Bélgica. Traía las cartas y casetes que enviaba Carlos Vélez con noticias de ese país mitad flamenco y mitad francófono, con comentarios sobre los últimos avances de la ciencia europea y también con señales de nostalgia y amor. Corría el año de 1988. Las llamadas entre Europa y América resultaban un lujo excesivo para dos estudiantes.
Se habían conocido años atrás en la Universidad de los Andes. Ella estudiaba bacteriología; y él, microbiología. En las conversaciones, que se prolongaban por horas, se colaban por igual la geopolítica y la biología molecular, la turbulencia social y preguntas como cuál es el origen de la vida. Tertulias en las que se fue sellando un pacto para toda la vida.
Bélgica por aquellos días reunía las condiciones ideales para dos científicos inquietos: universidades de primera línea, un ambiente intelectual exigente, comodidad y tranquilidad. En 1989 ambos habían logrado un espacio en la maestría de biología molecular de la Universidad Libre de Bruselas. El profesor Georges Vauquelin, era un científico riguroso, destacado en un campo prometedor: la neuroquímica del cerebro. Era el tutor perfecto. A su lado comenzaron a entender cómo se comunican entre sí las neuronas, la manera en que estas células tejen un matrimonio perfecto.
Diez años más tarde de aterrizar en Bruselas y cuando concluían sus respectivos doctorados, se enteraron que en la Universidad de Antioquia buscaban investigadores. Era la hora de regresar a Colombia y retribuir al país su experiencia en investigación. Como sucedió con los famosos esposos Marie y Pierre Curie, comenzaron a construir un brillante equipo de trabajo científico.
En la U. de Antioquia se estaba consolidando la Corporación de Ciencias Básicas Biomédicas. Las herramientas para continuar los trabajos de investigación que ambos empezaron en Europa eran limitados. “Apenas podíamos hacer unos pocos cultivos celulares”, recuerda Carlos Vélez. A cambio de los limitados recursos, Antioquia les ofrecía una amplia libertad para proponer nuevas ideas y, algo que les llamó mucho la atención: en el departamento vivía un número elevado de personas diagnosticadas con la enfermedad de Parkinson y de Alzheimer.
Los experimentos que comenzaron en Bélgica estaban relacionados con el estudio del estrés oxidativo, es decir, el proceso de superproducción de toxinas en los organismos junto con un bajo nivel de defensa celular. Ese desbalance es el principio de gran parte de las enfermedades neurodegenerativas. Lo aprendido en Europa resultaba muy útil para ser aplicado en Colombia.
Las mutaciones paisas
Hoy se sabe, gracias a los trabajos del doctor Francisco Lopera, profesor de la Universidad de Antioquia y coordinador del grupo de neurociencias al que pertenecen los profesores Marlene y Carlos, que hacia mitad del siglo XVIII llegó a Antioquia un inmigrante que guardaba entre sus genes una alteración genética relacionada con la enfermedad de Alzheimer. “Las costumbres antioqueñas, el aislamiento de esta región por mucho tiempo y los matrimonios consanguíneos fueron factores que se sumaron para que esa alteración genética pasara de generación en generación”, explica Carlos Vélez.
“Otras investigaciones conllevaron a descubrir la mutación causante de Parkinson en Antioquia”, agregó Marlene Jiménez. De hecho, el municipio de Peque (Antioquia) se convirtió en el lugar del mundo con mayor número de personas afectadas por Parkinson Juvenil y una fuente invaluable de pistas para descifrar los secretos de estas enfermedades.
Mientras Lopera y su equipo avanzaban en el estudio de las familias enfermas, los esposos Vélez-Jiménez buscaban entender, desde su laboratorio, los mecanismos moleculares de deterioro neuronal involucrados en estas dos complejas enfermedades. Para la época en que Lopera y su equipo anunciaban al mundo el descubrimiento de las mutaciones Presenilina 1-E280 A y Parkina-C212Y, causantes del Alzheimer y Parkinson Juvenil entre los habitantes de Antioquia, los esposos formulaban una hipótesis que marcaría el rumbo de sus investigaciones: ¿no será que el Alzheimer y el Parkinson comparten las mismas causas moleculares?
Cerca de cuatro años les tomó probar esta hipótesis. Cada semana, Marlene extraía del brazo de su esposo alrededor de 30 mililitros de sangre. Habían decidido estudiar en células del sistema inmunológico (los linfocitos) los efectos que se producen cuando se someten a un ambiente tóxico. Si descifraban ese camino en los linfocitos tendrían un modelo de lo que podría estar sucediendo con las neuronas de los pacientes con Alzheimer o Parkinson. En una publicación internacional explicaron, paso a paso, cómo ocurre ese desorden celular.
El paso siguiente no era otro que tratar de frenar esa cascada de eventos que llevan al caos dentro de las células. Probaron diversos caminos. Entre ellos, utilizaron dos canabinoides, dos de las más de 450 moléculas presentes en la plantacannabis sativa (cannabis o marihuana).
Para 2006 ya habían comprobado que estos canabinoides frenaban el daño producido por los tóxicos. Pero había un abismo entre los linfocitos que aportaba Carlos Vélez de su propia sangre y lo que realmente podría suceder en las neuronas. ¿Qué modelo animal podemos usar?, fue la pregunta que los atormentó a lo largo de varias semanas. ¿Qué ser vivo podría servir en el laboratorio como una versión manipulable y sencilla del ser humano?
Respuesta: la mosca Drosophila melanogaster . “Aunque muchos se resistan a creerlo, tenemos un gran parecido con las moscas. Compartimos con ellas el 70% de los genes”, comenta Marlene. “La amante del rocío de vientre negro”, como traduce literalmente el nombre de esta mosca, es quizás el organismo vivo más conocido por los científicos. Al aplicar paraquat, un tóxico herbicida, provocaban en las moscas algo parecido a la enfermedad de Parkinson, es decir, desencadenaban toda esa cascada de daño celular (estrés oxidativo). Y una vez tenían moscas enfermas, el paso siguiente consistía en aplicarles los canabinoides como posible terapia. Para su sorpresa, aunque las moscas no tienen receptores para estas sustancias, como sí los humanos, recuperaban sus habilidades para escalar por pequeños tubos de ensayo.
¿Esconde la marihuana la cura para enfermedades como el Alzheimer y el Parkinson? Marlene y Carlos inmediatamente muestran un gesto reflexivo. Son científicos discretos y serios. Saben que la pregunta es ligera. Explican que faltan más años de investigación, quizá décadas, y la suma de esfuerzos en todo el mundo antes de que llegue a los estantes de las farmacias un tratamiento para enfermedades tan complejas. “Tenemos la responsabilidad de ser cautos”, dicen.
Lo que sí se atreven a confesar es el secreto de un matrimonio que mientras educa a tres hijos hace ciencia de frontera: respeto, comunicación y valorar lo que cada uno hace.