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Testimonio sobre el genocidio contra la UP: “Me mataron, pero no me morí”

En el departamento del Meta, la represión contra integrantes de la Unión Patriótica-UP fue permanente dejando numerosas víctimas. A propósito del fallo de la Corte Internacional de Derechos Humanos en el que responsabiliza al Estado colombiano de la violencia sistemática contra integrantes y militantes de este partido, libro Crónicas de la Violencia en los Llanos (Ícono, 2022), del escritor Alberto Baquero Nariño.

Alberto Baquero Nariño * / Especial para El Espectador
13 de febrero de 2023 - 01:09 p. m.
Víctimas simpatizantes de la UP asisten a conmemoración en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, en enero de 2023. / EFE
Víctimas simpatizantes de la UP asisten a conmemoración en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, en enero de 2023. / EFE
Foto: EFE - Mauricio Duenas Castaneda
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El 1º de septiembre de 1986, casi al mediodía, a la salida de la Escuela Anexa de la Normal de Villavicencio, sicarios contratados por el establecimiento para exterminar a la Unión Patriótica (UP) acribillaron al recientemente posesionado senador Pedro Nel Jiménez Obando, de 38 años de edad, frente a su pequeña hija.

Siete meses después, el 18 de marzo de 1987, a las siete y media de la noche, asesinaron en el parque del Hacha de la capital del Meta al dirigente y exsenador conservador Narciso Matus Torres, de 53 años, quien había perdido su curul en el Senado a manos de Jiménez Obando. (Recomendamos: Crónica de Alberto Baquero Nariño sobre el periodista Julio Daniel Chaparro).

Por ese entonces, la Unión Patriótica, en alianza con grupos liberales, había conquistado muchas curules: el Senado con Pedro Nel Jiménez Obando, la Cámara con Betty Camacho de Rangel, la Asamblea del Meta con Eusebio Prada Díaz a la cabeza de varios diputados, entre ellos Carlos Kovacs, y muchos escaños en los concejos municipales.

Al parecer, los que nunca habían sido escuchados podrían tener una oportunidad de acceder al poder por la vía democrática con la conquista del fervor y el voto popular. Campesinos y colonos desplazados por la violencia de los años cincuenta habían tejido allí su red de esperanza.

Por esa época, quien esto escribe vivía en la montaña de Hato Chico, vereda del Carmen, a ocho kilómetros de Villavicencio. En aquellos tiempos se me había presentado una hermosa oportunidad para dejar un gran legado académico al frente de un importante centro educativo.

Todos los días subía y bajaba feliz la montaña. Esto me servía como actividad física y, de paso, para quedar lejos del alcance de unos matones que me enviaron una vez, según contó doña Rosario, quien los escuchó hablar cuando bebían guarapo en su tienda.

El 10 de noviembre de 1986 «mañaniaba» a eso de las seis y media para asistir a una sesión de la Academia de Historia del Meta en San Martín. Iba con Vicente, el conductor de la camioneta de la rectoría, cuando escuchamos por radio que habían abaleado al dirigente campesino y diputado Eusebio Prada Díaz frente a su casa del barrio 7 de Agosto, justamente abajo de donde veníamos y por la única ruta de acceso. En esas vimos venir, en dirección al vehículo en el que nos transportábamos, dos personas en una veloz motocicleta que iban como llevadas por el diablo, pese a que el camino era destapado y pedregoso.

Por esos días se sufría el clima tétrico causado por el exterminio sistemático de la Unión Patriótica, que afectaba el comportamiento de aquellos que pudieran verse involucrados como testigos de un crimen, ya fuera como observadores o transeúntes corrientes y desprevenidos, como lo éramos el conductor y yo en el momento en que nos cruzamos con esa moto y sus dos ocupantes.

Los acuerdos de la Uribe, firmados en 1984 entre las Farc y el presidente Belisario Betancur, habían prohijado la participación civilista democrática del campesinado y los grupos de izquierda, pero cuando llegaron a los escaños del Congreso, concejos y asambleas, la extrema derecha trazó su oscuro designio: ¡hay que matarlos a todos! Y así lo hicieron. Empezaron el 1º de septiembre de 1986 con el asesinato en Villavicencio de Pedro Nel Jiménez Obando. Igual suerte corrió Carlos Kovacs, a quien mataron el 27 de mayo de 1988 en una cafetería ubicada en el parque principal de la capital del Meta. A Betty Camacho la ejecutaron, varios años después, en la puerta de su casa.

En el Meta fueron más de un millar de asesinatos. Por eso, al ver venir a esos hombres en camino contrario al nuestro, le ordené con tono recio a Vicente:

—¡Mire para el otro lado y que no se den cuenta de que los vimos!

Yo volteé la cara para mirar por la ventana en dirección distinta a la de la moto, pero observé de reojo algunos rasgos del que manejaba.

Cambiamos de rumbo para ir a la clínica y solidarizarnos con Abelardo Prada Matiz, hijo del agredido dirigente de la UP y representante del profesorado en el Consejo Superior de la universidad. Por fortuna, los once tiros que le pegaron a Eusebio no alcanzaron a quitarle la vida, tampoco a amedrentarlo, y por eso, poco tiempo después, dijo lúcidamente a los medios de comunicación: «Me mataron, pero no me morí».

Durante varias semanas se continuaron escuchando rumores en Villavicencio sobre las posibles víctimas que seguirían en esa macabra campaña de terror. Y en esos mismos días nos encontramos, a la misma hora, con aquellos que habían subido el 10 de noviembre en esa motocicleta; ellos subiendo deliberadamente despacio, muy despacio, y nosotros bajando songo sorongo. Sabíamos que nuestra permanencia en este valle de lágrimas dependía de sortear con lujo de detalles la situación. Nada de acelerar ni de mostrar el culillo que teníamos. Así que al cruzarnos medió solo un simple saludo, sin mostrar un ápice o atisbo de miedo, más de cortesía que de otra cosa, pero sin ver a ninguna de esas dos caras de frente, como quien pasa de largo con toda tranquilidad e indiferencia.

La supervivencia de los dos dependía de hacer ver ante ellos que no sospechábamos nada. En verdad, nunca vimos nada, y afirmar que ellos eran los sicarios era también algo temerario o una conjetura de aquellas que habían causado más de una masacre. Además, ¿a quién se le podían confiar nuestras sospechas, si la complicidad en el exterminio de la UP obedecía a una alianza nefasta entre sectores del Gobierno, el Ejército y el Mexicano, quien era el capo del mercado de la cocaína con más presencia en la región? Denunciar era ponerse la lápida en la espalda, y a pesar de eso, varios se atrevieron a hacerlo.

Días después indagué muy precavido, y con personas confiables, sobre el motorista, sin decir el motivo, cuyos rasgos los tenía presentes.

—Ese es del B2 —me respondieron varias fuentes.

Recordé entonces aquella célebre frase: «El silencio no tiene pecado ni castigo» y, sobre todo, la popular: «En boca cerrada no entran moscas».

* Escritor e historiador llanero.

Por Alberto Baquero Nariño * / Especial para El Espectador

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