Un virus se vuelve viral: La vida en los tiempos de la prevención sanitaria
Reflexiones de un filósofo, escritor y traductor alemán, profesor de la Universidad Humboldt de Berlín, que vino a dictar cátedra y está de cuarentena en Bogotá.
Gernot Kamecke * / Especial para El Espectador
Con una mezcla de fascinación y terror, estamos observando un fenómeno insólito, desconocido. Una palabra de cinco sílabas, solo conocida por unos pocos expertos, literalmente surgió de la nada para ser entendible en la mayoría de las lenguas humanas: co-ro-na-vi-rus. El virus desvía el transcurso de nuestras vidas cotidianas y da rodeos en nuestras maneras de ser en el mundo (local y globalizado).
De hecho, confrontamos dos crisis. La primera consiste en el peligro real de una enfermedad de la cual pensábamos, hace pocas semanas, que consistía en no más que una gripa estacional. El 26 de febrero, el filósofo Giorgio Agamben escribió en su artículo “La invención de una epidemia” que las medidas de emergencia “irracionales, desproporcionadas y completamente injustificadas” que se han tomado en Wuhan (China) para frenar la epidemia, correspondían al espíritu de un Estado totalitario, posestalinista. Agamben esperaba que fueran impensables en Europa. (Le recomendamos nuestra serie: El coronavirus y el yo: Pensamientos desde casa).
Dos semanas más tarde, con un nuevo foco de la crisis sanitaria internacional, situado justamente en Italia, aprendimos que el virus es más contagioso y resistente de lo que pensábamos. La falta de inmunidad le facilita al virus -de nombre tan real como eclesiástico- un entorno promiscuo perfecto para reproducirse como parásito en todo ser humano, sin consideración de sus contextos sociales ni culturales. Incluso desarrolla puntualmente casos graves y mortales cuya acumulación puede amenazar los sistemas de salud pública, también en Europa.
Al mismo tiempo descubrimos que los Estados de derecho destacados, Italia y Francia, la inventora de los derechos humanos, sí son capaces de imponer medidas extremamente drásticas de control social y recortes de la libertad individual. Vemos fronteras cerradas entre naciones vecinas y aliadas por el mundo entero y vemos calles desiertas en las capitales como Roma, París y Madrid vigiladas por la policía para que nadie las pise sin un motivo que no sea “esencial para la salud de la nación”.
Esta es la segunda crisis, tal vez la más real y calculable, que deriva del gran grito de alarma sobre la novedad viral que vivimos: la reacción política a la crisis sanitaria. Esta reacción consiste en una excitación colectiva, un pánico generalizado, comunicado de manera inmediata y aleatoria, casi al nivel del planeta entero, por las redes sociales (internacionales) y los medios de comunicación (nacionales). Desde que surgió, la reacción al coronavirus es regida únicamente por las fuerzas e instituciones estatales que compiten, al nivel internacional, quién aplica medidas de “emergencia” más drásticas para la “contención” de la crisis.
Tal vez con la excepción de la de Corea del Sur, todas las medidas conocidas hasta hoy son basadas, sin ninguna consideración psicológica ni sociológica, en la mera definición jurídica de una “situación de emergencia” por causa de una catástrofe natural. Si no tenemos cuidado, estas medidas tendrán consecuencias severísimas al nivel de la mayoría de las economías locales, dependientes de la economía global, y la convivencia de los actores sociales en cada país, isla o comunidad.
En Colombia se ha organizado, como en Italia y Francia, un “confinamiento” de la población. Un confinamiento es una reclusión absoluta, forzada y vigilada por la policía (militar) de todos los residentes de un lugar en emergencia, cuyas funciones no son “indispensables” para el país. Así decía el concepto sanitario de la “distanciación social” formulada por el primer ministro francés, Édouard Philippe, el 14 de marzo. ¿Quién mide, con el conocimiento suficiente de traumatología social, el impacto de una medida marcial, equivalente a “un toque de queda”, sobre la psiquis de una colectividad, en el caso de Colombia, además, con recientes recuerdos de guerra?
No quiero negar que es necesario encerrarse todos, lo mejor posible, un cierto tiempo para medir y analizar bien la situación. Hay que seguir con disciplina el requisito de la emergencia. Sin embargo, me parece de poca reflexión imponer medidas por el solo impulso de urgencia, que escasean, por ejemplo, una consideración profunda del estrés social y las enfermedades adicionales, físicas y psíquicas, que pueden provocar. Además, ¿qué hacen los millones de colombianos que no tienen casa donde pasar su tiempo?
Se crea una demanda inmensa de trabajo social, y de compromiso ciudadano, y de ayuda (libre) entre vecinos, particularmente en los barrios desfavorecidos de grandes ciudades como Bogotá, Cali o Medellín. Solo la acción solidaria, sin miedo ni reclusión, la puede llevar a cabo. Quien impone medidas tan drásticas, como una reclusión general forzada, tiene que saber hasta cuándo vale la excepción y cómo volver a la normalidad.
¿Cuánto tiempo uno puede aguantar un confinamiento? La filosofía nos enseña que siempre todo depende del tiempo. En la vida normal, es el efecto de una emergencia recordar esta ley fundamental. Se trata de tomar conciencia y darse cuenta de lo que realmente es importante en la vida de cada uno. ¡Porque “el tiempo que queda” puede ser poco!
Bajo el choque, todo el mundo está sintiendo un poco lo mismo: corre un tiempo enardecido y vertiginoso. Parece más difícil ubicarse en su tiempo y su espacio, distinguir entre la realidad y la ficción dentro del maelstrom (digital) lleno de clamores de incertidumbre. Compartimos la sensación de vivir en un momento histórico. Pero la verdad es que no pasa nada histórico, todavía. Por el momento reinan las lógicas de la represión y del miedo. En el mundo entero todas las sociedades del momento, bajo el choque de un impacto global, parecen querer someterse a políticas autoritarias de control estatal. Lo histórico sería, justamente, superar estas políticas.
El sociólogo Edgar Morin escribió que nos orientamos hacia “un sonambulismo generalizado”, en el cual “cada Estado está encerrando su nación en sí misma”, mientras que “la respuesta solo puede ser unida y global”. El filósofo Slavoj Zizek añadió que la epidemia está acompañada por “otras epidemias de virus ideológicos que ya estaban latentes en nuestras ciudades”, o sea las noticias falsas, las teorías conspirativas y las explosiones de racismo. El periodista alemán René Schlott señala que estamos anulando, con “una velocidad impresionante y una voluntad devastadora por parte de la población”, todos los derechos cívicos que se han ganado con esmero durante siglos: el derecho a la libertad de movimiento y de reunión, la libertad de ejercer una profesión, la libertad de comercio y de viaje, la libertad de enseñanza e investigación. Se trata de la libertad misma de ser en el mundo.
De hecho, hay un peligro si pensamos así: vamos transformando una ética de libertad subjetiva en una esperanza de salvación autoritaria. ¿Quién dice que un control policíaco bajo leyes marciales sea más eficaz en situaciones sanitarias globales que la cooperación generalizada de cada sujeto para una comunidad que racionalmente quiere salvar su salud? Sería irresponsable dejar la iniciativa solo a los Estados, y esperar, de manos atadas, que el accionismo político frente a la situación desconocida no desemboque en una situación de emergencia permanente.
La cuestión difícil es la siguiente: ¿Cómo se puede crear una reacción racional, responsable, a nivel global? La novedad virológica que observamos nos confirma por lo menos un hecho: el sujeto humano tiene que formarse al nivel global. Esta ley también vale para todos. Y se nota en estos días de emergencia: hasta el organismo vivo de cada uno puede ser afectado por un virus que surge en China. La respuesta tiene que ser global y humana. Se debe crear una sociedad (educada) en que cada uno pone lo suyo por su propia voluntad, aun fuera solo por el interés propio de “salvar su vida”, la cual depende de la de los demás. Sería una oportunidad maravillosa para salir de esta situación, donde un virus se vuelve viral.
El miedo no es buen medio para ninguna formación subjetiva. Solo conlleva al presentimiento de si –¿otra vez más?– va desapareciendo la humanidad. ¿Por qué no confiar en la capacidad de la mayoría de los sujetos humanos de querer formar un conjunto global y salvarse, por lo menos en el sentido de la supervivencia de su especie? Sería fundamental también para la reflexión sobre la razón de ser de los seres humanos. Si el nuevo sujeto global no quisiera formarse de manera soberana, estaríamos perdidos de todos modos, confinados o no.
Es una vieja premisa estoica que nos puede guiar: seguir en lo normal dentro de lo anormal, y defender el derecho para formar un sujeto soberano en el mundo. El Estado, en vez de enfurecerse con discursos guerreros, debería respetar y defender, como escribió el filósofo Alain Badiou en su último artículo, “Sobre la situación epidémica”, el fundamento neutro de cada situación política. Debería apoyar la iniciativa cívica –o consistir en ella– en vez de asfixiarla.
Mientras que tratamos pues de restablecer la confianza en la buena medida de cada uno, en esta competencia de tiempo entre lo virológico y lo social, consideremos, como nos recuerda también Badiou, que en el mundo humano hay pocas fuentes para formar y alimentar un sujeto verdadero: aparte de la política, que trata del sujeto global, queda la ciencia, el arte y el amor. Pensemos en estas condiciones de lo humano y defendámoslas para que después de la reclusión, en esta aventura de la nueva extensión global, quede algo más que el miedo y la represión.
* Profesor de literatura románica en la Universidad Humboldt de Berlín. Fue profesor invitado en la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Central de Bogotá. Trabaja sobre las relaciones conceptuales entre la filosofía y la literatura de lengua francesa y española en la Edad moderna. Publicaciones recientes: La prosa de la ilustración española. Contribuciones a la filosofía de la literatura en el siglo XVIII. Frankfurt/Madrid, Vervuert, 2015; Condiciones e infinito. Una conversación con Alain Badiou, Bogotá, Edición Uniandes, 2017.
* Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus.
Con una mezcla de fascinación y terror, estamos observando un fenómeno insólito, desconocido. Una palabra de cinco sílabas, solo conocida por unos pocos expertos, literalmente surgió de la nada para ser entendible en la mayoría de las lenguas humanas: co-ro-na-vi-rus. El virus desvía el transcurso de nuestras vidas cotidianas y da rodeos en nuestras maneras de ser en el mundo (local y globalizado).
De hecho, confrontamos dos crisis. La primera consiste en el peligro real de una enfermedad de la cual pensábamos, hace pocas semanas, que consistía en no más que una gripa estacional. El 26 de febrero, el filósofo Giorgio Agamben escribió en su artículo “La invención de una epidemia” que las medidas de emergencia “irracionales, desproporcionadas y completamente injustificadas” que se han tomado en Wuhan (China) para frenar la epidemia, correspondían al espíritu de un Estado totalitario, posestalinista. Agamben esperaba que fueran impensables en Europa. (Le recomendamos nuestra serie: El coronavirus y el yo: Pensamientos desde casa).
Dos semanas más tarde, con un nuevo foco de la crisis sanitaria internacional, situado justamente en Italia, aprendimos que el virus es más contagioso y resistente de lo que pensábamos. La falta de inmunidad le facilita al virus -de nombre tan real como eclesiástico- un entorno promiscuo perfecto para reproducirse como parásito en todo ser humano, sin consideración de sus contextos sociales ni culturales. Incluso desarrolla puntualmente casos graves y mortales cuya acumulación puede amenazar los sistemas de salud pública, también en Europa.
Al mismo tiempo descubrimos que los Estados de derecho destacados, Italia y Francia, la inventora de los derechos humanos, sí son capaces de imponer medidas extremamente drásticas de control social y recortes de la libertad individual. Vemos fronteras cerradas entre naciones vecinas y aliadas por el mundo entero y vemos calles desiertas en las capitales como Roma, París y Madrid vigiladas por la policía para que nadie las pise sin un motivo que no sea “esencial para la salud de la nación”.
Esta es la segunda crisis, tal vez la más real y calculable, que deriva del gran grito de alarma sobre la novedad viral que vivimos: la reacción política a la crisis sanitaria. Esta reacción consiste en una excitación colectiva, un pánico generalizado, comunicado de manera inmediata y aleatoria, casi al nivel del planeta entero, por las redes sociales (internacionales) y los medios de comunicación (nacionales). Desde que surgió, la reacción al coronavirus es regida únicamente por las fuerzas e instituciones estatales que compiten, al nivel internacional, quién aplica medidas de “emergencia” más drásticas para la “contención” de la crisis.
Tal vez con la excepción de la de Corea del Sur, todas las medidas conocidas hasta hoy son basadas, sin ninguna consideración psicológica ni sociológica, en la mera definición jurídica de una “situación de emergencia” por causa de una catástrofe natural. Si no tenemos cuidado, estas medidas tendrán consecuencias severísimas al nivel de la mayoría de las economías locales, dependientes de la economía global, y la convivencia de los actores sociales en cada país, isla o comunidad.
En Colombia se ha organizado, como en Italia y Francia, un “confinamiento” de la población. Un confinamiento es una reclusión absoluta, forzada y vigilada por la policía (militar) de todos los residentes de un lugar en emergencia, cuyas funciones no son “indispensables” para el país. Así decía el concepto sanitario de la “distanciación social” formulada por el primer ministro francés, Édouard Philippe, el 14 de marzo. ¿Quién mide, con el conocimiento suficiente de traumatología social, el impacto de una medida marcial, equivalente a “un toque de queda”, sobre la psiquis de una colectividad, en el caso de Colombia, además, con recientes recuerdos de guerra?
No quiero negar que es necesario encerrarse todos, lo mejor posible, un cierto tiempo para medir y analizar bien la situación. Hay que seguir con disciplina el requisito de la emergencia. Sin embargo, me parece de poca reflexión imponer medidas por el solo impulso de urgencia, que escasean, por ejemplo, una consideración profunda del estrés social y las enfermedades adicionales, físicas y psíquicas, que pueden provocar. Además, ¿qué hacen los millones de colombianos que no tienen casa donde pasar su tiempo?
Se crea una demanda inmensa de trabajo social, y de compromiso ciudadano, y de ayuda (libre) entre vecinos, particularmente en los barrios desfavorecidos de grandes ciudades como Bogotá, Cali o Medellín. Solo la acción solidaria, sin miedo ni reclusión, la puede llevar a cabo. Quien impone medidas tan drásticas, como una reclusión general forzada, tiene que saber hasta cuándo vale la excepción y cómo volver a la normalidad.
¿Cuánto tiempo uno puede aguantar un confinamiento? La filosofía nos enseña que siempre todo depende del tiempo. En la vida normal, es el efecto de una emergencia recordar esta ley fundamental. Se trata de tomar conciencia y darse cuenta de lo que realmente es importante en la vida de cada uno. ¡Porque “el tiempo que queda” puede ser poco!
Bajo el choque, todo el mundo está sintiendo un poco lo mismo: corre un tiempo enardecido y vertiginoso. Parece más difícil ubicarse en su tiempo y su espacio, distinguir entre la realidad y la ficción dentro del maelstrom (digital) lleno de clamores de incertidumbre. Compartimos la sensación de vivir en un momento histórico. Pero la verdad es que no pasa nada histórico, todavía. Por el momento reinan las lógicas de la represión y del miedo. En el mundo entero todas las sociedades del momento, bajo el choque de un impacto global, parecen querer someterse a políticas autoritarias de control estatal. Lo histórico sería, justamente, superar estas políticas.
El sociólogo Edgar Morin escribió que nos orientamos hacia “un sonambulismo generalizado”, en el cual “cada Estado está encerrando su nación en sí misma”, mientras que “la respuesta solo puede ser unida y global”. El filósofo Slavoj Zizek añadió que la epidemia está acompañada por “otras epidemias de virus ideológicos que ya estaban latentes en nuestras ciudades”, o sea las noticias falsas, las teorías conspirativas y las explosiones de racismo. El periodista alemán René Schlott señala que estamos anulando, con “una velocidad impresionante y una voluntad devastadora por parte de la población”, todos los derechos cívicos que se han ganado con esmero durante siglos: el derecho a la libertad de movimiento y de reunión, la libertad de ejercer una profesión, la libertad de comercio y de viaje, la libertad de enseñanza e investigación. Se trata de la libertad misma de ser en el mundo.
De hecho, hay un peligro si pensamos así: vamos transformando una ética de libertad subjetiva en una esperanza de salvación autoritaria. ¿Quién dice que un control policíaco bajo leyes marciales sea más eficaz en situaciones sanitarias globales que la cooperación generalizada de cada sujeto para una comunidad que racionalmente quiere salvar su salud? Sería irresponsable dejar la iniciativa solo a los Estados, y esperar, de manos atadas, que el accionismo político frente a la situación desconocida no desemboque en una situación de emergencia permanente.
La cuestión difícil es la siguiente: ¿Cómo se puede crear una reacción racional, responsable, a nivel global? La novedad virológica que observamos nos confirma por lo menos un hecho: el sujeto humano tiene que formarse al nivel global. Esta ley también vale para todos. Y se nota en estos días de emergencia: hasta el organismo vivo de cada uno puede ser afectado por un virus que surge en China. La respuesta tiene que ser global y humana. Se debe crear una sociedad (educada) en que cada uno pone lo suyo por su propia voluntad, aun fuera solo por el interés propio de “salvar su vida”, la cual depende de la de los demás. Sería una oportunidad maravillosa para salir de esta situación, donde un virus se vuelve viral.
El miedo no es buen medio para ninguna formación subjetiva. Solo conlleva al presentimiento de si –¿otra vez más?– va desapareciendo la humanidad. ¿Por qué no confiar en la capacidad de la mayoría de los sujetos humanos de querer formar un conjunto global y salvarse, por lo menos en el sentido de la supervivencia de su especie? Sería fundamental también para la reflexión sobre la razón de ser de los seres humanos. Si el nuevo sujeto global no quisiera formarse de manera soberana, estaríamos perdidos de todos modos, confinados o no.
Es una vieja premisa estoica que nos puede guiar: seguir en lo normal dentro de lo anormal, y defender el derecho para formar un sujeto soberano en el mundo. El Estado, en vez de enfurecerse con discursos guerreros, debería respetar y defender, como escribió el filósofo Alain Badiou en su último artículo, “Sobre la situación epidémica”, el fundamento neutro de cada situación política. Debería apoyar la iniciativa cívica –o consistir en ella– en vez de asfixiarla.
Mientras que tratamos pues de restablecer la confianza en la buena medida de cada uno, en esta competencia de tiempo entre lo virológico y lo social, consideremos, como nos recuerda también Badiou, que en el mundo humano hay pocas fuentes para formar y alimentar un sujeto verdadero: aparte de la política, que trata del sujeto global, queda la ciencia, el arte y el amor. Pensemos en estas condiciones de lo humano y defendámoslas para que después de la reclusión, en esta aventura de la nueva extensión global, quede algo más que el miedo y la represión.
* Profesor de literatura románica en la Universidad Humboldt de Berlín. Fue profesor invitado en la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Central de Bogotá. Trabaja sobre las relaciones conceptuales entre la filosofía y la literatura de lengua francesa y española en la Edad moderna. Publicaciones recientes: La prosa de la ilustración española. Contribuciones a la filosofía de la literatura en el siglo XVIII. Frankfurt/Madrid, Vervuert, 2015; Condiciones e infinito. Una conversación con Alain Badiou, Bogotá, Edición Uniandes, 2017.
* Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus.