Vivir para olvidarla
El deterioro de la memoria del Nobel de Literatura fue escándalo mundial pero, más allá de los eufemismos para describir su vejez, su testimonio literario vislumbraba el drama desde los años 80.
Nelson Fredy Padilla
Hace 30 años, en el preludio al Premio Nobel de Literatura, a Gabriel García Márquez lo atormentaba una desventura familiar: el fantasma de la desmemoria. La había eludido en medio de la apoteosis mundial de Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada. Sin embargo, el temor heredado regresó en 1981 al empezar sus memorias. Reunió a sus allegados en busca de testimonios y le aconsejaron escribirlas antes de que la memoria empezara a fallarle como a la mayoría de la familia.
El 1º de agosto de 1982, en la edición dominical de El Espectador, ventiló entre líneas su caso a propósito de la publicación de las memorias de Luis Buñuel, tituladas Mi último suspiro. Su amistad venía desde los años 60, de escenarios como el Festival de Acapulco, y además de cine hablaban de sus genes familiares, de la amenaza que Gabo llamó “amnesia senil”. Recomendó publicar en el Magazín dominical de este diario el último capítulo del libro editado por Plaza & Janés: “Soy viejo, esa es mi principal enfermedad”, fue el título. Y de su puño y letra escribió “La vejez juvenil de Luis Buñuel”, texto sobre el drama familiar del español que él viviría en carne propia.
“La magnífica autobiografía empieza con un capítulo deslumbrante sobre la facultad humana que más nos condiciona e inquieta: la memoria”, admitió García Márquez. Reveló que la madre de Buñuel “la perdió por completo los últimos diez años de su vida y que leía una misma revista muchas veces con el mismo deleite porque siempre le parecía nueva”. “Llegó a no reconocer a sus hijos, a no saber quiénes éramos, ni quién era ella”, le dijo el cineasta.
La preocupación de Gabo, similar a la que lo asedió tras las muertes de su abuela Tranquilina Iguarán y su madre Luisa Santiaga Márquez, fue si la mamá de Buñuel era consciente de su desgracia. Se dio consuelo: “a lo mejor no lo era: quizá su vida volvía a empezar cada minuto y terminaba en el siguiente, con una conciencia fugaz y sin dolor de la que habían desaparecido no sólo los malos recuerdos, sino también los buenos, que en última instancia son los peores porque son la semilla de la nostalgia”.
“El ejemplo de mi madre me preocupa, porque yo me le parezco mucho”, confesó el escritor a finales de 1996, tras la lectura del primer capítulo de sus memorias en la Universidad de Guadalajara. Dijo que cuando la visitó a los 92 años le preguntó distraída: “Y tú, ¿de quién eres hijo?”. Entonces él, “tirando suavemente el hilo de la memoria”, la trajo desde algún recuerdo “hasta el sol de hoy”.
Las memorias de Buñuel lo pusieron “a pensar por primera vez en algo que suele estar siempre muy lejos de nuestras preocupaciones: la certidumbre de la vejez”. La afirmación no era casual. Sugestionado por la genealogía de los García Márquez, ya había leído “con admiración” las 600 páginas del libro de Simone de Beauvoir sobre el tema, pero lo dejó más impresionado el “desastre biológico” que le anunció Buñuel: “a los setenta años empezó por no recordar los nombres propios, más tarde empezó a olvidar dónde había dejado el encendedor, dónde puso las llaves, cómo era la melodía que oyó una tarde de lluvias en Biarritz”.
Buñuel, director del filme Los olvidados, tenía 82 años de edad y temía que el proceso “terminara por arrastrarlo al limbo en que vivió su madre”. “Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sólo sea a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye nuestra vida”, le dijo a Gabo. El drama del cineasta se quedó en ese pánico porque murió un año después.
Gabo tenía 54 años y anotó: “hace poco le dije a un amigo que me disponía a escribir mis memorias, y aquél me replicó que todavía no estaba en edad para eso. ‘Es que quiero empezar cuando todavía me acuerdo de todo’, le dije. ‘La mayoría de las memorias se escriben cuando ya su autor no se acuerda de nada’”. De ahí el epígrafe de Vivir para contarla: “La vida no es lo que uno ha vivido sino lo que uno recuerda de ella y el modo en que decide contarla”.
La “herencia congénita” llevó al novelista a hablar del tema con expertos como su amigo, el escritor cubano Miguel Barnet, autor de la biografía de un antiguo esclavo al que entrevistó cuando tenía 104 años, “y su memoria era tan buena que parecía un archivo viviente de la historia de su país”. Consultó un estudio hecho a 400 personas mayores de cien años por el doctor Grave E. Bird y la mayoría tenían buena memoria, buen humor, planes futuros y “entusiasmos juveniles”.
Aunque fue la primera vez que el hoy Nobel de Literatura se concientizó de lo que serían sus últimos años de vida, ya había tomado recaudos en defensa de su memoria: viviendo en Barcelona dejó el cigarrillo luego de que dos médicos y un psiquiatra le certificaron que si no lo hacía “en dos o tres años no podría respirar” y en su vejez serían mayores los efectos de la “peste” del olvido que en la ficción contagió a los habitantes de Macondo y en la realidad persigue a la descendencia del telegrafista de Aracataca, Gabriel Eligio García, y su esposa, Luisa Santiaga Márquez.
Mario Vargas Llosa (“Fumando espero”) se dio crédito por haber inducido a su entonces amigo a tomar la decisión en 1970, 43 años después de que empezara a fumar “cigarrillos de tabaco bárbaro” en el Liceo de Zipaquirá, mientras memorizaba Luz de agosto, de Faulkner: “me volví un apóstol del antitabaco... una de mis primeras conquistas fue García Márquez, a quien, una noche, en un bar de la calle Tuset, lívido de horror con mis historias misioneras sobre los estragos de la nicotina, vi arrojar la cajetilla de cigarrillos a la pista y jurar que no fumaría más. Cumplió lo prometido”. En Historia de un deicidio (1971) Vargas Llosa evidenció algunas “malas pasadas de la memoria” del creador de la “fantástica máquina” de 14.000 fichas contra el olvido para José Arcadio Buendía y recordó que su abuela Tranquilina murió “loca” como Úrsula Iguarán.
“Decrépita y medio venática”, según Gabo. Y le recitaba al ahora Nobel peruano apartes de El Quijote para demostrar que no los había olvidado desde el bachillerato, cuando descubrió que el mejor lugar para memorizar es “sentado en el inodoro”. Vivir para contarla: “Gané fama de poeta, primero por la facilidad con que me aprendía de memoria y recitaba a voz en cuello los poemas de clásicos y románticos españoles”. A sus compañeros les dedicaba sátiras en versos rimados y a los padres jesuitas el “Poema veinte” de Neruda. “Nunca tuve que forzar la memoria, pues los poemas y algunos trozos de buena prosa clásica se me quedaban grabados en tres o cuatro relecturas”.
La “memoria feliz del amor”, heredada de abuelos y padres, le permitía desde niño aprender de corrido cuentos, vallenatos y tangos. Es la “memoria del corazón” latente en El coronel no tiene quien le escriba, que “elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado”.
Después del Nobel, al inicio de la década de los 80 avanzó al menos 300 cuartillas de las memorias, según le contó entonces al periodista Juan Gossaín. En 1985 publicó El amor en los tiempos del cólera y se impuso, “como remedio contra el ocio y la desmemoria”, acabar el primer tomo. Sólo hasta finales del 2000 dijo haberlo terminado en 1.200 cuartillas.
Un año antes, siendo dueño de la revista Cambio, superó la quimioterapia para un cáncer linfático y nos dijo a quienes trabajábamos allí que serían tres los tomos. El segundo lo iniciaría en enero de 2001, luego de “revisar a fondo” el primero, que vio la luz el 9 de junio de 2002; el mismo día de la muerte de su amnésica madre, paradójicamente “el mismo día y casi la misma hora en que puse el punto final de estas memorias”.
El primero se cierra con sus años en El Espectador, el segundo abarcaría su vida como escritor hasta el boom de Cien años de soledad y el tercero sería su vida cercana al poder: “recuerdos de mis relaciones personales con seis o siete presidentes de distintos países”. En la lista tentativa estaban Fidel Castro, Omar Torrijos, Felipe González, Bill Clinton y Belisario Betancur.
Hay reseñas propias y ajenas de sus tertulias con Fidel y de su impresión por como maneja la memoria, “su auxiliar supremo”. “La usa hasta el abuso para sustentar discursos o charlas privadas con raciocinios abrumadores y operaciones aritméticas de una rapidez increíble”. En cambio, Gabo nunca pudo memorizar una fórmula matemática.
El dictador cubano escribió que el aura de su amigo y la naturalidad de sus metáforas provienen de una “imaginación sorprendente, vivaz, díscola y excepcional”. La puso a prueba en abril de 1998 cuando le pidió aprenderse una carta urgente de siete puntos que le envió a través suyo al presidente estadounidense Bill Clinton para mejorar las relaciones binacionales. El colombiano la memorizó “con puntos y comas”, encerrado en un hotel de Washington —por temor a que la CIA o el FBI interceptaran el original mecanografiado—, donde adelantó sus memorias durante una semana en jornadas de recordación de diez horas diarias.
Otro amigo con quien discutía sobre el tema era Carlos Fuentes. Lo llamaba “García Márquez el memorioso de hoy y de siempre”. Lo retaba: ¿quién recuerda más poemas de Garcilaso? Y ganaba “el colombiano de la memoria poética fabulosa”. También lo vencía relatando Pedro Páramo. “Podía recitar el libro completo, al derecho y al revés; decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio. La obra, sin duda, yo la conocía mejor que don Juan Rulfo”, se ufanaba Gabo. Con Fuentes repasaban a Proust y En busca del tiempo perdido, a Shakespeare y la memoria como guardiana de la mente, a “la imaginación casada con la memoria”.
Los registros biográficos dicen que en París planteaba juegos similares con las canciones poéticas de Georges Brassens; para dominar el francés y codearse con Cortázar, para ganarse la atención, con su “memoria de elefante”, de una cofradía de franceses con la que se emparrandaba los viernes en “el granero”, una buhardilla de la Rue Cherubini.
A medida que envejecen, la mayoría de las personas tienden a recordar de manera cada vez más fragmentaria, pero en el caso de la familia del Nobel los antecedentes son más preocupantes: Jaime García Márquez me lo ratificó de manera confidencial hace dos meses, durante una charla sobre la amistad de su hermano y el cineasta Woody Allen, un mes antes de que un comentario similar hecho público en Cartagena se convirtiera en noticia mundial.
Me había dicho: “Estamos marcados por la demencia senil; mi abuela, diez años antes de morir; mi mamá empezó a los 85 años; mi hermano Luis Enrique, a los 84, ya comenzó; mi hermana Margot; Eligio se nos fue a los 53 por un tumor cerebral; Gabito comenzó con antelación por efecto de su quimioterapia; yo tengo 72 y empiezo a tener, y eso que soy menor 13 años que él que es mi padrino”. Para mitigar el escándalo de nada le valió añadir que se trata de lagunas pasajeras por las cuales a veces no lo reconoce vía telefónica: “Todavía lo tenemos, podemos hablar con él con mucha alegría, como siempre ha sido”. Terció Jaime Abello, directivo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, para aclarar: “Gabo no está demente; simplemente anciano y olvidadizo, todavía lo puedo disfrutar como amigo”.
El británico Gerald Martin, biógrafo del Nobel en Una vida, le dijo a finales de 2009 a este diario que la situación “angustiaba” más a Gabo que a un anciano promedio porque “él es un profesional de la memoria”. “Es el drama que está viviendo y sería absurdo no mencionarlo”. “Va con facilidad al pasado distante” —la infancia, el día que se aprendió una canción de los Beatles en 1963, el helado que comió en el verano romano y que le supo a Mozart—, “pero no siempre recuerda los títulos de sus novelas y su memoria a corto plazo es frágil”. También señaló que el Nobel “entabla conversaciones casi normales, incluso divertidas porque su sentido del humor sigue intacto”.
El realismo mágico vislumbraba “los tormentos de la memoria”, claro, sin prever al escritor atrapado en sus propias cajas chinas. A Gabo siempre lo rondó un cuento en el que un hombre se extravía en sus sueños, se queda dormido para siempre en un juego de habitaciones “sin poder encontrar la puerta de salida a la vida real”, casi como le pasó en sueños al coronel Aureliano Buendía y a Aureliano segundo mientras amoblaba el cuarto de su hija en Cien años de soledad. El pulso entre “la predestinación al olvido” y el deseo de “la lucidez del momento final”.
Releer los libros de García Márquez con esta perspectiva muestra que por fuera de la ficción no hay una segunda oportunidad sobre la tierra para lo que él bien denominó “la memoria efímera de los hombres”.
Hace 30 años, en el preludio al Premio Nobel de Literatura, a Gabriel García Márquez lo atormentaba una desventura familiar: el fantasma de la desmemoria. La había eludido en medio de la apoteosis mundial de Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada. Sin embargo, el temor heredado regresó en 1981 al empezar sus memorias. Reunió a sus allegados en busca de testimonios y le aconsejaron escribirlas antes de que la memoria empezara a fallarle como a la mayoría de la familia.
El 1º de agosto de 1982, en la edición dominical de El Espectador, ventiló entre líneas su caso a propósito de la publicación de las memorias de Luis Buñuel, tituladas Mi último suspiro. Su amistad venía desde los años 60, de escenarios como el Festival de Acapulco, y además de cine hablaban de sus genes familiares, de la amenaza que Gabo llamó “amnesia senil”. Recomendó publicar en el Magazín dominical de este diario el último capítulo del libro editado por Plaza & Janés: “Soy viejo, esa es mi principal enfermedad”, fue el título. Y de su puño y letra escribió “La vejez juvenil de Luis Buñuel”, texto sobre el drama familiar del español que él viviría en carne propia.
“La magnífica autobiografía empieza con un capítulo deslumbrante sobre la facultad humana que más nos condiciona e inquieta: la memoria”, admitió García Márquez. Reveló que la madre de Buñuel “la perdió por completo los últimos diez años de su vida y que leía una misma revista muchas veces con el mismo deleite porque siempre le parecía nueva”. “Llegó a no reconocer a sus hijos, a no saber quiénes éramos, ni quién era ella”, le dijo el cineasta.
La preocupación de Gabo, similar a la que lo asedió tras las muertes de su abuela Tranquilina Iguarán y su madre Luisa Santiaga Márquez, fue si la mamá de Buñuel era consciente de su desgracia. Se dio consuelo: “a lo mejor no lo era: quizá su vida volvía a empezar cada minuto y terminaba en el siguiente, con una conciencia fugaz y sin dolor de la que habían desaparecido no sólo los malos recuerdos, sino también los buenos, que en última instancia son los peores porque son la semilla de la nostalgia”.
“El ejemplo de mi madre me preocupa, porque yo me le parezco mucho”, confesó el escritor a finales de 1996, tras la lectura del primer capítulo de sus memorias en la Universidad de Guadalajara. Dijo que cuando la visitó a los 92 años le preguntó distraída: “Y tú, ¿de quién eres hijo?”. Entonces él, “tirando suavemente el hilo de la memoria”, la trajo desde algún recuerdo “hasta el sol de hoy”.
Las memorias de Buñuel lo pusieron “a pensar por primera vez en algo que suele estar siempre muy lejos de nuestras preocupaciones: la certidumbre de la vejez”. La afirmación no era casual. Sugestionado por la genealogía de los García Márquez, ya había leído “con admiración” las 600 páginas del libro de Simone de Beauvoir sobre el tema, pero lo dejó más impresionado el “desastre biológico” que le anunció Buñuel: “a los setenta años empezó por no recordar los nombres propios, más tarde empezó a olvidar dónde había dejado el encendedor, dónde puso las llaves, cómo era la melodía que oyó una tarde de lluvias en Biarritz”.
Buñuel, director del filme Los olvidados, tenía 82 años de edad y temía que el proceso “terminara por arrastrarlo al limbo en que vivió su madre”. “Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sólo sea a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye nuestra vida”, le dijo a Gabo. El drama del cineasta se quedó en ese pánico porque murió un año después.
Gabo tenía 54 años y anotó: “hace poco le dije a un amigo que me disponía a escribir mis memorias, y aquél me replicó que todavía no estaba en edad para eso. ‘Es que quiero empezar cuando todavía me acuerdo de todo’, le dije. ‘La mayoría de las memorias se escriben cuando ya su autor no se acuerda de nada’”. De ahí el epígrafe de Vivir para contarla: “La vida no es lo que uno ha vivido sino lo que uno recuerda de ella y el modo en que decide contarla”.
La “herencia congénita” llevó al novelista a hablar del tema con expertos como su amigo, el escritor cubano Miguel Barnet, autor de la biografía de un antiguo esclavo al que entrevistó cuando tenía 104 años, “y su memoria era tan buena que parecía un archivo viviente de la historia de su país”. Consultó un estudio hecho a 400 personas mayores de cien años por el doctor Grave E. Bird y la mayoría tenían buena memoria, buen humor, planes futuros y “entusiasmos juveniles”.
Aunque fue la primera vez que el hoy Nobel de Literatura se concientizó de lo que serían sus últimos años de vida, ya había tomado recaudos en defensa de su memoria: viviendo en Barcelona dejó el cigarrillo luego de que dos médicos y un psiquiatra le certificaron que si no lo hacía “en dos o tres años no podría respirar” y en su vejez serían mayores los efectos de la “peste” del olvido que en la ficción contagió a los habitantes de Macondo y en la realidad persigue a la descendencia del telegrafista de Aracataca, Gabriel Eligio García, y su esposa, Luisa Santiaga Márquez.
Mario Vargas Llosa (“Fumando espero”) se dio crédito por haber inducido a su entonces amigo a tomar la decisión en 1970, 43 años después de que empezara a fumar “cigarrillos de tabaco bárbaro” en el Liceo de Zipaquirá, mientras memorizaba Luz de agosto, de Faulkner: “me volví un apóstol del antitabaco... una de mis primeras conquistas fue García Márquez, a quien, una noche, en un bar de la calle Tuset, lívido de horror con mis historias misioneras sobre los estragos de la nicotina, vi arrojar la cajetilla de cigarrillos a la pista y jurar que no fumaría más. Cumplió lo prometido”. En Historia de un deicidio (1971) Vargas Llosa evidenció algunas “malas pasadas de la memoria” del creador de la “fantástica máquina” de 14.000 fichas contra el olvido para José Arcadio Buendía y recordó que su abuela Tranquilina murió “loca” como Úrsula Iguarán.
“Decrépita y medio venática”, según Gabo. Y le recitaba al ahora Nobel peruano apartes de El Quijote para demostrar que no los había olvidado desde el bachillerato, cuando descubrió que el mejor lugar para memorizar es “sentado en el inodoro”. Vivir para contarla: “Gané fama de poeta, primero por la facilidad con que me aprendía de memoria y recitaba a voz en cuello los poemas de clásicos y románticos españoles”. A sus compañeros les dedicaba sátiras en versos rimados y a los padres jesuitas el “Poema veinte” de Neruda. “Nunca tuve que forzar la memoria, pues los poemas y algunos trozos de buena prosa clásica se me quedaban grabados en tres o cuatro relecturas”.
La “memoria feliz del amor”, heredada de abuelos y padres, le permitía desde niño aprender de corrido cuentos, vallenatos y tangos. Es la “memoria del corazón” latente en El coronel no tiene quien le escriba, que “elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado”.
Después del Nobel, al inicio de la década de los 80 avanzó al menos 300 cuartillas de las memorias, según le contó entonces al periodista Juan Gossaín. En 1985 publicó El amor en los tiempos del cólera y se impuso, “como remedio contra el ocio y la desmemoria”, acabar el primer tomo. Sólo hasta finales del 2000 dijo haberlo terminado en 1.200 cuartillas.
Un año antes, siendo dueño de la revista Cambio, superó la quimioterapia para un cáncer linfático y nos dijo a quienes trabajábamos allí que serían tres los tomos. El segundo lo iniciaría en enero de 2001, luego de “revisar a fondo” el primero, que vio la luz el 9 de junio de 2002; el mismo día de la muerte de su amnésica madre, paradójicamente “el mismo día y casi la misma hora en que puse el punto final de estas memorias”.
El primero se cierra con sus años en El Espectador, el segundo abarcaría su vida como escritor hasta el boom de Cien años de soledad y el tercero sería su vida cercana al poder: “recuerdos de mis relaciones personales con seis o siete presidentes de distintos países”. En la lista tentativa estaban Fidel Castro, Omar Torrijos, Felipe González, Bill Clinton y Belisario Betancur.
Hay reseñas propias y ajenas de sus tertulias con Fidel y de su impresión por como maneja la memoria, “su auxiliar supremo”. “La usa hasta el abuso para sustentar discursos o charlas privadas con raciocinios abrumadores y operaciones aritméticas de una rapidez increíble”. En cambio, Gabo nunca pudo memorizar una fórmula matemática.
El dictador cubano escribió que el aura de su amigo y la naturalidad de sus metáforas provienen de una “imaginación sorprendente, vivaz, díscola y excepcional”. La puso a prueba en abril de 1998 cuando le pidió aprenderse una carta urgente de siete puntos que le envió a través suyo al presidente estadounidense Bill Clinton para mejorar las relaciones binacionales. El colombiano la memorizó “con puntos y comas”, encerrado en un hotel de Washington —por temor a que la CIA o el FBI interceptaran el original mecanografiado—, donde adelantó sus memorias durante una semana en jornadas de recordación de diez horas diarias.
Otro amigo con quien discutía sobre el tema era Carlos Fuentes. Lo llamaba “García Márquez el memorioso de hoy y de siempre”. Lo retaba: ¿quién recuerda más poemas de Garcilaso? Y ganaba “el colombiano de la memoria poética fabulosa”. También lo vencía relatando Pedro Páramo. “Podía recitar el libro completo, al derecho y al revés; decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio. La obra, sin duda, yo la conocía mejor que don Juan Rulfo”, se ufanaba Gabo. Con Fuentes repasaban a Proust y En busca del tiempo perdido, a Shakespeare y la memoria como guardiana de la mente, a “la imaginación casada con la memoria”.
Los registros biográficos dicen que en París planteaba juegos similares con las canciones poéticas de Georges Brassens; para dominar el francés y codearse con Cortázar, para ganarse la atención, con su “memoria de elefante”, de una cofradía de franceses con la que se emparrandaba los viernes en “el granero”, una buhardilla de la Rue Cherubini.
A medida que envejecen, la mayoría de las personas tienden a recordar de manera cada vez más fragmentaria, pero en el caso de la familia del Nobel los antecedentes son más preocupantes: Jaime García Márquez me lo ratificó de manera confidencial hace dos meses, durante una charla sobre la amistad de su hermano y el cineasta Woody Allen, un mes antes de que un comentario similar hecho público en Cartagena se convirtiera en noticia mundial.
Me había dicho: “Estamos marcados por la demencia senil; mi abuela, diez años antes de morir; mi mamá empezó a los 85 años; mi hermano Luis Enrique, a los 84, ya comenzó; mi hermana Margot; Eligio se nos fue a los 53 por un tumor cerebral; Gabito comenzó con antelación por efecto de su quimioterapia; yo tengo 72 y empiezo a tener, y eso que soy menor 13 años que él que es mi padrino”. Para mitigar el escándalo de nada le valió añadir que se trata de lagunas pasajeras por las cuales a veces no lo reconoce vía telefónica: “Todavía lo tenemos, podemos hablar con él con mucha alegría, como siempre ha sido”. Terció Jaime Abello, directivo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, para aclarar: “Gabo no está demente; simplemente anciano y olvidadizo, todavía lo puedo disfrutar como amigo”.
El británico Gerald Martin, biógrafo del Nobel en Una vida, le dijo a finales de 2009 a este diario que la situación “angustiaba” más a Gabo que a un anciano promedio porque “él es un profesional de la memoria”. “Es el drama que está viviendo y sería absurdo no mencionarlo”. “Va con facilidad al pasado distante” —la infancia, el día que se aprendió una canción de los Beatles en 1963, el helado que comió en el verano romano y que le supo a Mozart—, “pero no siempre recuerda los títulos de sus novelas y su memoria a corto plazo es frágil”. También señaló que el Nobel “entabla conversaciones casi normales, incluso divertidas porque su sentido del humor sigue intacto”.
El realismo mágico vislumbraba “los tormentos de la memoria”, claro, sin prever al escritor atrapado en sus propias cajas chinas. A Gabo siempre lo rondó un cuento en el que un hombre se extravía en sus sueños, se queda dormido para siempre en un juego de habitaciones “sin poder encontrar la puerta de salida a la vida real”, casi como le pasó en sueños al coronel Aureliano Buendía y a Aureliano segundo mientras amoblaba el cuarto de su hija en Cien años de soledad. El pulso entre “la predestinación al olvido” y el deseo de “la lucidez del momento final”.
Releer los libros de García Márquez con esta perspectiva muestra que por fuera de la ficción no hay una segunda oportunidad sobre la tierra para lo que él bien denominó “la memoria efímera de los hombres”.