Wikileaks: 10% de las tierras en Colombia son de narcos o 'paras'
El crítico panorama de la posesión rural en el país es el retrato de un cable Wikileaks de 2007.
El Espectador
La pelea por la tierra sigue alimentando el conflicto colombiano y las repetidas reformas agrarias han resultado ineficientes. Esta afirmación, que hoy se constata con los continuos asesinatos de líderes campesinos que buscan recuperar tierras arrebatadas por grupos ilegales, fue advertida por la Embajada de Estados Unidos en Bogotá. Un cable diplomático enviado a Washington a comienzos de 2007 detalló el crítico panorama sobre la posesión rural en Colombia, que no se aleja mucho del desafío al que se verá enfrentado el Estado cuando entre a ejecutar la ley de víctimas que hoy hace trámite en el Congreso.
En 2007, el tema estaba vigente porque se tramitaba en el Congreso la ley de desarrollo rural, y en ese momento el reporte diplomático la calificó como una iniciativa para promover la distribución de tierras, en medio de los reclamos de organizaciones de derechos humanos, en el sentido de que el asunto podría terminar en la legalización de tierras producto del despojo del paramilitarismo o de otros grupos armados ilegales. De entrada, el cable dejó constancia de que, según algunos estudios especializados, los grupos de autodefensa y el narcotráfico podían controlar hasta el 10% de la tierra en Colombia.
Un alto funcionario del Incoder comentó en la Embajada que la iniciativa del Gobierno era acelerar la distribución de tierras y fomentar el uso de las áreas productivas. No obstante, recogiendo las opiniones de los sectores de oposición, el informe a Washington precisó que, desde esta última óptica, lo único que iba a suceder era que los paramilitares iban a legalizar sus tierras y luego se iba a forzar a los indígenas y afrocolombianos a comprarlas. Otra fuente del Incoder rechazó este punto de vista asegurando que las tierras de estas comunidades estaban protegidas constitucionalmente y no podían ser vendidas.
El cable incluyó además un diagnóstico del Banco Mundial, en el que quedó manifiesto que la inequidad de la posesión de la tierra en Colombia había aumentado significativamente en los últimos 20 años. Y esa evidencia, según la fuente, tenía como sustento la compra de tierras por parte de grupos de narcotraficantes y la venta de esos mismos predios a grupos armados ilegales. El cálculo de posesión ilegal de la tierra podía alcanzar el 4 ó 5% del área total de la propiedad rural en Colombia, es decir, cerca de 4,5 millones de hectáreas en manos ilegales. Difícilmente la ley en trámite podía resolver este grave dilema.
Citando estudios del sacerdote jesuita Fernán González, el cable diplomático explicó que Colombia no había seguido el patrón de latifundio común, con tierras coloniales posteriormente distribuidas a campesinos a través de reformas agrarias, sino que se habían dado procesos de colonización en zonas remotas o de frontera y que la mayoría de propietarios habían ocupado tierras sin títulos. Posteriormente, cuando estas tierras fueron cobrando valor, se impuso la violencia para su posesión. Esta circunstancia forzó a los campesinos a moverse hacia zonas aún más remotas donde el ciclo volvió a repetirse.
Según el informe diplomático, el Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora) ha sido el programa más ambicioso hasta la fecha. Pero ante la perspectiva de una nueva iniciativa en la materia, el cable incluyó las observaciones del Banco Mundial y de la agencia norteamericana USAID, porque los proyectos no eran escogidos con análisis técnicos y económicos, tampoco habían implementado un proceso efectivo para desarrollar proyectos de restitución de tierras y, en la práctica, habían cambiado los valores reales de la tierra porque los propietarios podían pedir lo que quisieran.
La visión norteamericana era realmente pesimista. El cable detalló cómo habían crecido las compras de predios en zonas rurales en la Costa Atlántica por parte del paramilitarismo, a tal punto que en el computador confiscado al jefe paramilitar Jorge 40 se había encontrado información sobre compra de tierras entre los 2,5 y los 5 millones de hectáreas. Un caso parecido de adquisición de tierra por vía ilegal había quedado en evidencia en la Costa Pacífica, donde los paramilitares estaban desplazando a las comunidades afrocolombianas con el propósito de desarrollar plantaciones de palma africana.
En tal sentido, la Embajada de Estados Unidos en Colombia notificó a su gobierno de que se estaban verificando todas las ayudas de los fondos norteamericanos para asegurar que no llegaran a financiar directa o indirectamente a aquellas personas que habían comprado tierras de manera ilegal. De hecho, manifestó de manera expresa el cable que esa asistencia ya había sido negada para algunos finqueros que estaban desarrollando cultivos de palma africana. Era claro que paramilitares, narcotraficantes y guerrilleros estaban repitiendo los patrones de conquista de otras épocas, forzando a los campesinos a entregar sus predios.
No obstante, el reporte a Washington dejó constancia de que devolver las tierras adquiridas de manera ilegal a sus verdaderos dueños iba a ser muy difícil por la falta de títulos legales. Y que, además, ya era manifiesto el miedo de los campesinos de aceptar tierras por parte del Gobierno porque los dueños anteriores podían vengarse con el propósito de recobrar esos bienes. Como lo manifestó el citado sacerdote Fernán González, el fenómeno de la ilegalidad en la propiedad rural ha seguido vigente por la falta de presencia activa del Estado y por ausencia de una reforma agraria que entregue títulos a los campesinos.
En medio de las dudas sobre el proyecto de ley de desarrollo rural que entonces se tramitaba en el Congreso, no sólo por sus dificultades inherentes sino porque el organismo encargado de implementarla, el Incoder, había sido blanco de presunta corrupción e incluso se había relacionado a un exdirector por sus supuestos nexos con los grupos paramilitares, la Embajada de Estados Unidos dejó constancia de su pesimismo. En esencia, por los enormes obstáculos para hacer cumplir la Constitución y la ley respecto a los derechos a la propiedad rural de indígenas, campesinos y afrodescendientes.
La iniciativa de desarrollo rural cobró forma a través de la Ley 1152 de 2007, pero dos años después, en marzo de 2009, fue declarada inexequible por la Corte Constitucional, pues durante su trámite se omitió el acatamiento al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en el sentido de haber eludido la consulta con las comunidades beneficiarias del proyecto. Hoy, una vez más, es la propiedad rural el tema de discusión en el Congreso con la ley de víctimas y restitución de tierras, pero el diagnóstico que la Embajada de Estados Unidos produjo en 2007 sigue siendo el mismo para este problema crónico.
Reforma agraria, una deuda histórica
Desde la Independencia en 1819, la posesión de tierras representa un dilema para el Estado y la sociedad colombiana. Por eso no han faltado iniciativas por una reforma agraria integral. En el siglo XIX, ese ideal llegó con las reformas sociales en el gobierno de José Hilario López, entre 1849 y 1853.
Sin embargo, no se lograron los objetivos y entre guerras civiles y constituciones se aplazó el reparto integral de tierras. Ya en el siglo XX hubo tres momentos que revivieron esa opción. Durante el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, en 1936, a través de la Ley 200. Luego, en el cuatrienio de Alberto Lleras Camargo, y finalmente, en la gestión de Carlos Lleras, a partir de 1966, cuando nació el Incora y se puso en marcha una audaz propuesta de reforma con un líder escencial: el entonces ministro de agricultura Apolinar Díaz Callejas. No obstante, el tema sigue en deuda.
La pelea por la tierra sigue alimentando el conflicto colombiano y las repetidas reformas agrarias han resultado ineficientes. Esta afirmación, que hoy se constata con los continuos asesinatos de líderes campesinos que buscan recuperar tierras arrebatadas por grupos ilegales, fue advertida por la Embajada de Estados Unidos en Bogotá. Un cable diplomático enviado a Washington a comienzos de 2007 detalló el crítico panorama sobre la posesión rural en Colombia, que no se aleja mucho del desafío al que se verá enfrentado el Estado cuando entre a ejecutar la ley de víctimas que hoy hace trámite en el Congreso.
En 2007, el tema estaba vigente porque se tramitaba en el Congreso la ley de desarrollo rural, y en ese momento el reporte diplomático la calificó como una iniciativa para promover la distribución de tierras, en medio de los reclamos de organizaciones de derechos humanos, en el sentido de que el asunto podría terminar en la legalización de tierras producto del despojo del paramilitarismo o de otros grupos armados ilegales. De entrada, el cable dejó constancia de que, según algunos estudios especializados, los grupos de autodefensa y el narcotráfico podían controlar hasta el 10% de la tierra en Colombia.
Un alto funcionario del Incoder comentó en la Embajada que la iniciativa del Gobierno era acelerar la distribución de tierras y fomentar el uso de las áreas productivas. No obstante, recogiendo las opiniones de los sectores de oposición, el informe a Washington precisó que, desde esta última óptica, lo único que iba a suceder era que los paramilitares iban a legalizar sus tierras y luego se iba a forzar a los indígenas y afrocolombianos a comprarlas. Otra fuente del Incoder rechazó este punto de vista asegurando que las tierras de estas comunidades estaban protegidas constitucionalmente y no podían ser vendidas.
El cable incluyó además un diagnóstico del Banco Mundial, en el que quedó manifiesto que la inequidad de la posesión de la tierra en Colombia había aumentado significativamente en los últimos 20 años. Y esa evidencia, según la fuente, tenía como sustento la compra de tierras por parte de grupos de narcotraficantes y la venta de esos mismos predios a grupos armados ilegales. El cálculo de posesión ilegal de la tierra podía alcanzar el 4 ó 5% del área total de la propiedad rural en Colombia, es decir, cerca de 4,5 millones de hectáreas en manos ilegales. Difícilmente la ley en trámite podía resolver este grave dilema.
Citando estudios del sacerdote jesuita Fernán González, el cable diplomático explicó que Colombia no había seguido el patrón de latifundio común, con tierras coloniales posteriormente distribuidas a campesinos a través de reformas agrarias, sino que se habían dado procesos de colonización en zonas remotas o de frontera y que la mayoría de propietarios habían ocupado tierras sin títulos. Posteriormente, cuando estas tierras fueron cobrando valor, se impuso la violencia para su posesión. Esta circunstancia forzó a los campesinos a moverse hacia zonas aún más remotas donde el ciclo volvió a repetirse.
Según el informe diplomático, el Instituto Colombiano para la Reforma Agraria (Incora) ha sido el programa más ambicioso hasta la fecha. Pero ante la perspectiva de una nueva iniciativa en la materia, el cable incluyó las observaciones del Banco Mundial y de la agencia norteamericana USAID, porque los proyectos no eran escogidos con análisis técnicos y económicos, tampoco habían implementado un proceso efectivo para desarrollar proyectos de restitución de tierras y, en la práctica, habían cambiado los valores reales de la tierra porque los propietarios podían pedir lo que quisieran.
La visión norteamericana era realmente pesimista. El cable detalló cómo habían crecido las compras de predios en zonas rurales en la Costa Atlántica por parte del paramilitarismo, a tal punto que en el computador confiscado al jefe paramilitar Jorge 40 se había encontrado información sobre compra de tierras entre los 2,5 y los 5 millones de hectáreas. Un caso parecido de adquisición de tierra por vía ilegal había quedado en evidencia en la Costa Pacífica, donde los paramilitares estaban desplazando a las comunidades afrocolombianas con el propósito de desarrollar plantaciones de palma africana.
En tal sentido, la Embajada de Estados Unidos en Colombia notificó a su gobierno de que se estaban verificando todas las ayudas de los fondos norteamericanos para asegurar que no llegaran a financiar directa o indirectamente a aquellas personas que habían comprado tierras de manera ilegal. De hecho, manifestó de manera expresa el cable que esa asistencia ya había sido negada para algunos finqueros que estaban desarrollando cultivos de palma africana. Era claro que paramilitares, narcotraficantes y guerrilleros estaban repitiendo los patrones de conquista de otras épocas, forzando a los campesinos a entregar sus predios.
No obstante, el reporte a Washington dejó constancia de que devolver las tierras adquiridas de manera ilegal a sus verdaderos dueños iba a ser muy difícil por la falta de títulos legales. Y que, además, ya era manifiesto el miedo de los campesinos de aceptar tierras por parte del Gobierno porque los dueños anteriores podían vengarse con el propósito de recobrar esos bienes. Como lo manifestó el citado sacerdote Fernán González, el fenómeno de la ilegalidad en la propiedad rural ha seguido vigente por la falta de presencia activa del Estado y por ausencia de una reforma agraria que entregue títulos a los campesinos.
En medio de las dudas sobre el proyecto de ley de desarrollo rural que entonces se tramitaba en el Congreso, no sólo por sus dificultades inherentes sino porque el organismo encargado de implementarla, el Incoder, había sido blanco de presunta corrupción e incluso se había relacionado a un exdirector por sus supuestos nexos con los grupos paramilitares, la Embajada de Estados Unidos dejó constancia de su pesimismo. En esencia, por los enormes obstáculos para hacer cumplir la Constitución y la ley respecto a los derechos a la propiedad rural de indígenas, campesinos y afrodescendientes.
La iniciativa de desarrollo rural cobró forma a través de la Ley 1152 de 2007, pero dos años después, en marzo de 2009, fue declarada inexequible por la Corte Constitucional, pues durante su trámite se omitió el acatamiento al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en el sentido de haber eludido la consulta con las comunidades beneficiarias del proyecto. Hoy, una vez más, es la propiedad rural el tema de discusión en el Congreso con la ley de víctimas y restitución de tierras, pero el diagnóstico que la Embajada de Estados Unidos produjo en 2007 sigue siendo el mismo para este problema crónico.
Reforma agraria, una deuda histórica
Desde la Independencia en 1819, la posesión de tierras representa un dilema para el Estado y la sociedad colombiana. Por eso no han faltado iniciativas por una reforma agraria integral. En el siglo XIX, ese ideal llegó con las reformas sociales en el gobierno de José Hilario López, entre 1849 y 1853.
Sin embargo, no se lograron los objetivos y entre guerras civiles y constituciones se aplazó el reparto integral de tierras. Ya en el siglo XX hubo tres momentos que revivieron esa opción. Durante el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, en 1936, a través de la Ley 200. Luego, en el cuatrienio de Alberto Lleras Camargo, y finalmente, en la gestión de Carlos Lleras, a partir de 1966, cuando nació el Incora y se puso en marcha una audaz propuesta de reforma con un líder escencial: el entonces ministro de agricultura Apolinar Díaz Callejas. No obstante, el tema sigue en deuda.