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En 1845, en Santa Fe de Bogotá, el naturalista e historiador francés Der Murse describió un ave que sobrevolaba la ciudad y sus alrededores: la Spizaetus isidori, comúnmente conocida como águila real de montaña o águila crestada. (Lea: Fueron a buscar un periquito extinto en Colombia y descubrieron el primer nido de un águila)
Este espécimen que, antes de ese registro en la capital colombiana, era desconocido para la ciencia, puede medir hasta 180 centímetros de envergadura y pesar hasta cuatro kilogramos. Tiene la cabeza, el cuello y el dorso negros, aunque sus plumas pueden variar entre colores cafés, blancos y grises, dependiendo de su edad. En la parte superior de la cabeza tiene algunas plumas elevadas hacia el cielo, que parecen una cresta y le otorgan su nombre común.
Para ese entonces, cuando Der Murse describió esta especie, Bogotá y toda la cordillera de los Andes tenían bosques frondosos que garantizaban su supervivencia. Pero hoy se estima que esta zona del país ha sido deforestada en más del 80 %, según explica Andrés Avella, ingeniero forestal y doctor en Biología de la Universidad Nacional de Colombia, en el capítulo “Bosques naturales de la cordillera de los Andes, en peligro” del programa El Resonar de la Tierra.
Aunque el águila crestada puede encontrarse desde Colombia y Venezuela hasta el norte de Argentina, solo habita zonas que oscilan entre los 1.500 y 3.500 metros sobre el nivel del mar, por lo que el área que puede ocupar es pequeña. Además, su población es cada vez más reducida.
Según el Libro rojo de las aves de Colombia, documento publicado por el Instituto Humboldt en 2002 y actualizado en 2014, se estima que en todo el mundo solo quedan unas mil águilas de este tipo y que cerca de unos 320 ejemplares se encuentran en Colombia, lo que implica una gran responsabilidad del país para la conservación de esta especie.
De hecho, desde el 2014, el águila crestada está clasificada en la lista roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) como especie en peligro, la séptima de nueve categorías que tiene esta institución para catalogar el riesgo de extinción de una especie, siendo la octava en peligro crítico y la novena extinto en la vida silvestre.
Conociendo esta situación, el biólogo Santiago Zuluaga, nacido en Manizales y experto en aves rapaces, realizó junto a un grupo de tres investigadores un estudio que fue publicado recientemente en la revista científica Global Ecology and Conservation para intentar conocer más sobre el riesgo en el que está esta ave y proponer algunas medidas que puedan ayudar a que esta especie no desaparezca. (Lea también: Águila arpía en Colombia: un gigante que aún no conocemos)
Con la investigación los científicos tenían tres objetivos: hacerse una idea de la tasa de mortalidad de esta especie, identificar el área que usan las águilas juveniles cuando se dispersan en busca de su propio territorio para anidar y saber cómo están respondiendo a la modificación de su hábitat causada por la deforestación de los Andes. “Marcamos a seis individuos en cinco años en Colombia y Argentina para poder conocer sus comportamientos y hacernos una idea de lo que está pasando con la especie en toda la región”, explica el experto.
Comenzaron en 2015 en la región del Guavio, en Cundinamarca, marcando a un macho de 45 días de nacido, con el apoyo de Corpoguavio. Luego, en 2016 y 2017, marcaron a dos ejemplares en Argentina, y entre 2018 y 2019, marcaron a otros tres ejemplares en Colombia, en los departamentos de Cundinamarca, Tolima y Huila.
Los resultados del estudio son, por decir lo menos, desoladores. Aunque la esperanza de vida de esta especie está entre los veinte y treinta años, cuatro de los seis ejemplares marcados murieron antes de cumplir los dos años. Como esta águila tarda entre tres y cuatro años en establecer un nido, el estudio evidencia que todas las aves que murieron lo hicieron sin lograr reproducirse.
“Sabemos con certeza que uno de los ejemplares del estudio fue tiroteado y, aunque la causa de la muerte de los otros tres individuos no fue identificada, probablemente muchos murieron por conflicto con el hombre. ¿Cómo sabemos eso? Porque alrededor de ochenta águilas, o un poco más, han sido cazadas en Colombia durante los últimos ochenta años”, asegura.
Este dato que da el experto corresponde a una de las conclusiones a las que llegó el estudio “Conflicto entre humanos y rapaces en asentamientos rurales de Colombia”, que fue publicado en enero del 2020 en la revista científica “Plos One” por seis investigadores colombianos. En este se registraron 81 águilas crestadas muertas o capturadas entre 1943 y 2019, en 16 departamentos de Colombia.
Los datos de este último estudio fueron recopilados por particulares, científicos, medios de comunicación y algunas de las corporaciones autónomas regionales del país, y el 53 % del total de las muertes ocurrieron de 2000 a 2019, lo que evidencia que el conflicto con esta especie en el país es una problemática vigente.
De hecho, los colombianos que realizaron este artículo ya habían publicado otro titulado “La deforestación puede desencadenar la depredación de aves domésticas por el águila ‘Spizaetus isidori’” en el que identifican que la tasa de consumo de gallinas por parte del águila aumenta cuando hay menos bosque alrededor de su nido. Por esto, los campesinos las ven como un enemigo que se come sus pollos y gallinas, y las cazan.
Según el estudio, la presa principal de la dieta de las águilas, que se encuentran en bosques de mayor extensión, son aves y mamíferos silvestres, pequeños y medianos, mientras que en las zonas más deforestadas la principal presa son las aves de corral. (Lea también: La colombiana que busca proteger al águila real de montaña)
Todos estos datos, dice Zuluaga, demuestran que el águila crestada ha cambiado su comportamiento, y por la deforestación no les queda más remedio que modificar su dieta por especies domésticas y volar por encima de los potreros para llegar al próximo fragmento de bosque que queda. Pero es esta estrategia, precisamente, la que las pone en mayor riesgo de tener conflictos con los humanos.
Los demás resultados del estudio que publicaron Zuluaga y colaboradores este mes tampoco son muy alentadores. En cuanto a las zonas de dispersión natal, es decir, el área en que se desplazan los juveniles en busca de un lugar para reproducirse, se estima que ronda las 100.000 hectáreas.
“La especie utiliza áreas de dispersión muy grandes, principalmente en alturas alrededor de los 2.000 metros sobre el nivel del mar, y en Colombia no hay muchas áreas con esas características que se encuentren protegidas. Por ejemplo, el Parque Nacional Natural Chingaza, un sitio donde esta ave habita, mide 76.000 hectáreas, por lo que es poco probable que las áreas protegidas sean una estrategia suficiente para conservar a esta especie”, explica el biólogo.
Sin embargo, Zuluaga y sus compañeros identificaron una oportunidad que puede ayudar a la preservación del águila crestada: las zonas de mayores pendientes. “Las áreas protegidas no son suficientes, de eso estamos seguros, pero hay muchas zonas que no son protegidas legalmente, pero están conservadas y son las zonas de mayor pendiente, porque no son zonas óptimas para agricultura”, asegura.
Además, plantea otras posibles soluciones para ayudar a que esta especie continúe haciendo parte de la biodiversidad de Colombia y el mundo. “Hay que hacer un llamado a las entidades ambientales del país para incentivar la coexistencia de los campesinos y el águila en programas serios y a largo plazo. Por ejemplo, realizar programas de ecoturismo, apoyar a los campesinos con encierros o medidas para proteger a las gallinas y monitoreo comunitario”, explica Zuluaga.
Al consultarle a las corporaciones autónomas regionales de las zonas donde se encuentra esta especie para conocer qué estrategias de conservación tienen, Corpoguavio aseguró que les ha dado gallineros para proteger a sus aves a los campesinos que han sido afectados por el águila crestada debido al consumo de gallinas y pollos en su jurisdicción, Corpochivor y Cortolima aseguran estar haciendo monitoreo de los nidos identificados en el suroriente de Boyacá y el Cañón de las Hermosas y desarrollando campañas en pro del cuidado y la conservación de esta especie.
Pero Zuluaga hace una advertencia a la luz de su reciente estudio: “Para proteger a esta especie se necesita una gran inversión por parte del Estado que aún no se está teniendo en cuenta. Además, puede ser una labor dispendiosa, pero se podría empezar por las zonas más críticas, como Antioquia, Tolima y Huila. Cualquier acción que se pueda tomar resulta urgente y debería ser priorizada si es que esperamos conservar los pocos ejemplares que quedan”.
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