Alexander von Humboldt visto por la historiadora Andrea Wulf
La escritora germano-británica es la invitada especial hoy a la entrega del Premio a la Protección del Medio Ambiente de Caracol Televisión. Hablará de “La invención de la naturaleza”, biografía sobre el naturalista alemán Alexander von Humboldt (1769-1859). Fragmento del prólogo del libro.
Andrea Wulf * / Especial para El Espectador
Prólogo
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Prólogo
Descrito por sus contemporáneos como el hombre más famoso del mundo después de Napoleón, Humboldt fue uno de los personajes más cautivadores e inspiradores de su época. Nacido en 1769 en el seno de una familia acomodada de Prusia, desechó una vida de privilegios para irse a descubrir cómo funcionaba el mundo. De joven emprendió un viaje de cinco años para explorar Latinoamérica, en el que arriesgó muchas veces la vida y del que regresó con una nueva concepción del mundo.
Fue un viaje que moldeó su vida y su pensamiento y que le convirtió en un personaje legendario en todo el planeta. Vivió en ciudades como París y Berlín, pero también se sentía cómodo en los brazos más remotos del río Orinoco o en la estepa kazaja de la frontera entre Rusia y Mongolia. Durante gran parte de su larga vida fue el centro del mundo científico: escribió alrededor de 50.000 cartas y recibió al menos el doble. Los conocimientos, creía Humboldt, había que compartirlos, intercambiarlos y ponerlos a disposición de todos.
También era un hombre de contradicciones. Fue feroz crítico del colonialismo y apoyó las revoluciones en Latinoamérica, pero fue chambelán de dos reyes de Prusia. Admiraba a Estados Unidos por su concepto de libertad e igualdad, pero nunca dejó de criticarlo por no abolir la esclavitud. Se consideraba «medio americano» pero, al mismo tiempo, comparaba América con «un vértice cartesiano, que arrastra todo e iguala todo en una triste monotonía».
Era un hombre seguro de sí mismo, pero tenía un afán constante de aprobación. Le admiraban por su gran amplitud de conocimientos, pero le temían por su lengua mordaz. Los libros de Humboldt se publicaron en una docena de idiomas y eran tan populares que los lectores sobornaban a los libreros para ser los primeros en recibir ejemplares, y, sin embargo, murió pobre. Podía ser vanidoso, pero también daba el único dinero que le quedaba a algún joven científico en dificultades. Llenó su vida de viajes y trabajo constante. Siempre quería experimentar algo nuevo y, en sus propias palabras, a ser posible, «tres cosas al mismo tiempo».
Humboldt era célebre por sus conocimientos y su pensamiento científico, pero no era ningún cerebro erudito. No contento con quedarse en su estudio y entre libros, se entregaba al esfuerzo físico y llevaba su cuerpo al límite. Se aventuró en las profundidades misteriosas de la selva de Venezuela y se arrastró por estrechos salientes, a una altura peligrosa, para ver las llamas del interior de un volcán en activo. Incluso cuando tenía sesenta años viajó más de 16.000 kilómetros hasta los rincones más alejados de Rusia y dejó atrás a sus acompañantes, más jóvenes.
Fascinado por los instrumentos científicos, las mediciones y las observaciones, además se dejaba llevar por el asombro. Era necesario medir y analizar la naturaleza, por supuesto, pero también pensaba que nuestra reacción ante el mundo tenía que depender en gran parte de las sensaciones y las emociones. Quería despertar el «amor a la naturaleza». En una época en la que otros científicos buscaban leyes universales, Humboldt escribía que la naturaleza había que experimentarla a través de los sentimientos.
Humboldt era diferente a cualquier otra persona porque era capaz de recordar hasta los más mínimos detalles durante años: la forma de una hoja, el color de un suelo, una temperatura, los estratos de una roca. Su extraordinaria memoria le permitía comparar las observaciones que había hecho por todo el mundo con décadas y miles de kilómetros de distancia por en medio. Podía «recorrer toda la cadena de fenómenos en el mundo al mismo tiempo», dijo años después un colega. Mientras que otros tenían que rebuscar en su memoria, Humboldt —«cuyos ojos son telescopios y microscopios naturales», dijo el escritor y poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson con admiración— tenía cada dato de conocimiento y observación a mano en cuestión de un instante.
De pie en el Chimborazo, exhausto tras la ascensión, Humboldt absorbió la vista. Las zonas de vegetación se apilaban una sobre otra. En los valles había pasado junto a palmeras y húmedos bosques de bambú en los que las orquídeas llenas de color se aferraban a los árboles. Más arriba había visto coníferas, robles, alisos y arbustos de agracejos como los que conocía de los bosques europeos. Después estaban las plantas alpinas, similares a las que había recogido en las montañas de Suiza, y los líquenes que le recordaban a especímenes del círculo polar y Laponia. Nadie había estudiado las plantas así hasta entonces. Humboldt no las veía dentro de estrictas categorías de una clasificación, sino como tipos en función de la situación y el clima. Era un hombre para el que la naturaleza era una fuerza global con zonas climáticas correspondientes en todos los continentes: un concepto radical para su época y que todavía inspira nuestra interpretación de los ecosistemas.
Los libros, diarios y cartas de Humboldt revelan a un visionario, un pensador muy por delante de su tiempo. Inventó las isotermas —las líneas de temperatura y presión que vemos en los mapas del tiempo actuales— y descubrió el ecuador magnético. Se le ocurrió la idea de que las zonas de vegetación y climáticas recorren en mundo. Pero lo más importante es que revolucionó nuestra manera de ver el mundo natural. Encontraba conexiones en todas partes. No abordaba nada, ni el organismo más diminuto, por sí solo. «En esta gran cadena de causas y efectos —dijo—, no puede estudiarse ningún hecho aisladamente». Con esta perspectiva, inventó la red de la vida, el concepto de naturaleza que conocemos hoy.
Cuando se percibe la naturaleza como una red, su vulnerabilidad salta a la vista. Todo se sostiene junto. Si se tira de un hilo, puede deshacerse el tapiz entero. Después de ver las devastadoras consecuencias medioambientales de las plantaciones coloniales en el lago Valencia de Venezuela en 1800, Humboldt fue el primer científico que habló del nocivo cambio climático provocado por el ser humano. La deforestación había dejado la tierra estéril, el nivel de agua del lago estaba disminuyendo y, con la desaparición de la maleza, las aguas torrenciales habían arrasado el suelo de las laderas en las montañas de alrededor. Humboldt fue el primero en explicar la capacidad del bosque para enriquecer la atmósfera con su humedad y su efecto refrescante, además de su importancia para retener las aguas y proteger el suelo contra la erosión. Advirtió de que los seres humanos estaban interfiriendo en el clima y eso podía tener unas consecuencias imprevisibles para las «futuras generaciones».
La invención de la naturaleza sigue la pista de los hilos que nos conectan a este hombre tan extraordinario. Humboldt influyó en muchos de los mayores pensadores, artistas y científicos de su tiempo. Thomas Jefferson le llamó «una de las mayores joyas de la época». Charles Darwin escribió que «nada estimuló jamás tanto mi entusiasmo como leer la Personal Narrative de Humboldt», y dijo que no se habría embarcado en el Beagle, ni concebido El origen de las especies, sin Humboldt. William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge incorporaron el concepto de naturaleza de Humboldt a sus poemas. Y el más venerado autor de Estados Unidos de textos sobre la naturaleza, Henry David Thoreau, halló en los libros de Humboldt una respuesta a su dilema de cómo ser poeta y naturalista; Walden habría sido un libro muy distinto sin él. Simón Bolívar, el revolucionario que liberó Sudamérica del poder colonial español, llamó a Humboldt «el descubridor del Nuevo Mundo», y Johann Wolfgang von Goethe, el poeta más grande de Alemania, declaró que pasar unos días en compañía de Humboldt era como «haber vivido varios años».
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Humboldt nos brindó nuestra concepción de la naturaleza. Lo irónico es que sus ideas son ya tan obvias que nos hemos olvidado en buena parte del hombre que las forjó. Pero existe una conexión directa a través de su pensamiento y todas las personas a las que inspiró. El concepto de naturaleza de Humboldt, como una cuerda, nos une a él.
La invención de la naturaleza es mi intento de encontrar a Humboldt. Ha sido un viaje por todo el mundo que me ha llevado a archivos en California, Berlín y Cambridge, entre otros muchos. He leído miles de cartas pero también he seguido sus pasos. Vi las ruinas de la torre de la anatomía en Jena, Alemania, donde Humboldt pasó muchas semanas diseccionando animales, y en Ecuador, en el Antisana a 3.600 metros de altura, con cuatro cóndores volando en círculo sobre mí y rodeada de una manada de caballos salvajes, encontré la choza desvencijada en la que durmió una noche en marzo de 1802.
En Quito tuve en mis manos el pasaporte español original de Humboldt, el documento que le permitió recorrer Latinoamérica. En Berlín, por fin, comprendí cómo funcionaba su mente cuando abrí las cajas que contenían sus notas, maravillosos collages con miles de trozos de papel, dibujos y números. No tan lejos, en la British Library de Londres, pasé muchas semanas leyendo los libros publicados de Humboldt, algunos tan grandes y pesados que casi no podía levantarlos de la mesa. En Cambridge examiné los ejemplares de esos libros que pertenecieron a Darwin, los que guardaba en un estante junto a su hamaca en el Beagle. Están llenos de anotaciones a lápiz. Al leerlos sentí que estaba oyendo a escondidas una conversación entre Darwin y Humboldt.
Estuve en la selva venezolana, de noche, escuchando el extraño rugido de los monos aulladores, pero también en Manhattan, atrapada sin electricidad durante el huracán Sandy, cuando fui allí para leer varios documentos en la Public Library de Nueva York. Admiré la vieja casona con la torre del siglo X en la aldea de Piobesi, a las afueras de Turín, en la que George Perkins Marsh escribió partes de Man and Nature a principios de la década de 1860; un libro inspirado por las ideas de Humboldt y que supuso el principio del movimiento conservacionista en Estados Unidos. Paseé alrededor del estanque de Walden de Thoreau sobre la nieve recién caída y caminé por Yosemite mientras recordaba la idea de John Muir de que «el camino más claro hacia el Universo pasa por un bosque virgen».
El momento más emocionante fue cuando, por fin, ascendí el Chimborazo, la montaña que tan fundamental fue para la visión de Humboldt. Mientras subía por la inhóspita ladera, el aire estaba tan enrarecido que cada paso parecía eterno, una lenta marcha hacia arriba con las piernas de plomo y vagamente separadas del resto de mi cuerpo. Mi admiración por Humboldt creció con cada paso. Él subió al Chimborazo con un pie herido (y, desde luego, no con unas botas tan cómodas y sólidas como las mías), cargado de instrumentos y parándose constantemente para hacer mediciones.
El resultado de esta exploración por paisajes y cartas, por pensamientos y diarios, es este libro. La invención de la naturaleza es mi intento de redescubrir a Humboldt y devolverle al lugar que le corresponde en el panteón de la naturaleza y la ciencia. Es también un intento de comprender por qué pensamos como lo hacemos hoy sobre el mundo natural.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Andrea Wulf nació en India, se mudó a Alemania de niña y hoy vive en Londres, donde da clases de Historia del Diseño en el Royal College of Art. Es autora de libros como The Brother Gardeners y Founding Gardeners. The Revolutionary Generation, Nature, and the Shaping of the American Nation, aclamado por la crítica. Ha colaborado con medios como The New York Times, The LA Times, The Wall Street Journal, The Sunday Times y The Guardian, entre otros medios. Ha dado conferencias en lugares como la Royal Geographical Society, la Royal Society de Londres, la American Philosophical Society de Philadelphia y la Biblioteca Pública de Nueva York.