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A sus 70 años, doña Eufracia Kuyuedo Fusiñoteriza guarda muchas historias de discriminación. Esta tiene final feliz. Comienza con un viaje en busca de fortuna: la joven Eufracia abandona el territorio ancestral del pueblo murui en el río Igará-Paraná para establecerse en Leticia, capital del Amazonas colombiano. Allí trabaja en casas de familia, cocinando, limpiando, cuidando niños. Ya sabe, porque se lo han inculcado con golpes y mordazas las “monjitas” del internado indígena, allá en su tierra, que no debe hablar su lengua. En Leticia aprende que tampoco debe comer su comida. “Nos insultaban: ¡Comegusanos! ¡Comesapos! ¡Comehormigas! Uno sentía vergüenza, por eso escondíamos nuestros platos”. El desprecio de los patrones iguala al de los misioneros que llegaron a la Amazonia en el siglo XVII: “Ollas llenas de monos, ratones, lagartos, papagayos y de cuantas inmundicias hay, hasta de hormigas y gusanos”, se lamentaba el hambriento jesuita Francisco de Figueroa.
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Pero, últimamente, los alimentos de los indígenas son considerados “Sabores memorables”, “uso de fermentaciones”, “técnicas ancestrales” o “manejo en subproductos de la yuca”, son algunas de las razones por las que el jurado del Premio Nacional de Cocinas Tradicionales de Colombia otorgó el primer premio en el año 2017 al iyiko de doña Eufracia, el plato emblemático del pueblo murui. El premio reconocía mucho más que una receta: doña Eufracia estaba flanqueada por su hija, la etno-educadora Anitalia Pijachi, como receptora y divulgadora del conocimiento ancestral, por la bióloga Alejandra Currea y por al antropólogo Iván Quiceno, que develaron las profundas implicaciones sociales y medioambientales de la preparación.
El certamen, organizado por el Ministerio de Cultura colombiano, entronca con el esfuerzo global encabezado por la FAO de promover sistemas agroalimentarios sostenibles, como los de los pueblos indígenas, que podrían contribuir a frenar el cambio climático y erradicar el hambre en el mundo, una de las remisas metas de la Agenda 2030. De acuerdo a la FAO, alrededor de 735 millones de personas pasaron hambre en el mundo en 2023, 112 millones más que en 2019.
Más que una chagra
Doña Eufracia renquea cuando sube la loma para llegar a una de sus chagras, cerca del Tacana, una quebrada que desemboca en el Amazonas unos kilómetros más abajo de la ciudad de Leticia. El agudo dolor que, desde hace años, siente en la rodilla no le impide agarrar el machete cada mañana para ir a trabajar, una costumbre inveterada. “Mi mamá nos levantaba a las cuatro de la mañana y a las cinco ya estábamos yendo a desyerbar o a sacar yuca. Así yo aprendí. La costumbre de nuestra cultura es que la mujer siempre debe tener chagra, esa es nuestra identidad”.
La chagra es una plantación familiar que ha garantizado a los habitantes de la Amazonia una alimentación variada y nutritiva, medicina, combustibles y materiales de construcción. Es un sistema sofisticado e inteligente, que potencia la biodiversidad en vez de dañarla, y que comienza con la tala de un pequeño espacio de selva. La vegetación caída se deja secar en tiempo de verano y, de manera controlada, se quema para que las cenizas aporten los nutrientes que requieren los ácidos suelos amazónicos. Se retiran palos y troncos, que servirán de leña para cocinar todo el año, y se siembran los productos de consumo cotidiano, entre los que reina la yuca, un tubérculo que se puede procesar en múltiples formas. Además: plátano, banano, piña, caña, ají, pimentón, maíz, fríjol, pepino, tomate, lulo. Durante los siguientes dos o tres años la chagra es productiva; paulatinamente, los suelos se agotan y se busca otro terreno. El lote abandonado se confía a la regeneración natural, de forma que pueda reutilizarse al cabo de unos años, o se siembra con frutales que en el futuro proveerán un aporte fundamental a la dieta: asaí, umarí, canangucho, bacava, cupuasú, arazá, chontaduro, macambo. La sonoridad de los nombres es solo comparable a su poder nutritivo o a su delicioso sabor.
Doña Eufracia y su extensa familia viven en un resguardo indígena cercano a Leticia. Disponen de 50 hectáreas de selva para hacer sus chagras, pero solo han intervenido seis, suficientes para garantizar “abundancia”, una de las palabras preferidas de esta chagrera murui: “La chagra es importante para que la familia esté con la barriga llena, contenta. Si hay hambre, hay violencia, hay robo”. Una plantación para la familia y con la familia: “Trabajamos unidos, las mujeres, los hombres, los adultos y los niños, los vecinos, cuando hay que hacer algún trabajo duro también apoyan”.
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La chagra es el espacio de la fertilidad: origen del alimento, escenario de los encuentros sexuales y del parto, motor de las relaciones sociales y las fiestas que fructifican a través de intercambios de alimentos. La FAO, en su informe Sistemas alimenticios de los pueblos indígenas, lo describe muy bien: “Fundamentan las manifestaciones culturales, sociales y espirituales”. Y destaca, más que nunca, su vigencia: “Pueden aportar respuestas al actual debate sobre sistemas alimenticios sostenibles y resiliencia”. Pero advierte de los factores que la amenazan: “Mercado y monetización; cambio climático; pérdida de biodiversidad; presiones de actores externos; declive en la transmisión de conocimientos tradicionales; migración juvenil”.
Comiendo sabroso
El aula de la cátedra Comiendo Sabroso, en la sede que la Universidad Nacional de Colombia tiene en Leticia, está especialmente concurrida la tarde en que doña Eufracia y su hija Anitalia divulgan su experiencia de chagreras y cocineras tradicionales. En el éxito de la convocatoria seguramente influye que al final de la sesión se va a convidar a su ya famoso iyiko. Pero antes del banquete, Anitalia, de 44 años, lideresa de larga trayectoria en el trabajo con las comunidades cercanas a Leticia, y profunda conocedora de su situación socioeconómica, hace un diagnóstico poco halagüeño. “Es triste decirlo pero nutricionalmente hablando estamos mal. Los niños ya no se alimentan sanamente. En las comunidades indígenas de este sector hay más tiendas que chagras. Vemos niños con bajo peso y talla, su comida es muy pobre, salchicha brasilera, un pan y un huevito”.
Dany Mahecha, antropóloga y coorganizadora de la cátedra Comiendo Sabroso, en la que se analizan (y saborean) las prácticas alimenticias en la región, observa que la integración de las sociedades indígenas en la economía de mercado ha menoscabado su autonomía alimentaria de distintas maneras. La comercialización: “Antes producían gran diversidad de frutos para el autoconsumo. Ahora la producción está orientada al mercado y se dedica más esfuerzo a lo que vende bien”. El prestigio asociado a consumir productos enlatados: “La gente vende su pescado fresco y se compra una lata de sardinas”. El cambio en los hábitos cotidianos: “Una bebida maravillosa de la palma, como es el milpeso, se pierde porque requiere tiempo para su preparación, mientras que una avena se hace en cinco minutos”. El cambio de aspiraciones en las nuevas generaciones: “La escuela estigmatiza los trabajos físicos y agropecuarios, y promociona el éxito económico individual”. Pese a todo, Mahecha tiene razones para ser optimista. “Durante muchos años no veías productos de las chagras en los restaurantes del centro de Leticia. Hoy el tucupí, el almidón de yuca o la fariña tienen mucho éxito en restaurantes elegantes. La razón es que son deliciosos. Y quienes los preparan ahora son consideradas sabedoras”.
El convite que cierra la sesión confirma ese optimismo. Los asistentes se relamen con el iyiko: un caldo de pescado en tucupí (salsa picante a base de yuca y ají) con semillas de macambo (fruto de la familia del cacao), pimentón, hojas de chicoria y un puñado de hormigas, que aportan un delicado aroma. De acompañamiento: casabe (pan de harina de yuca), y cahuana (bebida a base de almidón y piña). Entre bocado y sorbo se adivinan interjecciones de placer (“delicia”, “exquisito”, “muy rico”), apreciaciones críticas (“texturas, sabores, olores, todo extraordinario”), y una conclusión categórica: “nivel de maestría”. Doña Eufracia sonríe de oreja a oreja. Y todos los ingredientes: de su chagra, de sus manos.
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Patrimonio inmaterial
El éxito del iyiko de doña Eufracia y Anitalia simboliza, en cierta forma, la redención del pueblo murui, que hace un siglo, durante el boom de la explotación del caucho, sufrió extraordinarias calamidades para brindarle extraordinarios beneficios a los despiadados “patrones blancos” y, de paso, poner en marcha la industria mundial del automóvil. A punto del exterminio físico, los supervivientes de aquel genocidio se enfrentaron desde mediados del siglo XX con los procesos de evangelización y “civilización” que, a través de religiosos y escuelas, reprimieron sus expresiones culturales, empezando por la lengua, el chamanismo y, por supuesto, la cocina.
En las últimas décadas el viento sopla a favor. Los pueblos indígenas son ahora ejemplos a seguir. En 2003, la Unesco, a través de la Convención para la salvaguardia del patrimonio inmaterial de la humanidad, animó a los gobiernos del mundo a dedicar recursos para proteger el “crisol de diversidad cultural y garante del desarrollo sostenible”. En Colombia, el Ministerio de Cultura realizó en 2011 un diagnóstico muy pesimista de la situación de las cocinas tradicionales, y en 2012 puso en marcha la Política de para el conocimiento, la salvaguardia y el fomento de la alimentación y las cocinas tradicionales. “Las escuelas de cocina no estaban enseñando técnicas propias de la cocina colombiana”, explica Mónica Pulido, asesora de esta política. “Muchas preparaciones y productos se estaban perdiendo, porque morían las sabedoras sin transmitir sus conocimientos a las nuevas generaciones, lo que implica una pérdida de esa identidad. Y había factores externos, como el cambio climático, la fumigación para la erradicación de la coca, el aumento de los monocultivos o el conflicto armado”. Pulido incide en que la política va mucho más allá de rescatar recetas: “Buscamos generar reconocimiento y protección de la producción del alimento y su procesamiento, es decir, de todo el ecosistema agroalimentario que aporta a una soberanía alimentaria, una cohesión social y un cuidado del medioambiente”. De entre las muchas iniciativas que impulsa el Ministerio, un recetario nos lleva de vuelta a Leticia.
Recetario vital
Una calurosa mañana leticiana quince mujeres de los pueblos indígenas Magütá, Matapí, Murui, Yagua y Cocama se concitan para comprobar que sus historias de vida y las recetas que aprendieron de sus abuelas han quedado registradas en el Recetario ancestral. Cocinas indígenas de Leticia, Amazonas. Ahí está la octogenaria doña Julia, del pueblo Magütá, y su inchicapi de gallina: “De la chagra vivimos diariamente”. O la carne ahumada de doña Evanilde, 56 años, del pueblo Yagua, que fue raptada por el que sería padre de sus hijos y tardó 40 años en reencontrarse con su madre: “Mi sueño es abrir un restaurante”. También está doña Eufracia con su iyico: “Es lo que se le brinda al visitante. Uno lo primero que hace es: ‘Venga a la cocina, coma’. Para enfriar su corazón y su pensamiento”.
Anitalia, que formó parte del equipo de trabajo que produjo el recetario, es la maestra de ceremonias: “No hace falta traer productos de Europa; es hora de dar a conocer lo nuestro. La idea es rescatar de ustedes, que nunca recibieron atención, todo lo que hay detrás de un plato. Honremos este momento recordando a los abuelos que ya se fueron y que se llevaron con ellos una cantidad de recetas y sabiduría”.
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Desde que ganó el premio de cocinas tradicionales, Anitalia, involucrada desde su adolescencia en procesos comunitarios, ha catalizado su reivindicación de las culturas indígenas a través de la producción de alimentos. “Se abrió una puerta para visibilizar la situación de las comunidades y de las mujeres. Desde entonces, he sido como esa semilla, dicen los abuelos, y voy mostrando, denunciando y proponiendo”. Unas semanas después de la presentación del recetario, viaja a Huelva, España, como parte de la delegación colombiana en el III Congreso Iberoamericano de Gastronomía, Binómico, cuyo lema es profundizar “en la influencia de la gastronomía, el turismo y la agroalimentación como agentes de cambio global y transformación social”.
Turismo gastronómico
Cuando viaja, y en los últimos años lo ha hecho con frecuencia, Anitalia echa de menos su chagra. Sufrir bajo el sol arrancando yuca o desyerbando, las risas con la mamá mientras preparan casabe o sacan almidón, la tranquilidad de las noches, los baños en el río. La familia, con la contribución esencial de don Arsecio Pijachi, marido y padre, ha apostado por abrir Chivavaña, nombre de la chagra, a turistas, investigadores de las ciencias sociales y naturales, cocineros, estudiantes universitarios o colegiales. El sueño: que ese movimiento genere los ingresos suficientes para mantener el conocimiento vivo y vigente al tiempo que garantice una vejez digna a don Arsecio y doña Eufracia, que después de trabajar “como burros”, desde la adolescencia, no tienen derecho a pensión porque, según la ley, no han aportado a la seguridad social.
Un domingo, como cualquier otro, la chagra está muy concurrida. Hijas, nietos, una sobrina con su familia, un universitario bogotano, la coordinadora en Leticia de una oenegé. En comitiva, se adentran en la selva, entre bromas. Doña Eufracia tropieza, cae de boca, y se levanta riendo. “A mí esta rodilla no me gana”, dice. Y continúa renqueando hasta que encuentran la palma caída. Tres meses atrás le hicieron unos agujeros en el tronco; unos cucarrones pusieron sus huevitos; ha llegado el momento de cosechar las deliciosas larvas de mojojoy. Los jóvenes se turnan en abrir el tronco y dejar al descubierto la pulpa por la que pululan blancas, gruesas, ondulantes. Doña Eufracia agarra una, le arranca la cabeza con los dientes y se la traga.
De vuelta a casa, les saca las tripas y a la sartén para que se asen en su propia grasa: insaturada omega-6 y omega-9 (y un 18% de proteína). Ajenos a la composición dietética, arrebatados por el delicioso sabor, los comensales están felices.
Y es que en la chagra de doña Eufracia, las historias siempre tienen final feliz.
*Este reportaje fue producido con apoyo del Amazon Rainforest Journalism Fund en colaboración con el Pulitzer Center.