Ñupana, la finca que una familia le devolvió a la Amazonia
Héctor Zapata y Dora Sánchez transformaron una finca ganadera en el Guaviare en un refugio para animales víctimas de maltrato y tráfico ilegal. En un departamento que suele tener cifras alarmantes de deforestación, esta reserva natural es un testimonio del compromiso con la conservación.
Silvia Juliana Jaimes Reatiga
“Roma” siempre lleva la cabeza ladeada. Mira de reojo, no con agresividad, sino todo lo contrario: es una mirada noble, casi sumisa. Todos los días sale de su recinto, sujeta a un collar que está amarrado a un palo al aire libre, para tomar el sol. Esto ocurre a unos 10 pasos del aviso que recibe a los visitantes de la Reserva Ñupana: “Bienvenidos, protege, conserva, aprende, regresa”.
Roma tiene un apodo. Le dicen “bulto e’ sal”, pues su salud no es la mejor. Esta zorra cangrejera es una de las tantas víctimas del maltrato y tráfico de animales en la Amazonia. Según los veterinarios que la atendieron sufre de una condición neurológica y de vértigo; cada vez que ha intentado escapar para regresar a la selva, al avanzar pocos metros se estrella contra el suelo, convirtiéndose en presa fácil para los depredadores.
Este pequeño refugio, que ahora aloja a decenas de animales que buscan empezar una nueva vida, se encuentra a las afueras de San José del Guaviare, en la vereda de Agua Bonita, a unos 8,5 kilómetros del casco urbano. Héctor Zapata y su esposa Dora Sánchez llegaron a ese pedazo de tierra, que antes llamaban Santa Mónica, en julio de 1997. Por casi dos décadas funcionó como una finca ganadera, un negocio que les ayudó a subsistir a toda su familia y con el que pagaron el estudio de sus dos hijos. Sin embargo, como ocurre en casi toda la Amazonia, los suelos son muy pobres y la actividad ganadera poco rentable. Mientras en el interior del país, en zonas andinas, un ganadero puede sostener hasta cinco vacas por hectárea, aquí difícilmente puede vivir una vaca por hectárea:
“La vuelta es muy difícil. Además, el ganado es muy absorbente, uno no descansa ni domingo, ni Semana Santa, ni el primero de enero; es permanente. Todos los días es haciéndole. Usted puede estar descansando en su casa un domingo y si se salió la vaca, vaya a buscarla porque es su capital lo que se está defendiendo”, dice Héctor.
Con el apoyo de un mapa que representa la finca de 56 hectáreas, con las áreas de bosque marcadas en verde y las taladas o pasturas en amarillo, Héctor va contando a los turistas y visitantes la evolución de la finca. Héctor explica que, en el pasado, más del 90% de la finca fue convertida en potreros para la ganadería. De las 56 hectáreas originales, solo 12 estaban cubiertas por bosques altamente intervenidos. Sin embargo, en 2012, se tomó la decisión de abandonar la ganadería y enfocarse en la conservación del bosque. Hoy, la finca cuenta con más de 40 hectáreas de selva.
La idea de abandonar la ganadería fue germinando lentamente en la mente de Héctor y Dora, una Ingeniera Agroforestal con formación académica y laboral enfocada al desarrollo y la implementación de propuestas viables y acordes a la región amazónica. A través de talleres que brindaba el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (SINCHI), pero también por las constantes frustraciones económicas de los negocios tradicionales, comprendieron que el futuro no podía depender del ganado, sino de una economía adaptada al bosque tropical. Comprometidos con el servicio a la comunidad, la protección de los recursos naturales y la investigación.
“Hemos aprendido que el bosque es vida, que el bosque nos dio más oportunidades, cuando tomamos la decisión de acabar el ganado. Yo sé que mucha gente nos trató de bobos, de pendejos, de que cómo íbamos a acabar el negociazo que supuestamente es el ganado”, comenta Héctor.
Alrededor de Ñupana solo se observan fincas ganaderas. El departamento del Guaviare es uno de los principales focos de deforestación de Colombia; fue la región que registró la mayor pérdida en hectáreas de bosque en el 2023, con 23.314 hectáreas deforestadas de las más de 3 millones que perdió Colombia, según el Ministerio de Ambiente.
La casa donde viven Héctor, Dora, sus hijos Samantha y Felipe está llena de ventanales que, en lugar de vidrio, tienen mallas. Está rodeada de árboles, aves de múltiples especies y muchos insectos que producen un concierto que varía con las horas del día. Sus principales vecinos son animales silvestres que cuidan o rondan por la zona. La casa tiene un solo piso con una amplia cocina, baños y dormitorios e incluso funciona a veces como hospital y laboratorio para atender a los animales.
Ha sido un trabajo intenso y una actividad voluntaria, sin ningún apoyo oficial. Héctor y su familia hacen todo esto por convicción, por amor a la familia y al medio ambiente.
El día de esta visita, Héctor, Samantha y Dora, estaban vestidos con camisetas de diferentes tonalidades de verdes como la selva misma. En la de Héctor y Dora estaba estampada el rostro de “Ulama”, una tayra que rescató la policía ambiental de ser vendida como mascota. En la camiseta de Samantha estaba estampado “Hedwig”, un currucutú, ave de la familia de las lechuzas. Este último logró un proceso de rehabilitación exitoso y regresó a la selva. Sin embargo, no todos tienen la misma suerte. El caso de Ulama es diferente: aunque tiene momentos de libertad en el bosque bajo supervisión, todavía no se ha logrado su liberación total.
****
Después de una charla de bienvenida, Héctor, con sus botas de caucho, empuñando un machete y un sombrero pesquero camuflado, conduce a los visitantes por un camino que él mismo despejó a través de la densa vegetación, a través de la “biblioteca natural”, como prefiere llamar a la selva frondosa que han logrado recuperar sobre la vieja finca ganadera.
Héctor está acompañado, desde los árboles, por un mono capuchino con solo tres patas que llegó al refugio hace un tiempo con una de sus piernas fracturadas a causa de un accidente. Tuvieron que amputar la extremidad para salvarlo; sin embargo, parece que no le hace falta, pues salta de palo en palo, robando comida de algunos animales y molestando a otros. Macaco, el mono al que le encanta jugar con unas pequeñas tortugas de agua dulce poniéndolas caparazón arriba, es el alma de la fiesta en la reserva y el compañero más cercano de la familia Zapata.
Cada árbol que se encuentra en el recorrido ha sido sembrado por Héctor y su familia. Hay una historia para cada uno de ellos. De hecho, Héctor calcula que desde 1997 hasta la actualidad, ha sembrado entre 15 y 20.000 árboles en la reserva. Durante el recorrido, se detuvo a hablar de una especie emblemática de la región: el árbol del caucho. Además de su valor económico, ayuda a retener el suelo y brindar refugio a la fauna silvestre. Héctor habla de las dificultades y de las satisfacciones que ha experimentado al ver la selva renacer creando un mosaico verde y recordando la frase del famoso poeta colombiano Aurelio Arturo “donde el verde es de todos los colores”.
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“No pase”. El aviso marca el área destinada en Ñupana para la rehabilitación y cuidado de los animales “Zona de Rehabilitación de Fauna Silvestre. Huellas y sonidos ‘HÜCTACÛREI BÜISÛGSE’. Reserva Ñupana”.
Cada especie está organizada en recintos de diferentes tamaños. El espacio de las aves, llamado “La Picota” juega con el mismo nombre de la cárcel principal de Bogotá, pero para la familia Zapata tiene un mejor significado: hace referencia a la variedad de picos de las aves que albergan.
Especies como un tucán silbador, con destellos azules alrededor de sus ojos y al inicio de su pico, se encuentra en uno de los recintos. Alguien le cortó sus plumas remeras y timoneras sentenciándolo a perder temporalmente su capacidad de vuelo. Por suerte su regreso a la libertad es casi seguro, pero será lento.
Los otros huéspedes son los loros: algunos de ellos tienen estancias cortas, pues una vez les crecen las alas y sanan las heridas, pueden regresar a la libertad. Otros, por haber sido atrapados por traficantes cuando eran unas crías, nunca aprendieron a volar y seguramente seguirán en la reserva.
Al frente de La Picota está el pabellón para el área de los monos. Han sido rescatados de diferentes casas de personas que los trataban como animales domésticos. Algunos de estos primates no pueden volver a su hábitat, pues la mayoría viven en manadas y no los aceptarán. Samantha explica que, en algunos casos, monos de otras especies pueden pegarles. Es imposible liberarlos otra vez.
Dos yaguarundíes también viven en Ñupana. Estos animales pertenecen a la familia de los felinos y son considerados una de las especies más misteriosas de Latinoamérica, pues no ha sido estudiada a mayor profundidad. Los yaguarundíes eran medianos y jugaban entre ellos. En un momento, se acercaron al vallado para poder mordisquear algunas hojas secas.
El recinto más alejado de todos son los de “Inka” e “Ikal”, dos pumas que fueron rescatados cuando eran recién nacidos. La jaula en la que se encuentran es un poco más grande que la de los demás, tiene un segundo piso no muy alto, donde Ikal, el más tímido, estaba acostado. Inka parece más curioso y sociable. Su jaula tiene una rueda en el piso con la que juegan y en un palo se rascan y liman sus garras.
La historia de estos dos pumas es una de las más tristes. Cuando llegaron al refugio, tenían manchas como un jaguar, pero a medida que crecieron, las fueron perdiendo y adquirieron el color café característico de estos felinos. Samantha les dio leche que imitaba la de su madre en un biberón. Estos cachorros fueron encontrados por una campesina del municipio de Calamar, a 80 kilómetros de distancia. Estaban abandonados en el bosque, con el cordón umbilical aún unido y sus ojos todavía cerrados, cubiertos por hormigas y hojarasca. La mujer esperó a que su madre apareciera, pero nunca lo hizo. Tiempo después, se supo que la habían matado, probablemente los cazadores de felinos de la zona que los ven como amenaza para sus ganaderías.
Los cachorros nunca aprendieron a cazar. Samantha se ha convertido en su madre. Ahora son unos adolescentes, pero todos en Ñupana tienen la esperanza de que al llegar a adultos puedan ser liberados.
Animales como Inka, Ikal, Macaco, Roma o Ula, son algunas de las víctimas del tráfico ilegal de animales, el cuarto negocio ilegal más rentable del mundo. Cada año, son incautadas más de 10 mil especies, ya sea para usos medicinales, afrodisiacos, ornamentales, o para el consumo humano; tan solo en el 2021, el ministerio de ambiente confiscó 18.636 individuos.
“Desconocemos lo que tenemos y la estamos acabando, o sea, estamos acabando la verdadera riqueza por conseguir plata”, dice Samantha.
****
El recorrido cierra con un plato de cachama frita, arroz tendido en una hoja de plátano, yuca, una ensalada de tomate y limonada de panela. Un momento que combina el calor y la humedad
característica de San José del Guaviare, y el sonido de los animales que se escuchan tranquilos de estar en un espacio seguro llamado la Reserva Ñupana.
La familia Zapata es una de las pocas que están comprometidas con la selva colombiana. Todos los días están constantemente ocupados, pero ya no con el ganado, sino con el cuidado de esas 56 hectáreas de selva que actualmente conforman la Reserva Ñupana. Luchan cada día por cambiar la mentalidad que devora la selva.
Si algún día les preguntaban si la venden, su respuesta es un rotundo no.
“No, ni se venden y no tiene precio ni por toro, ni por nada. El mundo no se queda en un legado y es de todos, no nos sentimos dueños. Somos simplemente pasajeros que estamos un tiempo acá y estamos cumpliendo algo que nos puso la vida en el camino”, dice Héctor Zapata, socio y principal fundador de la Reserva Ñupana.
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“Roma” siempre lleva la cabeza ladeada. Mira de reojo, no con agresividad, sino todo lo contrario: es una mirada noble, casi sumisa. Todos los días sale de su recinto, sujeta a un collar que está amarrado a un palo al aire libre, para tomar el sol. Esto ocurre a unos 10 pasos del aviso que recibe a los visitantes de la Reserva Ñupana: “Bienvenidos, protege, conserva, aprende, regresa”.
Roma tiene un apodo. Le dicen “bulto e’ sal”, pues su salud no es la mejor. Esta zorra cangrejera es una de las tantas víctimas del maltrato y tráfico de animales en la Amazonia. Según los veterinarios que la atendieron sufre de una condición neurológica y de vértigo; cada vez que ha intentado escapar para regresar a la selva, al avanzar pocos metros se estrella contra el suelo, convirtiéndose en presa fácil para los depredadores.
Este pequeño refugio, que ahora aloja a decenas de animales que buscan empezar una nueva vida, se encuentra a las afueras de San José del Guaviare, en la vereda de Agua Bonita, a unos 8,5 kilómetros del casco urbano. Héctor Zapata y su esposa Dora Sánchez llegaron a ese pedazo de tierra, que antes llamaban Santa Mónica, en julio de 1997. Por casi dos décadas funcionó como una finca ganadera, un negocio que les ayudó a subsistir a toda su familia y con el que pagaron el estudio de sus dos hijos. Sin embargo, como ocurre en casi toda la Amazonia, los suelos son muy pobres y la actividad ganadera poco rentable. Mientras en el interior del país, en zonas andinas, un ganadero puede sostener hasta cinco vacas por hectárea, aquí difícilmente puede vivir una vaca por hectárea:
“La vuelta es muy difícil. Además, el ganado es muy absorbente, uno no descansa ni domingo, ni Semana Santa, ni el primero de enero; es permanente. Todos los días es haciéndole. Usted puede estar descansando en su casa un domingo y si se salió la vaca, vaya a buscarla porque es su capital lo que se está defendiendo”, dice Héctor.
Con el apoyo de un mapa que representa la finca de 56 hectáreas, con las áreas de bosque marcadas en verde y las taladas o pasturas en amarillo, Héctor va contando a los turistas y visitantes la evolución de la finca. Héctor explica que, en el pasado, más del 90% de la finca fue convertida en potreros para la ganadería. De las 56 hectáreas originales, solo 12 estaban cubiertas por bosques altamente intervenidos. Sin embargo, en 2012, se tomó la decisión de abandonar la ganadería y enfocarse en la conservación del bosque. Hoy, la finca cuenta con más de 40 hectáreas de selva.
La idea de abandonar la ganadería fue germinando lentamente en la mente de Héctor y Dora, una Ingeniera Agroforestal con formación académica y laboral enfocada al desarrollo y la implementación de propuestas viables y acordes a la región amazónica. A través de talleres que brindaba el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (SINCHI), pero también por las constantes frustraciones económicas de los negocios tradicionales, comprendieron que el futuro no podía depender del ganado, sino de una economía adaptada al bosque tropical. Comprometidos con el servicio a la comunidad, la protección de los recursos naturales y la investigación.
“Hemos aprendido que el bosque es vida, que el bosque nos dio más oportunidades, cuando tomamos la decisión de acabar el ganado. Yo sé que mucha gente nos trató de bobos, de pendejos, de que cómo íbamos a acabar el negociazo que supuestamente es el ganado”, comenta Héctor.
Alrededor de Ñupana solo se observan fincas ganaderas. El departamento del Guaviare es uno de los principales focos de deforestación de Colombia; fue la región que registró la mayor pérdida en hectáreas de bosque en el 2023, con 23.314 hectáreas deforestadas de las más de 3 millones que perdió Colombia, según el Ministerio de Ambiente.
La casa donde viven Héctor, Dora, sus hijos Samantha y Felipe está llena de ventanales que, en lugar de vidrio, tienen mallas. Está rodeada de árboles, aves de múltiples especies y muchos insectos que producen un concierto que varía con las horas del día. Sus principales vecinos son animales silvestres que cuidan o rondan por la zona. La casa tiene un solo piso con una amplia cocina, baños y dormitorios e incluso funciona a veces como hospital y laboratorio para atender a los animales.
Ha sido un trabajo intenso y una actividad voluntaria, sin ningún apoyo oficial. Héctor y su familia hacen todo esto por convicción, por amor a la familia y al medio ambiente.
El día de esta visita, Héctor, Samantha y Dora, estaban vestidos con camisetas de diferentes tonalidades de verdes como la selva misma. En la de Héctor y Dora estaba estampada el rostro de “Ulama”, una tayra que rescató la policía ambiental de ser vendida como mascota. En la camiseta de Samantha estaba estampado “Hedwig”, un currucutú, ave de la familia de las lechuzas. Este último logró un proceso de rehabilitación exitoso y regresó a la selva. Sin embargo, no todos tienen la misma suerte. El caso de Ulama es diferente: aunque tiene momentos de libertad en el bosque bajo supervisión, todavía no se ha logrado su liberación total.
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Después de una charla de bienvenida, Héctor, con sus botas de caucho, empuñando un machete y un sombrero pesquero camuflado, conduce a los visitantes por un camino que él mismo despejó a través de la densa vegetación, a través de la “biblioteca natural”, como prefiere llamar a la selva frondosa que han logrado recuperar sobre la vieja finca ganadera.
Héctor está acompañado, desde los árboles, por un mono capuchino con solo tres patas que llegó al refugio hace un tiempo con una de sus piernas fracturadas a causa de un accidente. Tuvieron que amputar la extremidad para salvarlo; sin embargo, parece que no le hace falta, pues salta de palo en palo, robando comida de algunos animales y molestando a otros. Macaco, el mono al que le encanta jugar con unas pequeñas tortugas de agua dulce poniéndolas caparazón arriba, es el alma de la fiesta en la reserva y el compañero más cercano de la familia Zapata.
Cada árbol que se encuentra en el recorrido ha sido sembrado por Héctor y su familia. Hay una historia para cada uno de ellos. De hecho, Héctor calcula que desde 1997 hasta la actualidad, ha sembrado entre 15 y 20.000 árboles en la reserva. Durante el recorrido, se detuvo a hablar de una especie emblemática de la región: el árbol del caucho. Además de su valor económico, ayuda a retener el suelo y brindar refugio a la fauna silvestre. Héctor habla de las dificultades y de las satisfacciones que ha experimentado al ver la selva renacer creando un mosaico verde y recordando la frase del famoso poeta colombiano Aurelio Arturo “donde el verde es de todos los colores”.
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“No pase”. El aviso marca el área destinada en Ñupana para la rehabilitación y cuidado de los animales “Zona de Rehabilitación de Fauna Silvestre. Huellas y sonidos ‘HÜCTACÛREI BÜISÛGSE’. Reserva Ñupana”.
Cada especie está organizada en recintos de diferentes tamaños. El espacio de las aves, llamado “La Picota” juega con el mismo nombre de la cárcel principal de Bogotá, pero para la familia Zapata tiene un mejor significado: hace referencia a la variedad de picos de las aves que albergan.
Especies como un tucán silbador, con destellos azules alrededor de sus ojos y al inicio de su pico, se encuentra en uno de los recintos. Alguien le cortó sus plumas remeras y timoneras sentenciándolo a perder temporalmente su capacidad de vuelo. Por suerte su regreso a la libertad es casi seguro, pero será lento.
Los otros huéspedes son los loros: algunos de ellos tienen estancias cortas, pues una vez les crecen las alas y sanan las heridas, pueden regresar a la libertad. Otros, por haber sido atrapados por traficantes cuando eran unas crías, nunca aprendieron a volar y seguramente seguirán en la reserva.
Al frente de La Picota está el pabellón para el área de los monos. Han sido rescatados de diferentes casas de personas que los trataban como animales domésticos. Algunos de estos primates no pueden volver a su hábitat, pues la mayoría viven en manadas y no los aceptarán. Samantha explica que, en algunos casos, monos de otras especies pueden pegarles. Es imposible liberarlos otra vez.
Dos yaguarundíes también viven en Ñupana. Estos animales pertenecen a la familia de los felinos y son considerados una de las especies más misteriosas de Latinoamérica, pues no ha sido estudiada a mayor profundidad. Los yaguarundíes eran medianos y jugaban entre ellos. En un momento, se acercaron al vallado para poder mordisquear algunas hojas secas.
El recinto más alejado de todos son los de “Inka” e “Ikal”, dos pumas que fueron rescatados cuando eran recién nacidos. La jaula en la que se encuentran es un poco más grande que la de los demás, tiene un segundo piso no muy alto, donde Ikal, el más tímido, estaba acostado. Inka parece más curioso y sociable. Su jaula tiene una rueda en el piso con la que juegan y en un palo se rascan y liman sus garras.
La historia de estos dos pumas es una de las más tristes. Cuando llegaron al refugio, tenían manchas como un jaguar, pero a medida que crecieron, las fueron perdiendo y adquirieron el color café característico de estos felinos. Samantha les dio leche que imitaba la de su madre en un biberón. Estos cachorros fueron encontrados por una campesina del municipio de Calamar, a 80 kilómetros de distancia. Estaban abandonados en el bosque, con el cordón umbilical aún unido y sus ojos todavía cerrados, cubiertos por hormigas y hojarasca. La mujer esperó a que su madre apareciera, pero nunca lo hizo. Tiempo después, se supo que la habían matado, probablemente los cazadores de felinos de la zona que los ven como amenaza para sus ganaderías.
Los cachorros nunca aprendieron a cazar. Samantha se ha convertido en su madre. Ahora son unos adolescentes, pero todos en Ñupana tienen la esperanza de que al llegar a adultos puedan ser liberados.
Animales como Inka, Ikal, Macaco, Roma o Ula, son algunas de las víctimas del tráfico ilegal de animales, el cuarto negocio ilegal más rentable del mundo. Cada año, son incautadas más de 10 mil especies, ya sea para usos medicinales, afrodisiacos, ornamentales, o para el consumo humano; tan solo en el 2021, el ministerio de ambiente confiscó 18.636 individuos.
“Desconocemos lo que tenemos y la estamos acabando, o sea, estamos acabando la verdadera riqueza por conseguir plata”, dice Samantha.
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El recorrido cierra con un plato de cachama frita, arroz tendido en una hoja de plátano, yuca, una ensalada de tomate y limonada de panela. Un momento que combina el calor y la humedad
característica de San José del Guaviare, y el sonido de los animales que se escuchan tranquilos de estar en un espacio seguro llamado la Reserva Ñupana.
La familia Zapata es una de las pocas que están comprometidas con la selva colombiana. Todos los días están constantemente ocupados, pero ya no con el ganado, sino con el cuidado de esas 56 hectáreas de selva que actualmente conforman la Reserva Ñupana. Luchan cada día por cambiar la mentalidad que devora la selva.
Si algún día les preguntaban si la venden, su respuesta es un rotundo no.
“No, ni se venden y no tiene precio ni por toro, ni por nada. El mundo no se queda en un legado y es de todos, no nos sentimos dueños. Somos simplemente pasajeros que estamos un tiempo acá y estamos cumpliendo algo que nos puso la vida en el camino”, dice Héctor Zapata, socio y principal fundador de la Reserva Ñupana.
🌳 📄 ¿Quieres conocer las últimas noticias sobre el ambiente? Te invitamos a verlas en El Espectador. 🐝🦜