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Hace treinta años ningún indígena veía la necesidad de sembrar un árbol en el Amazonas; “se comían una fruta, tiraban la pepa y ahí crecía el árbol”, dice Fernando Trujillo, director de la Fundación Omacha, quien hizo parte del informe del Panel de Ciencias de la Amazonia de Naciones Unidas, donde se hace un registro riguroso del estado de los ecosistemas en toda la cuenca. La fiebre del oro, del caucho, del coltán e incluso el auge petrolero ha sido una de las mayores causas de las afectaciones que ha tenido esta región desde hace cinco siglos. A esos problemas hoy se suman la deforestación y la expansión de la frontera agrícola, que han puesto en serios aprietos la conservación de la cuenca.
A pesar de su destrucción, la Amazonia sigue siendo esencial para el ciclo hídrico del país. El páramo de Chingaza, por ejemplo, se “alimenta” de los llamados “ríos voladores” que se forman y viajan desde la selva amazónica. Gracias a ese proceso, los habitantes de Bogotá tienen acceso a un servicio de agua por el que pagan una cantidad según el estrato en el que vivan. De ese monto, la empresa de Acueducto destina 0,3 % para el cuidado del Parque Nacional Natural Chingaza.
Pero una pregunta común frente a la conservación de estos ecosistemas es cómo los ciudadanos de a pie pueden ayudar a protegerlos. ¿Cómo podría alguien que vive en Bogotá aportar para cuidar el Amazonas?
Juan Pablo Ruiz Soto, economista, consultor del Programa Naciones Unidas para el Desarrollo y profesor de la Universidad del Externado, publicó hace unas semanas una columna en este diario en la que revivía esa idea: “Conservar los bosques amazónicos y sus importantes servicios ecosistémicos tiene un costo y es necesario que todos hagamos nuestra contribución”, apuntaba.
En otras palabras, lo que se preguntaba era si quienes habitan las ciudades estarían dispuestos a pagar más en su recibo del agua para cuidar la lejana Amazonia. Para Ruiz y varios investigadores, la idea no es descabellada. Como dice ahora por teléfono, es necesario transferir recursos desde Bogotá a las comunidades que están en esa zona de transición, en las áreas de bosque. El objetivo es que reciban una compensación para cuidarlo y no para destruirlo.
Después de todo, dice, si deforestamos el Amazonas los ríos voladores dejarán de existir. Si eso sucede, llegará mucha menos lluvia y habrá menos abastecimiento de agua para las ciudades de la región andina.
Guillermo Rudas, máster en economía ambiental y recursos naturales del University College de Londres, también cree, para el caso de la capital colombiana, que sus habitantes deberían meterse la mano al bolsillo y pagar más por el agua que consumen. Pero, afirma, ese monto debería distribuirse para todo el bosque de la cuenca y no únicamente destinarse al PNN Chingaza. “En Bogotá, la tasa destinada a la conservación es muy baja”, añade.
¿Cómo se podría realizar ese cambio? Juan Camilo Cárdenas, Ph. D. en Economía por la Universidad de Massachusetts (EE. UU.), piensa que un buen camino sería incrementar la inversión del recibo de los estratos cinco y seis para proteger esa fuente. Con esta iniciativa, explica, habría que pensar en la cantidad de hogares que hay en los estratos bajos y la cantidad que hay en los estratos altos, de modo que se recaude un porcentaje que cubra a todos. Ruiz, por otra parte, cree que se podría establecer un aumento a partir del estrato tres.
Sin embargo, establecer un incremento solo sería un pequeño paso para proteger la Amazonia. Los siguientes implican preguntas tan complejas como difíciles de resolver. ¿Qué se haría con ese dinero?, es una de ellas. Para Cárdenas, este tema en particular es una caja de pandora, porque hay varios destinos y factores a tener en cuenta.
Entre los que menciona está la estrategia del Gobierno para frenar la deforestación, que tiene como uno de sus pilares impulsar la Operación Artemisa. “La mayoría de personas expertas en temas de la Amazonia sabe que eso no funciona”, advierte. En segundo lugar, hay otro punto relacionado con la intención de aumentar las áreas protegidas de Parques Naturales. Es algo que, a sus ojos, puede ser cuestionable, pues es difícil tener presupuesto nacional para generar la capacidad de cuidado en todos los parques. Finalmente, otro factor importante en esta discusión es cómo crear mejores oportunidades económicas para dar alternativas a quienes deforestan. (Lea: Artemisa: La respuesta militar del Gobierno a un problema ambiental)
Para Cárdenas, hay, en medio de este complejo debate, algo clave: vincular a las poblaciones que habitan la selva con actividades económicas sostenibles. Eso, argumenta, permitiría conservar de una forma eficiente la cuenca.
De hecho, en 2011 Cárdenas publicó, junto con Luz Ángela Rodríguez (del Instituto Humboldt) y Nancy Johnson (del International Livestock Research Institute, de Nairobi, Kenia), una investigación que da algunas luces sobre este asunto. “Acción colectiva para la gestión de cuencas: experimentos de campo en Colombia y Kenia”, se titula su artículo publicado en Environment and Development Economics, de la Universidad de Cambridge.
En su estudio diseñaron un experimento para estudiar cómo se deberían repartir los derechos y responsabilidades entre quienes están más cerca de las cuencas de los ríos y quienes están más lejos. Saltándonos varios detalles, una de las conclusiones a las que llegaron es que no tiene sentido aumentar el porcentaje de lo que pagamos en el país para proteger las fuentes de agua, si quienes están al lado de estas no tienen posibilidades económicas sostenibles para protegerlas. “Hay que mejorar sus oportunidades”, dice Cárdenas. (Lea: Criar abejas para luchar contra la deforestación en Caquetá)
A este asunto hay que sumarle otro aspecto: la Amazonia es una región transfronteriza. Eso implica, por ejemplo, que existan mineros que pasan de Brasil a Colombia o Perú o viceversa. El agua, añade Cárdenas, debería ser un tema central en los nueve países que conforman la cuenca amazónica, así como lo es la conservación de los bosques y la biodiversidad. Incluso, para él, una opción que se debería barajar es que unos países les paguen a otros para recibir los servicios ambientales.
Además de aumentar el porcentaje de lo que transferimos en el recibo del agua, apuntaba Ruiz en su columna, Colombia también debería “buscar transferencias externas y pago por los servicios ecosistémicos del bosque amazónico”.
Pero, se pregunta Cárdenas, “¿cómo negociar todo esto con los pueblos indígenas y sobre todo con los pueblos voluntariamente aislados?”. Sería un debate sobre la soberanía de los pueblos indígenas que ocupan la Amazonia. En últimas, añade, no se trata solo de un asunto ecológico, sino de un debate social, político y cultural. (Lea: A pesar del calor de los últimos días, el país no ha superado la época invernal)
Entre diciembre de 2021 y febrero de este año, cuando algunos tramos de los ríos Putumayo y Amazonas estuvieron secos, las comunidades más alejadas de Puerto Leguízamo (Putumayo) se vieron afectadas para movilizarse dentro y fuera del departamento. También tuvieron problemas para acceder a víveres y al comercio. Durante esos mismos meses en Leticia había desabastecimiento de gasolina (incluso, el precio se duplicó y llegó a costar alrededor de 25.000 pesos el galón), debido a que la navegación que va desde Puerto Asís y pasa por Puerto Leguízamo, Tarapacá y Aguas Arriba hasta llegar a Leticia, estaba bloqueada. Después de todo, quienes viven en esa región también dependen del agua.
*Este artículo es publicado gracias a una alianza entre El Espectador e InfoAmazonia, con el apoyo de Amazon Conservation Team.