“Tenemos que evitar el colapso de la Amazonia”: Martín von Hildebrand
Entrevista sobre sus memorias, “El llamado del Jaguar” (sello Debate), con el antropólogo colombiano, que ha vivido 52 años en contacto con la selva y en defensa de los derechos indígenas.
Nelson Fredy Padilla
“El llamado del jaguar” son las memorias de 52 años de su vida ligado a la Amazonia colombiana. ¿Por qué decidió vivir en la selva y no en las universidades, porque se hubiera podido quedar como antropólogo y etnógrafo en la academia después de su doctorado en La Sorbona, en París?
La academia no fue lo mío. Yo fui a las universidades, aquí a Los Andes, y me gradué en Francia, pero yo tengo una frase: ‘la vida me piensa’. Y la vida me llevó a utilizar la antropología más bien para relacionarme con los indígenas. ¿Por qué? Yo entré por la aventura de trabajar con un interés antropológico, pero quería conocer la selva y me fui metiendo, me fue estimulando el alma, me fue invitando a seguir allá.
Usted nació en Nueva York por casualidad, como hijo de un migrante alemán y una irlandesa que, huyendo de la II Guerra Mundial, llegaron a Estados Unidos y luego terminaron en Colombia en 1949, invitados por Mario Laserna a ser profesores de la Universidad de los Andes. Así que usted es colombiano.
Sí. Totalmente colombiano. Mi abuelo, que era filósofo, se opuso al nazismo desde un comienzo y por eso fue que terminaron condenados a muerte y les tocó huir.
Fue a través de la Universidad de los Andes que conoció al antropólogo colombo- austriaco Gerardo Reichel-Dolmatoff (1912-1994) y es él quien lo mete al camino de la antropología, luego lo manda a vivir a la Amazonia y, previendo que se iba a quedar allá, le hace extraer el apéndice.
(Risas) Sí, así fue. Eso sucedió porque cuando terminé mis estudios en el Liceo Francés, él me preguntó: ‘¿Qué va a estudiar?’. Yo dije: ‘Filosofía’. Me dijo: ‘Hombre, yo creo que si usted estudia filosofía va a terminar en las nubes. Yo creo que eso no es lo suyo. Pero hay una forma de estudiarla de manera más aterrizada, que es la antropología’. Así fue como conocí y aprendí del padre de la antropología en Colombia y en Suramérica.
Recuérdeme cómo llega usted al Vaupés a comienzos de los años 70 y empieza a remar desde Mitú hasta Leticia, en compañía del chamán Santiago Barreto.
Bajamos a remo y se nos fueron casi seis meses en esa travesía, porque empezamos a encontrar indígenas que no hablaban castellano. Me sentaba con ellos y nos entendíamos a señas. Apenas cerca de La Pedrera ya hablaban español, porque había misioneros católicos evangelizándolos. A muchos se los llevaban a la fuerza, les pedían negar su idioma y que dejaran su cultura. Eran zonas muy difíciles de navegar, porque tienen muchos accidentes, muchos chorros, muchas caídas de agua. Llegamos hasta La Chorrera, donde se refugiaban muchos indígenas por la cacería. Venían hasta de Manaos y del río Amazonas.
¿Ahí empezó a comprobar que la explotación de los indígenas seguía?
Empezamos a oír las historias de la explotación cauchera desde la época de la Casa Arana. Después subimos hasta el río Caquetá y, a medida que uno iba más hacia el norte, había más caídas de agua, y como cuento en el libro, me encuentro con indígenas todavía siendo explotados por el caucho. Y me indignó ver una esclavitud sin ningún derecho, ni a su cultura, ni a hacer su vida, ni a tener su territorio; obligados a trabajar todo el tiempo, mientras los misioneros se llevaban a los niños a la fuerza por seis años. Yo me eduqué como católico y si estos misioneros hubieran estado simplemente contándoles la Biblia a los indígenas y dando ejemplo de bondad, yo no me opongo, pero era indignante; no los dejaban salir, los maltrataban en el colegio, era horrible. Lo peor era que ellos seguían un contrato que tenían con el gobierno para educar, pero no para hacerlo de una manera violenta, despiadada. A eso me enfrenté.
¿Cómo enfrentó esa primera batalla para ganarse un espacio frente a la cruzada católica y que los indígenas confiaran en usted, un blanco de origen europeo que también podía haber llegado para explotarlos?
Acompañándolos. Cuando uno está con los indígenas, ellos a uno lo cuidan con cariño. Yo llegué y me senté con ellos y lo primero que me hacen es llevarme a su maloca y dicen: ‘Bueno, ¿usted a qué viene y cuándo se va?’. Yo no sabía cuánto me iba a demorar estudiando su cultura. Ellos me insistían: ‘¿Usted a que vino?’. Yo les decía: ‘A escuchar cuentos’. Así fue que comencé a hablar con ellos y en esa relación se dieron cuenta de que escuchaba las quejas de ellos: que no tenían a sus niños, que los obligaban a trabajar, que el blanco los maltrataba. Oí a sus padres y a sus abuelos. Luego, les comencé a hablar de qué podíamos hacer para buscar una respuesta conjunta a esos problemas y me cogieron cariño, me quedé en confianza. Mira Nelson: el indígena cuando te escucha, más que oír tus palabras, está mirando tu energía, está mirando tus ojos, te está analizando. (Recomendamos: videoentrevista al historiador Eduardo Sáenz Rovner sobre las élites y el narcotráfico en Colombia).
La suya ha sido una relación construida a través de décadas, ayudando a las etnias amazónicas a ser autónomas, con el respaldo de fondos internacionales que usted gestionó. Eso me quedó claro en en libro cuando cuenta su relación con líderes espirituales como Rafael Letuama. Explíqueme la importancia de esa amistad.
Es de las buenas amistades que he tenido allá. Una vez, a finales de los 90, hacía 20 años que no me veía con él y un día me mandó razón: ‘Quiero hablar con usted’. Yo estaba en Bogotá. Ir a saludarlo era coger río y subir y subir y luego caminar seis días por la selva, todo para hablar con él, pensando que era algo de urgencia. Hice la travesía y le conté qué había hecho en ese tiempo. Me hizo cuatro o cinco preguntas sobre la época en que nos habíamos conocido. Y dijo: ‘Lo que quería era hablar con usted’. Yo me pregunté: ‘Pero todo este viaje para esto. Si él sabía que yo seguía ahí, con ellos’. Después me di cuenta de que cuando uno habla personalmente es mucho más fácil captar la energía y ver el fondo de la persona. Por eso me dijo al final: ‘Era para eso, amigo. Usted es la misma persona de aquella época y puede contar conmigo’. De esa manera quería captar si yo había hecho plata y era otro o podía seguir confiando en mí.
En el libro usted reconstruye todo este proceso, que fueelque lo llevó a ser el director Nacional de Asuntos Indígenas del gobierno de Virgilio Barco (1986-1990).
Sí, pero antes yo pasé ocho años en la selva, discutiendo con los indígenas toda esta temática, haciendo estudios de los territorios para explicarles qué se podía hacer, hasta que les dije: ‘Lo primero es que les reconozcan que la tierra es de ustedes’. Que entendieran eso a pesar de que ellos dicen que la tierra no es de ellos, sino de los espíritus, de los pájaros, de los animales. Tuve que esperar a que hablaran meses con los chamanes por la noche, que meditaran y consultaran con los espíritus, que tienen oscilaciones. Así fue hasta que quedó claro que íbamos por 20 millones de hectáreas.
Fue el proceso previo a la histórica titulación colectiva que hizo el presidente Barco, asesorado por usted, de seis millones de hectáreas del Predio Putumayo.
Sí, pero en eso el hombre clave fue Roque Roldán, un abogado que había estructurado todo el marco legal de los resguardos indígenas.
Otro amigo suyo al que usted le dedica el libro.
Le dedico el libro porque para mí ha sido el indigenista más importante que ha tenido el país, por su estudio y su trabajo enorme para que a los indígenas de todo el país se les reconocieran sus territorios, empezando con los luchadores del departamento del Cauca, cuando en el Amazonas todavía no se hablaba de resguardos. A mí me acompañó en esa lucha, me mostró el camino de ese mundo legal, me orientó, me ayudó muchísimo. Y viviendo con los indígenas entendí la necesidad de legalizar las tierras y que sus derechos les fueran reconocidos a través de las leyes.
Claro que los primeros logros venían desde la época de López Michelsen.
Es que me puse esa agenda en la que se me fueron 55 años presentando estudios a los gobiernos y nos los archivaban hasta que Alfonso López Michelsen me propuso que lo acompañara en la campaña a la Presidencia y a través suyo es que se titularon los primeros cuatro millones y medio de hectáreas y con Virgilio Barco fueron otros 13 millones y medio de hectáreas. Hoy en día vamos en 26 millones porque seguimos trabajando en eso. También participé, de una manera mucho menor, en el establecimiento de los derechos indígenas en la Constitución de 1991.
Antes, en 1990, creó su Fundación Gaia Amazonas, que también se mantiene hasta hoy en la defensa de los indígenas y la biodiversidad.
Ya con las leyes y con el territorio, decidí montar la Fundación Gaia Amazonas para acompañar a los indígenas a montar su gobierno propio hasta la actualidad. Un principio fundamental nuestro es acompañar y son los indígenas quienes deciden. No les llevamos respuestas, ellos las construyen en democracia. Es que si ellos no son los que construyen, no se apropian, no sienten que es de ellos, no lo cuidan. Imponerles una agenda en nombre del planeta es una especie de colonialismo, así sea por el bienestar del medio ambiente.
Gracias a ese proceso, gracias a los resguardos, gracias a la Constitución del 91, ¿hoy se puede hablar de una autonomía real de los pueblos indígenas?
Por la Constitución el país se divide en departamentos, municipios y territorios indígenas. Eso ha sido muy difícil concretarlo, porque entre los municipios y la entidad territorial indígena teníamos un gran territorio con un vacío político administrativo. Eso muy probablemente en cuatro años ya esté cubierto y podamos hablar de total autonomía. Con esto quiero decir gobierno indígena bajo su total responsabilidad, porque ellos ya tienen montados sus consejos, entidades registradas que se entienden con el gobierno regional y nacional, hacen sus planes de vida autónomos, en el marco de la economía de mercado.
Otro reto suyo fue consolidar el trabajo antropológico, por ejemplo con los indígenas tanimuka, que viven a orillas del río Apaporis, que habían sido identificados por el naturalista estadounidense Richard Evans Schultes, pero no documentados, en medio de distintas formas de violencia empezando por la guerrilla de las Farc y luego de narcotraficantes y paramilitares. ¿Resultó muy difícil?
No sé si la palabra difícil es la aplicable. Uno se cuida. Afortunadamente vimos poco del paramilitarismo, pero sí del tráfico de drogas y la explotación minera, en especial del oro. Cuando hubo diálogos de paz en el Caguán (año 2000) fuimos allá, hablamos con las Farc, con Joaquín Gómez, se llegó a un acuerdo sin ningún intercambio de dineros ni de favores, devolvieron a jóvenes indígenas y hasta el último día respetaron.
Porque entendieron lo que ustedes hacían, porque antes llegaron a decirle: ‘Martín, usted se va de aquí’.
Exactamente. Cuando me dijeron que me fuera era porque iban a hacer la toma de Mitú (1998), no era un problema con Martín ni con la Fundación, sino para despejar el camino. Las únicas personas de afuera éramos nosotros y ellos. Pero fuimos y hablamos y fueron respetuosos del trabajo que hacíamos. Decían: ‘Eso que usted está promoviendo es lo que hay que hacer, que no sea el gobierno nacional el que se imponga’.
Otra batalla que ganó fue contra multinacionales que buscan oro, como la canadiense Cosigo Resources en 2007.
Es una de las multinacionales que ha querido sacar el oro de los ríos amazónicos. Los indígenas se vieron amenazados, porque el problema es que en Colombia la tierra es de los indígenas, pero el subsuelo es del Estado, entonces pueden dar permisos de explotar la minería. Entonces los indígenas dijeron no y la pregunta fue: ¿Cómo podemos proteger el subsuelo? Y la única entidad que podía ayudar era Parques Nacionales Naturales. Les dije: ‘Llamémoslos y trabajemos con ellos, hagamos un matrimonio’. Así se llegó a un acuerdo y se hizo un parque sobre el territorio indígena para protegerlo. Esa política ha servido, ha sido eficaz. Pero el concepto es cuestionable porque es decir yo cuido esto y que el resto se explote y el extractivismo fuera del parque es un problema grave porque la Amazonia es un ecosistema interdependiente.
¿De la época de Virgilio Barco hacia acá, qué otros presidentes han hecho algo significativo por el Amazonas?
Yo he tenido el apoyo de tres presidentes: López, Barco y Juan Manuel Santos. Santos lo que se hizo fue sacar un decreto presidencial para poner a funcionar mejor las entidades territoriales indígenas. Con eso es lo que estamos trabajando hoy en día, porque el Congreso no ha sacado todavía la ley orgánica para la implementación.
Desde el 2015 usted ha liderado la iniciativa del Corredor Andes – Amazonas – Atlántico (AAA). ¿Por qué es vital para Colombia y el planeta salvaguardar la conectividad ecosistémica y cultural de la región hacia el centro y norte de nuestro país?
Es para proteger el Amazonas desde los Andes hasta el Atlántico, son 207 millones de hectáreas, cinco veces el tamaño de Francia. No es que yo coordiné eso, lo promoví y encontré apoyos muy fuertes. El presidente Santos, por ejemplo, les escribió a todos los presidentes y se involucró directamente con decretos en ese sentido.
¿Es verdad que el presidente colombiano Gustavo Petro habló con el presidente de Brasil, Luis Inácio Lula, para respaldarlo a usted como candidato a la secretaría general de la Organización del Tratado de la Cuenca Amazónica (OTCA)?
Pues sí es verdad, aunque tenemos un problema para que la decisión sea unánime. No hay ningún problema conmigo, pero el Perú no ha querido dar su voto a favor porque tiene unas diferencias con Petro. Entonces eso está bloqueado, lo que es un problema grave porque estamos en un momento histórico, no solo por el presidente Lula y el presidente Petro, que son sensibles a la conservación del medio ambiente, sino porque se vienen la cumbre mundial por el clima (COP16) en Colombia y la cumbre de presidentes el próximo año y estamos perdiendo tiempo.
¿Pero para qué sirve en concreto ese Tratado de la Cuenca Amazónica?
Tenemos que evitar el punto de no retorno, el colapso de la Amazonia, tenemos que parar la deforestación, tenemos que fomentar la restauración, tenemos que generar alternativas económicas que no sean extractivistas, tenemos que mirar la seguridad regional. Esas son las funciones del tratado cooperación que me tocaría coordinar y es el único instrumento que reúne a los ocho países de la zona para que cooperen y construyan.
Mientras tanto, la realidad amazónica está marcada por mafias del narcotráfico, minería, madera, terratenientes, todos deforestando. ¿De qué dimensión son?
Grandes. El problema es que todas son resultado de una visión del mundo: creemos que la naturaleza es una colección de objetos que podemos explotar para nuestro bienestar, una visión economicista de desarrollo, de explotar los recursos naturales. Los indígenas la ven como una comunión de sujetos que hay que cuidarlos. El problema es ético: ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestra relación con el medio ambiente? ¿Cómo podemos vivir como una comunidad? ¿Cómo nos podemos acercar de nuevo a la naturaleza? Los indígenas llevan miles de años haciéndolo con la misma inteligencia, profundizando en la relación con el medio ambiente. Ellos nos pueden inspirar para que volvamos al origen.
¿De dónde salen esos capitales que mueven la deforestación?
Hay quien dice que es el narcotráfico, pero yo no tengo ni idea de dónde sale esa plata.
Y ahora llegó a la Amazonia el negocio de los bonos de carbono. ¿Puede beneficiar a las comunidades o pueden terminar explotadas de otra forma?
Ambas cosas. Puede beneficiar, si eso está debidamente reglamentado y si hay una participación real de los indígenas tanto en los beneficios como en la toma de decisiones, y que los estudios que se hagan no sean amañados. Es un negocio que los indígenas van a cuidar, porque ellos cobran por evitar la deforestación y quienes invierten pueden vender esos bonos afuera. Por eso los indígenas se tienen que organizar muy bien con sus planes de vida y que en este proceso haya transparencia, reglamentación y control también del gobierno, no de parte de la empresa privada. Combinando esto, es una plata que puede entrar y puede ayudar.
Usted tiene 81 años de edad, más de la mitad de su vida la dedicó a estar en la Amazonia, hasta su familia ha sido bautizada en la selva por indígenas. ¿Ya su espíritu también es indígena?
Toda la familia fue bautizada por ellos y mis seis nietos también. Yo he asimilado muchas cosas de los indígenas, he aprendido y me han cambiado mi forma de ver el mundo: hay un orden primordial que empieza por cuidar la naturaleza porque somos parte de ella, pero nuestro desorden es el que crea el problema.
¿Qué siente de haber seguido el rastro de esos expedicionarios como Schultes, Humboldt, Mutis, y haberle mostrado el camino a una nueva generación de naturalistas como Wade Davis, quien escribe el prólogo de su libro?
Que realmente la selva es muy bella. No es para todos, pero es muy bella por los ríos, los indígenas. Yo creo que por eso ellos también se enamoraron de la manigua. Espero que la vida haya sido tan linda para ellos como lo fue para mí.
“El llamado del jaguar” son las memorias de 52 años de su vida ligado a la Amazonia colombiana. ¿Por qué decidió vivir en la selva y no en las universidades, porque se hubiera podido quedar como antropólogo y etnógrafo en la academia después de su doctorado en La Sorbona, en París?
La academia no fue lo mío. Yo fui a las universidades, aquí a Los Andes, y me gradué en Francia, pero yo tengo una frase: ‘la vida me piensa’. Y la vida me llevó a utilizar la antropología más bien para relacionarme con los indígenas. ¿Por qué? Yo entré por la aventura de trabajar con un interés antropológico, pero quería conocer la selva y me fui metiendo, me fue estimulando el alma, me fue invitando a seguir allá.
Usted nació en Nueva York por casualidad, como hijo de un migrante alemán y una irlandesa que, huyendo de la II Guerra Mundial, llegaron a Estados Unidos y luego terminaron en Colombia en 1949, invitados por Mario Laserna a ser profesores de la Universidad de los Andes. Así que usted es colombiano.
Sí. Totalmente colombiano. Mi abuelo, que era filósofo, se opuso al nazismo desde un comienzo y por eso fue que terminaron condenados a muerte y les tocó huir.
Fue a través de la Universidad de los Andes que conoció al antropólogo colombo- austriaco Gerardo Reichel-Dolmatoff (1912-1994) y es él quien lo mete al camino de la antropología, luego lo manda a vivir a la Amazonia y, previendo que se iba a quedar allá, le hace extraer el apéndice.
(Risas) Sí, así fue. Eso sucedió porque cuando terminé mis estudios en el Liceo Francés, él me preguntó: ‘¿Qué va a estudiar?’. Yo dije: ‘Filosofía’. Me dijo: ‘Hombre, yo creo que si usted estudia filosofía va a terminar en las nubes. Yo creo que eso no es lo suyo. Pero hay una forma de estudiarla de manera más aterrizada, que es la antropología’. Así fue como conocí y aprendí del padre de la antropología en Colombia y en Suramérica.
Recuérdeme cómo llega usted al Vaupés a comienzos de los años 70 y empieza a remar desde Mitú hasta Leticia, en compañía del chamán Santiago Barreto.
Bajamos a remo y se nos fueron casi seis meses en esa travesía, porque empezamos a encontrar indígenas que no hablaban castellano. Me sentaba con ellos y nos entendíamos a señas. Apenas cerca de La Pedrera ya hablaban español, porque había misioneros católicos evangelizándolos. A muchos se los llevaban a la fuerza, les pedían negar su idioma y que dejaran su cultura. Eran zonas muy difíciles de navegar, porque tienen muchos accidentes, muchos chorros, muchas caídas de agua. Llegamos hasta La Chorrera, donde se refugiaban muchos indígenas por la cacería. Venían hasta de Manaos y del río Amazonas.
¿Ahí empezó a comprobar que la explotación de los indígenas seguía?
Empezamos a oír las historias de la explotación cauchera desde la época de la Casa Arana. Después subimos hasta el río Caquetá y, a medida que uno iba más hacia el norte, había más caídas de agua, y como cuento en el libro, me encuentro con indígenas todavía siendo explotados por el caucho. Y me indignó ver una esclavitud sin ningún derecho, ni a su cultura, ni a hacer su vida, ni a tener su territorio; obligados a trabajar todo el tiempo, mientras los misioneros se llevaban a los niños a la fuerza por seis años. Yo me eduqué como católico y si estos misioneros hubieran estado simplemente contándoles la Biblia a los indígenas y dando ejemplo de bondad, yo no me opongo, pero era indignante; no los dejaban salir, los maltrataban en el colegio, era horrible. Lo peor era que ellos seguían un contrato que tenían con el gobierno para educar, pero no para hacerlo de una manera violenta, despiadada. A eso me enfrenté.
¿Cómo enfrentó esa primera batalla para ganarse un espacio frente a la cruzada católica y que los indígenas confiaran en usted, un blanco de origen europeo que también podía haber llegado para explotarlos?
Acompañándolos. Cuando uno está con los indígenas, ellos a uno lo cuidan con cariño. Yo llegué y me senté con ellos y lo primero que me hacen es llevarme a su maloca y dicen: ‘Bueno, ¿usted a qué viene y cuándo se va?’. Yo no sabía cuánto me iba a demorar estudiando su cultura. Ellos me insistían: ‘¿Usted a que vino?’. Yo les decía: ‘A escuchar cuentos’. Así fue que comencé a hablar con ellos y en esa relación se dieron cuenta de que escuchaba las quejas de ellos: que no tenían a sus niños, que los obligaban a trabajar, que el blanco los maltrataba. Oí a sus padres y a sus abuelos. Luego, les comencé a hablar de qué podíamos hacer para buscar una respuesta conjunta a esos problemas y me cogieron cariño, me quedé en confianza. Mira Nelson: el indígena cuando te escucha, más que oír tus palabras, está mirando tu energía, está mirando tus ojos, te está analizando. (Recomendamos: videoentrevista al historiador Eduardo Sáenz Rovner sobre las élites y el narcotráfico en Colombia).
La suya ha sido una relación construida a través de décadas, ayudando a las etnias amazónicas a ser autónomas, con el respaldo de fondos internacionales que usted gestionó. Eso me quedó claro en en libro cuando cuenta su relación con líderes espirituales como Rafael Letuama. Explíqueme la importancia de esa amistad.
Es de las buenas amistades que he tenido allá. Una vez, a finales de los 90, hacía 20 años que no me veía con él y un día me mandó razón: ‘Quiero hablar con usted’. Yo estaba en Bogotá. Ir a saludarlo era coger río y subir y subir y luego caminar seis días por la selva, todo para hablar con él, pensando que era algo de urgencia. Hice la travesía y le conté qué había hecho en ese tiempo. Me hizo cuatro o cinco preguntas sobre la época en que nos habíamos conocido. Y dijo: ‘Lo que quería era hablar con usted’. Yo me pregunté: ‘Pero todo este viaje para esto. Si él sabía que yo seguía ahí, con ellos’. Después me di cuenta de que cuando uno habla personalmente es mucho más fácil captar la energía y ver el fondo de la persona. Por eso me dijo al final: ‘Era para eso, amigo. Usted es la misma persona de aquella época y puede contar conmigo’. De esa manera quería captar si yo había hecho plata y era otro o podía seguir confiando en mí.
En el libro usted reconstruye todo este proceso, que fueelque lo llevó a ser el director Nacional de Asuntos Indígenas del gobierno de Virgilio Barco (1986-1990).
Sí, pero antes yo pasé ocho años en la selva, discutiendo con los indígenas toda esta temática, haciendo estudios de los territorios para explicarles qué se podía hacer, hasta que les dije: ‘Lo primero es que les reconozcan que la tierra es de ustedes’. Que entendieran eso a pesar de que ellos dicen que la tierra no es de ellos, sino de los espíritus, de los pájaros, de los animales. Tuve que esperar a que hablaran meses con los chamanes por la noche, que meditaran y consultaran con los espíritus, que tienen oscilaciones. Así fue hasta que quedó claro que íbamos por 20 millones de hectáreas.
Fue el proceso previo a la histórica titulación colectiva que hizo el presidente Barco, asesorado por usted, de seis millones de hectáreas del Predio Putumayo.
Sí, pero en eso el hombre clave fue Roque Roldán, un abogado que había estructurado todo el marco legal de los resguardos indígenas.
Otro amigo suyo al que usted le dedica el libro.
Le dedico el libro porque para mí ha sido el indigenista más importante que ha tenido el país, por su estudio y su trabajo enorme para que a los indígenas de todo el país se les reconocieran sus territorios, empezando con los luchadores del departamento del Cauca, cuando en el Amazonas todavía no se hablaba de resguardos. A mí me acompañó en esa lucha, me mostró el camino de ese mundo legal, me orientó, me ayudó muchísimo. Y viviendo con los indígenas entendí la necesidad de legalizar las tierras y que sus derechos les fueran reconocidos a través de las leyes.
Claro que los primeros logros venían desde la época de López Michelsen.
Es que me puse esa agenda en la que se me fueron 55 años presentando estudios a los gobiernos y nos los archivaban hasta que Alfonso López Michelsen me propuso que lo acompañara en la campaña a la Presidencia y a través suyo es que se titularon los primeros cuatro millones y medio de hectáreas y con Virgilio Barco fueron otros 13 millones y medio de hectáreas. Hoy en día vamos en 26 millones porque seguimos trabajando en eso. También participé, de una manera mucho menor, en el establecimiento de los derechos indígenas en la Constitución de 1991.
Antes, en 1990, creó su Fundación Gaia Amazonas, que también se mantiene hasta hoy en la defensa de los indígenas y la biodiversidad.
Ya con las leyes y con el territorio, decidí montar la Fundación Gaia Amazonas para acompañar a los indígenas a montar su gobierno propio hasta la actualidad. Un principio fundamental nuestro es acompañar y son los indígenas quienes deciden. No les llevamos respuestas, ellos las construyen en democracia. Es que si ellos no son los que construyen, no se apropian, no sienten que es de ellos, no lo cuidan. Imponerles una agenda en nombre del planeta es una especie de colonialismo, así sea por el bienestar del medio ambiente.
Gracias a ese proceso, gracias a los resguardos, gracias a la Constitución del 91, ¿hoy se puede hablar de una autonomía real de los pueblos indígenas?
Por la Constitución el país se divide en departamentos, municipios y territorios indígenas. Eso ha sido muy difícil concretarlo, porque entre los municipios y la entidad territorial indígena teníamos un gran territorio con un vacío político administrativo. Eso muy probablemente en cuatro años ya esté cubierto y podamos hablar de total autonomía. Con esto quiero decir gobierno indígena bajo su total responsabilidad, porque ellos ya tienen montados sus consejos, entidades registradas que se entienden con el gobierno regional y nacional, hacen sus planes de vida autónomos, en el marco de la economía de mercado.
Otro reto suyo fue consolidar el trabajo antropológico, por ejemplo con los indígenas tanimuka, que viven a orillas del río Apaporis, que habían sido identificados por el naturalista estadounidense Richard Evans Schultes, pero no documentados, en medio de distintas formas de violencia empezando por la guerrilla de las Farc y luego de narcotraficantes y paramilitares. ¿Resultó muy difícil?
No sé si la palabra difícil es la aplicable. Uno se cuida. Afortunadamente vimos poco del paramilitarismo, pero sí del tráfico de drogas y la explotación minera, en especial del oro. Cuando hubo diálogos de paz en el Caguán (año 2000) fuimos allá, hablamos con las Farc, con Joaquín Gómez, se llegó a un acuerdo sin ningún intercambio de dineros ni de favores, devolvieron a jóvenes indígenas y hasta el último día respetaron.
Porque entendieron lo que ustedes hacían, porque antes llegaron a decirle: ‘Martín, usted se va de aquí’.
Exactamente. Cuando me dijeron que me fuera era porque iban a hacer la toma de Mitú (1998), no era un problema con Martín ni con la Fundación, sino para despejar el camino. Las únicas personas de afuera éramos nosotros y ellos. Pero fuimos y hablamos y fueron respetuosos del trabajo que hacíamos. Decían: ‘Eso que usted está promoviendo es lo que hay que hacer, que no sea el gobierno nacional el que se imponga’.
Otra batalla que ganó fue contra multinacionales que buscan oro, como la canadiense Cosigo Resources en 2007.
Es una de las multinacionales que ha querido sacar el oro de los ríos amazónicos. Los indígenas se vieron amenazados, porque el problema es que en Colombia la tierra es de los indígenas, pero el subsuelo es del Estado, entonces pueden dar permisos de explotar la minería. Entonces los indígenas dijeron no y la pregunta fue: ¿Cómo podemos proteger el subsuelo? Y la única entidad que podía ayudar era Parques Nacionales Naturales. Les dije: ‘Llamémoslos y trabajemos con ellos, hagamos un matrimonio’. Así se llegó a un acuerdo y se hizo un parque sobre el territorio indígena para protegerlo. Esa política ha servido, ha sido eficaz. Pero el concepto es cuestionable porque es decir yo cuido esto y que el resto se explote y el extractivismo fuera del parque es un problema grave porque la Amazonia es un ecosistema interdependiente.
¿De la época de Virgilio Barco hacia acá, qué otros presidentes han hecho algo significativo por el Amazonas?
Yo he tenido el apoyo de tres presidentes: López, Barco y Juan Manuel Santos. Santos lo que se hizo fue sacar un decreto presidencial para poner a funcionar mejor las entidades territoriales indígenas. Con eso es lo que estamos trabajando hoy en día, porque el Congreso no ha sacado todavía la ley orgánica para la implementación.
Desde el 2015 usted ha liderado la iniciativa del Corredor Andes – Amazonas – Atlántico (AAA). ¿Por qué es vital para Colombia y el planeta salvaguardar la conectividad ecosistémica y cultural de la región hacia el centro y norte de nuestro país?
Es para proteger el Amazonas desde los Andes hasta el Atlántico, son 207 millones de hectáreas, cinco veces el tamaño de Francia. No es que yo coordiné eso, lo promoví y encontré apoyos muy fuertes. El presidente Santos, por ejemplo, les escribió a todos los presidentes y se involucró directamente con decretos en ese sentido.
¿Es verdad que el presidente colombiano Gustavo Petro habló con el presidente de Brasil, Luis Inácio Lula, para respaldarlo a usted como candidato a la secretaría general de la Organización del Tratado de la Cuenca Amazónica (OTCA)?
Pues sí es verdad, aunque tenemos un problema para que la decisión sea unánime. No hay ningún problema conmigo, pero el Perú no ha querido dar su voto a favor porque tiene unas diferencias con Petro. Entonces eso está bloqueado, lo que es un problema grave porque estamos en un momento histórico, no solo por el presidente Lula y el presidente Petro, que son sensibles a la conservación del medio ambiente, sino porque se vienen la cumbre mundial por el clima (COP16) en Colombia y la cumbre de presidentes el próximo año y estamos perdiendo tiempo.
¿Pero para qué sirve en concreto ese Tratado de la Cuenca Amazónica?
Tenemos que evitar el punto de no retorno, el colapso de la Amazonia, tenemos que parar la deforestación, tenemos que fomentar la restauración, tenemos que generar alternativas económicas que no sean extractivistas, tenemos que mirar la seguridad regional. Esas son las funciones del tratado cooperación que me tocaría coordinar y es el único instrumento que reúne a los ocho países de la zona para que cooperen y construyan.
Mientras tanto, la realidad amazónica está marcada por mafias del narcotráfico, minería, madera, terratenientes, todos deforestando. ¿De qué dimensión son?
Grandes. El problema es que todas son resultado de una visión del mundo: creemos que la naturaleza es una colección de objetos que podemos explotar para nuestro bienestar, una visión economicista de desarrollo, de explotar los recursos naturales. Los indígenas la ven como una comunión de sujetos que hay que cuidarlos. El problema es ético: ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestra relación con el medio ambiente? ¿Cómo podemos vivir como una comunidad? ¿Cómo nos podemos acercar de nuevo a la naturaleza? Los indígenas llevan miles de años haciéndolo con la misma inteligencia, profundizando en la relación con el medio ambiente. Ellos nos pueden inspirar para que volvamos al origen.
¿De dónde salen esos capitales que mueven la deforestación?
Hay quien dice que es el narcotráfico, pero yo no tengo ni idea de dónde sale esa plata.
Y ahora llegó a la Amazonia el negocio de los bonos de carbono. ¿Puede beneficiar a las comunidades o pueden terminar explotadas de otra forma?
Ambas cosas. Puede beneficiar, si eso está debidamente reglamentado y si hay una participación real de los indígenas tanto en los beneficios como en la toma de decisiones, y que los estudios que se hagan no sean amañados. Es un negocio que los indígenas van a cuidar, porque ellos cobran por evitar la deforestación y quienes invierten pueden vender esos bonos afuera. Por eso los indígenas se tienen que organizar muy bien con sus planes de vida y que en este proceso haya transparencia, reglamentación y control también del gobierno, no de parte de la empresa privada. Combinando esto, es una plata que puede entrar y puede ayudar.
Usted tiene 81 años de edad, más de la mitad de su vida la dedicó a estar en la Amazonia, hasta su familia ha sido bautizada en la selva por indígenas. ¿Ya su espíritu también es indígena?
Toda la familia fue bautizada por ellos y mis seis nietos también. Yo he asimilado muchas cosas de los indígenas, he aprendido y me han cambiado mi forma de ver el mundo: hay un orden primordial que empieza por cuidar la naturaleza porque somos parte de ella, pero nuestro desorden es el que crea el problema.
¿Qué siente de haber seguido el rastro de esos expedicionarios como Schultes, Humboldt, Mutis, y haberle mostrado el camino a una nueva generación de naturalistas como Wade Davis, quien escribe el prólogo de su libro?
Que realmente la selva es muy bella. No es para todos, pero es muy bella por los ríos, los indígenas. Yo creo que por eso ellos también se enamoraron de la manigua. Espero que la vida haya sido tan linda para ellos como lo fue para mí.