Así se salvó el mundo y se mató el mar
Cuando se logró captar el nitrógeno de la atmósfera para usarlo en fertilizantes, muchos creyeron que las hambrunas habían llegado a su fin. Este es el relato de cómo, 112 años después, un grupo de científicos rastrea los daños que el exceso de este elemento ha dejado en los ecosistemas costeros.
María Mónica Monsalve S. *
Toman sus equipos y se pierden en un bosque. Sólo les toma un par de segundos llegar al humedal de Quashnet, un predio privado que se extiende por la bahía del golfo del cabo Cod, sobre la costa atlántica de Estados Unidos, donde el dueño del lugar les permitió tomar algunas muestras. El grupo se divide. Algunos entran al agua cargando sus redes y otros se pierden en un terreno fangoso que parece querer tragárselos. Atrás, un grupo más pequeño se queda clavando las varas largas de metal sobre la arena para obtener agua subterránea. Todos, a la final, están buscando trazos de nitrógeno en este ecosistema costero.
“El nitrógeno no es malo”, es lo primero que aclara Linda. En su forma gaseosa (N2) es estable y compone casi el 80 % de la atmósfera de la Tierra, pero también se encuentra naturalmente en otras formas reactivas, como el amoníaco y el nitrato. Unas pequeñas bacterias que viven en las raíces de ciertas plantas son las encargadas de hacer este proceso. Las desembocaduras donde se intercambia el agua dulce con la salada, como la de Quashnet, se caracterizan porque sus organismos han aprendido a vivir allí con un nivel de nitrógeno limitado.
Después de unos minutos, la primera captura de la red cae sobre el pasto. La mayoría de lo que se ve es una masa espesa de algas verdes combinadas con lodo, pero tan pronto los estudiantes empiezan a meter sus manos saltan pequeños peces, camarones y algunos cangrejos. Unas manos ágiles los agarran en el aire, mientras en un balde con agua se van acumulando distintos organismos.
Más tarde, cuando Linda tiene a sus estudiantes sentados en un salón de clase, explica que los microbios capturan de forma natural alrededor de 150 millones de toneladas métricas de N2 y los convierten en formas reactivas de nitrógeno cada año. Pero desde 1950 la intervención del hombre ha cambiado este panorama: el uso de fertilizantes que contienen nitrógeno, la quema de combustibles fósiles, el cultivo de soya y maní, y las aguas negras que salen de las urbanizaciones también con cargas de nitrógeno han duplicado esta cifra en los ecosistemas terrestres. En los ecosistemas de agua, por su parte, el exceso de nitrógeno empezó a causar un fenómeno conocido como eutrofización.
Por ser un nutriente, las altas cargas de nitrógeno en el agua estimulan el crecimiento de las algas, creando una capa que no traspasa el sol y generando un ambiente con bajo oxígeno en zonas más profundas. Como consecuencia, el pasto marino se empieza a perder, llevándose muchos de los moluscos y peces que se alimentan de él. Al final queda un ambiente que se puede tornar tan tóxico que algunos lugares han sido declarados “zonas muertas”, pues ya no albergan ningún tipo de vida.
La salvación que contaminó el mundo
En 1918, el mismo año en que acabó la Primera Guerra Mundial, el científico Fritz Haber ganó el Nobel de Química ¿La razón? Logró transformar el nitrógeno del aire en amoníaco sintético, un compuesto que los agricultores de antaño deseaban, pues acelera el crecimiento de las plantas. Cuatro años más tarde, junto al también químico Carl Bosch, lograron hacer esta conversión a escala industrial, desatando una revolución que prometía salvar a la humanidad de las hambrunas. Su hallazgo permitió que alrededor de 7.000 millones de personas sigan viviendo en un planeta donde los recursos son escasos.
Liderado por Estados Unidos, el mundo se sumergió en la revolución verde. Los fertilizantes se anunciaron como redentores, la población siguió creciendo gracias a que había más alimentos y la agricultura presenció picos de productividad nunca antes vistos en los cultivos. Mientras, sin que muchos lo sospecharan, el nitrógeno que no era utilizado por las plantas ni por los cuerpos de las personas que consumían los alimentos fue acumulándose poco a poco en los acuíferos y en la tierra.
“El fracaso en detener la disminución en el área de cultivo de cereales y mejorar la eficiencia del uso de nitrógeno en los sistemas agrícolas más importantes del mundo probablemente causará graves daños a los servicios ambientales a escala local, regional y global debido al gran aumento de la carga reactiva de nitrógeno en el entorno”, sentenciaron los científicos Dobermann y Cassman en la edición china de la revista Life Magazine. Pero el escepticismo ya había crecido: ¿cómo algo que se anunció como la salvación contra el hambre podía estar envenenando el mundo?
Una de las primeras personas en buscar respuestas, precisamente, fue Linda Deegan. Junto con un grupo de científicos, sabía que la única manera de comprobar el efecto negativo de la carga excesiva del nitrógeno, sobre todo en los hábitats acuáticos, era hacer una investigación en la que se manipulara todo un ecosistema, no sólo pequeños pozos. Para esto inundaron unos arroyos de pantano primarios del tamaño de diez canchas de fútbol y los cargaron con el nitrógeno equivalente a lo que liberarían 10.000 casas de una urbanización costera. Esto implicó que debían arrastrar, bulto por bulto, 40 bolsas de 50 libras de fertilizantes cada tres días y arrojarlas, metódicamente, en el humedal. Sí, un experimento alarmante, aunque ineludible.
Deegan cuenta que no fue fácil obtener los permisos ni la financiación, pero era tanto el escepticismo que se tenía en ese entonces sobre los efectos negativos de la carga de nitrógeno en los ecosistemas costeros, que nadie creía que fueran a probar algo.
Después de diez años, en el 2013, el resultado del proyecto TIDE, como fue llamado, arrojó varias conclusiones: la retención de nitratos disminuyó de 90 a 45 %. Los pantanos con altas cargas de nitrógeno disminuyeron las cantidades de CO2 que captaban y pasaron a convertirse en emisores. Mientras el crecimiento de los pastos se incrementó en un 15 %, sus raíces se redujeron en un 40 %, fomentando pequeñas erosiones. Los datos estaban sobre la mesa. Muchos creyeron que era el fin del negacionismo científico.
Hacer ciencia a pesar de Trump
Las muestras de agua y los peces que ahora van muertos en una botella son guardados en una nevera portátil que está en el baúl de la camioneta. Por turnos, los investigadores vuelven a revisar sus celulares para encontrarse con la noticia de que Donald Trump, presidente de Estados Unidos, acaba de retirarse del Acuerdo de París. La noticia incomoda, pero no causa mayor dramatismo. Empacan los equipos, se suben a la camioneta y se dirigen a la reserva de Sage Lot, donde también tomarán algunas muestras. La idea es comprobar que en este estuario, que está protegido y donde no hay construcción de viviendas cerca, los niveles de nitrógeno son más bajos.
El procedimiento de las redes y de tomar las muestras de agua se repite por tercera vez en el día. En la mañana tomaron muestras en la bahía de Waquoit, lugar que hace parte del Sistema Nacional de Reserva de Investigaciones en Estuarios de Estados Unidos. Una red de 29 sitios costeros a lo largo del país que, junto a la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), han sido delimitados para investigación científica. En este momento, bajo el presupuesto presentado por Trump, no hay financiación para la red.
Pocos entienden por qué los científicos siguen trabajando arduamente, a pesar de la noticia de Trump. Pero tal vez sólo quienes han pisado Woods Hole lo comprenden. Se trata de un pueblo donde la cultura científica está por encima de cualquier discurso político. En sólo 5,52 kilómetros cuadrados, Woods Hole alberga cinco instituciones de investigación y un cementerio donde se puede encontrar un ramillete de científicos, incluyendo al hijo de Einstein, Hans Albert. Sin ir más lejos, las campanas de la iglesia que resuenan en las mañanas se llaman Mendel y Pasteur. Frente a lo que sucede en la burbuja científica que es Woods Hole, donde además el neurofisiólogo Rodolfo Llinás trabaja desde hace 50 años, lo de Trump queda limitado al berrinche de un niño chiquito.
Un estudio local para hablar de un problema global
El tablero está plagado de números, fórmulas tachadas y conversiones. Las cifras que analizan los estudiantes corresponden a la medición del nivel de nitrógeno que obtuvieron en el laboratorio. Están los números para las muestras de agua subterránea, para los organismos que viven en los pantanos y unos adicionales sobre la capacidad que tiene la tierra de estos ecosistemas para capturar carbono.
Los resultados son los esperados: el nivel de nitrógeno en Quashnet, que se extiende justo al lado de una urbanización, son los más altos. Disminuyen un poco en la bahía de Waquoit e incluso bajan más en la reserva de Sage Lot. Además de los fertilizantes, las aguas residuales que llegan a los acuíferos, así estén tratadas, están contribuyendo al exceso en la carga de nitrógeno en los ecosistemas costeros. La hipótesis que persigue Linda es que las urbanizaciones les están haciendo tanto daño a los ecosistemas acuíferos como lo han hecho los fertilizantes.
Al igual que sucede en el cabo Cod, son varias las ciudades que crecen justo sobre las costas en el mundo. Se estima que la mitad de la población mundial vive a menos de 80 kilómetros de la costa y gran parte de las grandes capitales, como Londres, Nueva York y Tokio, emergieron al pie del mar. El nitrógeno que sale de sus aguas se descarga casi completo sobre el océano.
Ya han pasado 112 años desde que Haber, en un laboratorio, logró sintetizar el amoníaco. Pero todavía hay muchas preguntas sin respuesta sobre cómo nos está afectando o cómo lograr deshacernos de la carga excesiva que le hemos puesto a nuestro planeta. Esta es tal vez una de las grandes paradojas del nitrógeno. Después de luchar por cientos de años para poder capturarlo de la atmósfera y transformarlo en fertilizante, no hemos podido resolver cómo devolverlo a su lugar en una forma que no nos haga daño.
* Periodista de El Espectador, Fellowship 2017 Logan Science Journalism Program.
Toman sus equipos y se pierden en un bosque. Sólo les toma un par de segundos llegar al humedal de Quashnet, un predio privado que se extiende por la bahía del golfo del cabo Cod, sobre la costa atlántica de Estados Unidos, donde el dueño del lugar les permitió tomar algunas muestras. El grupo se divide. Algunos entran al agua cargando sus redes y otros se pierden en un terreno fangoso que parece querer tragárselos. Atrás, un grupo más pequeño se queda clavando las varas largas de metal sobre la arena para obtener agua subterránea. Todos, a la final, están buscando trazos de nitrógeno en este ecosistema costero.
“El nitrógeno no es malo”, es lo primero que aclara Linda. En su forma gaseosa (N2) es estable y compone casi el 80 % de la atmósfera de la Tierra, pero también se encuentra naturalmente en otras formas reactivas, como el amoníaco y el nitrato. Unas pequeñas bacterias que viven en las raíces de ciertas plantas son las encargadas de hacer este proceso. Las desembocaduras donde se intercambia el agua dulce con la salada, como la de Quashnet, se caracterizan porque sus organismos han aprendido a vivir allí con un nivel de nitrógeno limitado.
Después de unos minutos, la primera captura de la red cae sobre el pasto. La mayoría de lo que se ve es una masa espesa de algas verdes combinadas con lodo, pero tan pronto los estudiantes empiezan a meter sus manos saltan pequeños peces, camarones y algunos cangrejos. Unas manos ágiles los agarran en el aire, mientras en un balde con agua se van acumulando distintos organismos.
Más tarde, cuando Linda tiene a sus estudiantes sentados en un salón de clase, explica que los microbios capturan de forma natural alrededor de 150 millones de toneladas métricas de N2 y los convierten en formas reactivas de nitrógeno cada año. Pero desde 1950 la intervención del hombre ha cambiado este panorama: el uso de fertilizantes que contienen nitrógeno, la quema de combustibles fósiles, el cultivo de soya y maní, y las aguas negras que salen de las urbanizaciones también con cargas de nitrógeno han duplicado esta cifra en los ecosistemas terrestres. En los ecosistemas de agua, por su parte, el exceso de nitrógeno empezó a causar un fenómeno conocido como eutrofización.
Por ser un nutriente, las altas cargas de nitrógeno en el agua estimulan el crecimiento de las algas, creando una capa que no traspasa el sol y generando un ambiente con bajo oxígeno en zonas más profundas. Como consecuencia, el pasto marino se empieza a perder, llevándose muchos de los moluscos y peces que se alimentan de él. Al final queda un ambiente que se puede tornar tan tóxico que algunos lugares han sido declarados “zonas muertas”, pues ya no albergan ningún tipo de vida.
La salvación que contaminó el mundo
En 1918, el mismo año en que acabó la Primera Guerra Mundial, el científico Fritz Haber ganó el Nobel de Química ¿La razón? Logró transformar el nitrógeno del aire en amoníaco sintético, un compuesto que los agricultores de antaño deseaban, pues acelera el crecimiento de las plantas. Cuatro años más tarde, junto al también químico Carl Bosch, lograron hacer esta conversión a escala industrial, desatando una revolución que prometía salvar a la humanidad de las hambrunas. Su hallazgo permitió que alrededor de 7.000 millones de personas sigan viviendo en un planeta donde los recursos son escasos.
Liderado por Estados Unidos, el mundo se sumergió en la revolución verde. Los fertilizantes se anunciaron como redentores, la población siguió creciendo gracias a que había más alimentos y la agricultura presenció picos de productividad nunca antes vistos en los cultivos. Mientras, sin que muchos lo sospecharan, el nitrógeno que no era utilizado por las plantas ni por los cuerpos de las personas que consumían los alimentos fue acumulándose poco a poco en los acuíferos y en la tierra.
“El fracaso en detener la disminución en el área de cultivo de cereales y mejorar la eficiencia del uso de nitrógeno en los sistemas agrícolas más importantes del mundo probablemente causará graves daños a los servicios ambientales a escala local, regional y global debido al gran aumento de la carga reactiva de nitrógeno en el entorno”, sentenciaron los científicos Dobermann y Cassman en la edición china de la revista Life Magazine. Pero el escepticismo ya había crecido: ¿cómo algo que se anunció como la salvación contra el hambre podía estar envenenando el mundo?
Una de las primeras personas en buscar respuestas, precisamente, fue Linda Deegan. Junto con un grupo de científicos, sabía que la única manera de comprobar el efecto negativo de la carga excesiva del nitrógeno, sobre todo en los hábitats acuáticos, era hacer una investigación en la que se manipulara todo un ecosistema, no sólo pequeños pozos. Para esto inundaron unos arroyos de pantano primarios del tamaño de diez canchas de fútbol y los cargaron con el nitrógeno equivalente a lo que liberarían 10.000 casas de una urbanización costera. Esto implicó que debían arrastrar, bulto por bulto, 40 bolsas de 50 libras de fertilizantes cada tres días y arrojarlas, metódicamente, en el humedal. Sí, un experimento alarmante, aunque ineludible.
Deegan cuenta que no fue fácil obtener los permisos ni la financiación, pero era tanto el escepticismo que se tenía en ese entonces sobre los efectos negativos de la carga de nitrógeno en los ecosistemas costeros, que nadie creía que fueran a probar algo.
Después de diez años, en el 2013, el resultado del proyecto TIDE, como fue llamado, arrojó varias conclusiones: la retención de nitratos disminuyó de 90 a 45 %. Los pantanos con altas cargas de nitrógeno disminuyeron las cantidades de CO2 que captaban y pasaron a convertirse en emisores. Mientras el crecimiento de los pastos se incrementó en un 15 %, sus raíces se redujeron en un 40 %, fomentando pequeñas erosiones. Los datos estaban sobre la mesa. Muchos creyeron que era el fin del negacionismo científico.
Hacer ciencia a pesar de Trump
Las muestras de agua y los peces que ahora van muertos en una botella son guardados en una nevera portátil que está en el baúl de la camioneta. Por turnos, los investigadores vuelven a revisar sus celulares para encontrarse con la noticia de que Donald Trump, presidente de Estados Unidos, acaba de retirarse del Acuerdo de París. La noticia incomoda, pero no causa mayor dramatismo. Empacan los equipos, se suben a la camioneta y se dirigen a la reserva de Sage Lot, donde también tomarán algunas muestras. La idea es comprobar que en este estuario, que está protegido y donde no hay construcción de viviendas cerca, los niveles de nitrógeno son más bajos.
El procedimiento de las redes y de tomar las muestras de agua se repite por tercera vez en el día. En la mañana tomaron muestras en la bahía de Waquoit, lugar que hace parte del Sistema Nacional de Reserva de Investigaciones en Estuarios de Estados Unidos. Una red de 29 sitios costeros a lo largo del país que, junto a la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), han sido delimitados para investigación científica. En este momento, bajo el presupuesto presentado por Trump, no hay financiación para la red.
Pocos entienden por qué los científicos siguen trabajando arduamente, a pesar de la noticia de Trump. Pero tal vez sólo quienes han pisado Woods Hole lo comprenden. Se trata de un pueblo donde la cultura científica está por encima de cualquier discurso político. En sólo 5,52 kilómetros cuadrados, Woods Hole alberga cinco instituciones de investigación y un cementerio donde se puede encontrar un ramillete de científicos, incluyendo al hijo de Einstein, Hans Albert. Sin ir más lejos, las campanas de la iglesia que resuenan en las mañanas se llaman Mendel y Pasteur. Frente a lo que sucede en la burbuja científica que es Woods Hole, donde además el neurofisiólogo Rodolfo Llinás trabaja desde hace 50 años, lo de Trump queda limitado al berrinche de un niño chiquito.
Un estudio local para hablar de un problema global
El tablero está plagado de números, fórmulas tachadas y conversiones. Las cifras que analizan los estudiantes corresponden a la medición del nivel de nitrógeno que obtuvieron en el laboratorio. Están los números para las muestras de agua subterránea, para los organismos que viven en los pantanos y unos adicionales sobre la capacidad que tiene la tierra de estos ecosistemas para capturar carbono.
Los resultados son los esperados: el nivel de nitrógeno en Quashnet, que se extiende justo al lado de una urbanización, son los más altos. Disminuyen un poco en la bahía de Waquoit e incluso bajan más en la reserva de Sage Lot. Además de los fertilizantes, las aguas residuales que llegan a los acuíferos, así estén tratadas, están contribuyendo al exceso en la carga de nitrógeno en los ecosistemas costeros. La hipótesis que persigue Linda es que las urbanizaciones les están haciendo tanto daño a los ecosistemas acuíferos como lo han hecho los fertilizantes.
Al igual que sucede en el cabo Cod, son varias las ciudades que crecen justo sobre las costas en el mundo. Se estima que la mitad de la población mundial vive a menos de 80 kilómetros de la costa y gran parte de las grandes capitales, como Londres, Nueva York y Tokio, emergieron al pie del mar. El nitrógeno que sale de sus aguas se descarga casi completo sobre el océano.
Ya han pasado 112 años desde que Haber, en un laboratorio, logró sintetizar el amoníaco. Pero todavía hay muchas preguntas sin respuesta sobre cómo nos está afectando o cómo lograr deshacernos de la carga excesiva que le hemos puesto a nuestro planeta. Esta es tal vez una de las grandes paradojas del nitrógeno. Después de luchar por cientos de años para poder capturarlo de la atmósfera y transformarlo en fertilizante, no hemos podido resolver cómo devolverlo a su lugar en una forma que no nos haga daño.
* Periodista de El Espectador, Fellowship 2017 Logan Science Journalism Program.