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Colombia es un país anfibio. Lo recorren tres de los ríos más importantes de Suramérica —Amazonas, Orinoco y Magdalena—; tiene alrededor de 30 millones de hectáreas de humedales (el 26% de su territorio continental e insular), y es el segundo país con mayor diversidad de especies dulceacuícolas del mundo; el 76% de ellas endémicas.
El asombroso patrimonio natural de Colombia se explica, en buena medida, por las tres cordilleras que se alzan en su territorio, y generan una diversidad de ambientes y barreras naturales que aumentan la biodiversidad de fauna y flora. De esas montañas brotan ríos poderosos como el Cauca, el Putumayo, el Caquetá y el Patía. “Cada río de los Andes es como si fuera un sistema único evolutivamente, porque prácticamente todas las cabeceras de las cuencas tienen especies endémicas”, explica Juliana Delgado, coordinadora de ciencia de The Nature Conservancy (TNC) en Colombia.
La enorme riqueza hídrica del país ha inspirado mitos, cuentos, poemas, sonidos y ritmos musicales, y las comunidades aledañas a los ríos y humedales se han dejado guiar por las fluctuaciones del agua para determinar sus calendarios culturales.
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A pesar de esa íntima conexión con los ecosistemas dulceacuícolas de Colombia, tendemos a verlos y gestionarlos como recursos naturales que abastecen a la población, impulsan el desarrollo económico y permiten la realización de distintas actividades humanas. No los reconocemos como espacios llenos de vida, que representan y reflejan la enorme biodiversidad del país y del planeta y son fundamentales para su subsistencia. “Es una mirada muy antropocéntrica, que además les da la espalda. Los vemos como fronteras o espacios para liberarnos de desechos, olvidamos las interacciones indisolubles del agua con el clima, la atmosfera, el suelo, y otros ecosistemas”, dice Catalina Góngora, líder de políticas públicas de TNC
Quizá por ello, el estudio ecológico y ambiental de estos ecosistemas ha quedado rezagado. “No hemos invertido lo suficiente en su investigación, hay pocas personas especializadas en ellos, y, además, sus características los hacen difíciles de conocer. Por ejemplo, hay ríos cuyo caudal y profundad dificulta estudiar las especies que los habitan”, explica Delgado.
La riqueza natural y la fragilidad de los ecosistemas dulceacuícolas
Los ecosistemas de agua son fascinantes. A pesar de cubrir el 1% de la superficie del planeta, albergan el 10% de todas las especies. “En términos de riqueza, es decir, de número de especies por unidad de área, son mucho más diversos que los ecosistemas terrestres y marinos”, cuenta Delgado. Además, son mutantes. Por ejemplo, en época de lluvias el río Amazonas puede aumentar hasta cuatro veces su caudal, y las sabanas inundables de la Orinoquía se secan en verano y se cubren en invierno, cuando los ríos crecidos se desbordan sobre estas tierras bajas. Uno de los peces más emblemáticos de esta última región, el curito, sobrevive al drástico cambio de paisaje al ser capaz de extraer oxígeno directamente del aire. “Estos ecosistemas son seres vivos, activos y dinámicos”, dice Góngora.
Además, proveen servicios ecosistémicos fundamentales para la subsistencia de las personas y el desarrollo económico de la sociedad. Por ejemplo, la cuenca del Orinoco —que concentra el 30% del agua dulce de Colombia— es clave para el abastecimiento de agua de ciudades como Bogotá; en Leticia y sus alrededores, el Amazonas y sus afluentes son el principal medio de transporte y comunicación de los habitantes, y la pesca la fuente más importante de proteína, y el imponente Magdalena es la principal fuente de agua potable, irrigación, generación de energía y abastecimiento industrial para más del 50% de la población del país y cerca del 80% del PIB.
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Los humedales, por su parte, son claves para depurar el agua, amortiguar las crecientes, recargar los acuíferos (aguas subterráneas), almacenar carbono y dar refugio a los peces para su reproducción y crecimiento, entre otros. “Eso significa que son esenciales para la salud de la población, la seguridad alimentaria y la prevención de riesgos”, explica Delgado. “Son de los ecosistemas con mayor valoración económica por la cantidad de servicios ecosistémicos que proveen”, añade.
A pesar de todo ello, la noticia de que son los ecosistemas que más rápidamente están desapareciendo ha pasado relativamente desapercibida en las discusiones públicas. Pocos saben que la pérdida de sus poblaciones ha sido más del doble que la de los ecosistemas terrestres y marinos (83%), y que los humedales están siendo transformados a una tasa tres veces mayor que la de los bosques (las políticas del país están más orientadas a atender la deforestación que la pérdida de humedales).
¿Fallas en la estrategia?
Históricamente, las iniciativas de conservación a nivel global —y Colombia no ha sido la excepción—, se han enfocado en ambientes terrestres y marítimos. Esto significa que las metas de protección y las estrategias de seguimiento para medir la efectividad de la labor de conservación fueron planteadas pensando en estos ecosistemas, pero no en los de agua dulce. Como demuestran las cifras, ello no necesariamente garantiza el bienestar de la biodiversidad de las aguas interiores.
He ahí la importancia de plantear metas y desarrollar estrategias específicas para los ecosistemas de agua dulce, que reconozcan sus particulares complejidades y mantengan su integridad. Para proteger un río, por ejemplo, es necesario entender sus ciclos y los de las especies que lo habitan; saber de la relación de interdependencia con sus cuencas, y lograr atender las problemáticas aguas arriba y aguas abajo. “Si alguna barrera física restringe el delicado proceso de desove de una especie, sus números comienzan a decrecer rápidamente”, dice Delgado.
Esa protección por área —que suele priorizarse en la conservación de ambientes terrestres y marinos—, también es valiosa en el caso de los ecosistemas de agua dulce, pero tiene limitaciones. Por ello, es fundamental complementarla con acciones dirigidas a manejar el régimen de caudales de los ríos; mantener la calidad del agua; evitar la pérdida de conectividad, y restaurarla cuando sea necesario; prevenir y controlar especies invasoras y proteger y restaurar los hábitats, entro otros. “Para proteger un ecosistema de agua dulce es necesario cuidar todas las funciones y procesos ecológicos de las que depende su salud”, dice Delgado.
El Marco Global de Biodiversidad pone un reto a Colombia y los demás países firmantes
El 2022 fue un año clave para la protección de la biodiversidad del mundo, particularmente la de los ecosistemas de agua dulce. En diciembre 196 países, incluido Colombia, firmaron el Marco Global de Biodiversidad Kunming-Montreal y se comprometieron a frenar la alarmante pérdida de biodiversidad del planeta (alrededor del 25% de todas las especies están en peligro de extinción).
El documento menciona expresamente por primera vez la necesidad de restaurar y proteger al menos el 30% de los ecosistemas terrestres, marinos y de agua dulce (Metas 2 y 3 respectivamente). “Entre los grandes logros de Kunming-Montreal está que por fin se incluyen explícitamente los ‘ecosistemas de agua dulce’”, explica Delgado.
Colombia ha sido juiciosa en el cumplimiento de las metas de protección de ambientes terrestres y marítimos. Tiene en el RUNAP (Registro Único Nacional de Áreas Protegidas) el 32% de áreas marinas y el 17.5% de áreas terrestres bajo protección y conservación. Esa importante labor hace que no comience en ceros la tarea de proteger sus ecosistemas de agua dulce, pues aun cuando no se cuenta con un reporte oficial, en estas áreas protegidas se encuentra el 12,6% de los humedales y 15.4% de ríos del país, según cálculos realizados por TNC.
Sin embargo, la mayoría de esas áreas fueron establecidas pensando en la naturaleza terrestre, y, por tanto, los objetivos de conservación y los procesos de seguimiento se enfocan en esos ecosistemas.
Un momento clave para hablar de agua dulce en Colombia
Actualmente, el gobierno está trabajando en la actualización del Plan de Acción de Biodiversidad, que determinará cómo el país gestionará su biodiversidad y sus servicios ecosistémicos en los próximos años. La labor es clave, pues la biodiversidad es fundamental para el bienestar humano y del planeta. De ella depende nuestro abastecimiento de alimentos, energía, aire y agua limpios, y nuestra capacidad de mitigar y adaptarnos a la crisis climática.
A comienzos de septiembre la ministra de Ambiente, Susana Muhamad anunció que una de las metas del nuevo Plan de Acción de Biodiversidad —cuya versión final debe ser entregada a Naciones Unidas durante la COP 16 de biodiversidad en Cali—, es lograr que el 34% del territorio nacional esté bajo diversas estrategias de conservación, entre ellas, áreas protegidas o territorios indígenas. Añadió que con ello se buscaría proteger ambientes terrestres, marinos y, por primera vez, ecosistemas de agua dulce. Se trata de un importante paso para el cuidado de estos últimos, pues sin duda mejorará su protección y manejo, y dará acceso a recursos nacionales e internacionales para financiar acciones de conservación.
Sin embargo, como Colombia no había tenido objetivos nacionales específicos para proteger estos ecosistemas —pues se creía que al conservar ambientes terrestres de particular riqueza natural se ayudaría a cuidar los ríos, arroyos, humedales y aguas subterráneas que albergaran— es necesario realizar varias acciones para implementar esta nueva meta cabalmente.
Por ejemplo, “el país no tiene una cartografía oficial de ríos que permita saber, entre otras cosas, cuántos kilómetros de ríos tiene una red de drenaje de una cuenca. En los mapas se puede ver una representación visual de dónde están, pero no permite el análisis o la modelación de funciones clave como la conectividad”, explica Delgado. Adicionalmente, es importante trabajar en la tipología oficial de ecosistemas de agua dulce para poder representar toda la biodiversidad de Colombia.
Por otro lado, se requiere desarrollar mecanismos de conservación específicos para estos ecosistemas, que reconozcan sus particularidades y se sumen a los instrumentos de protección ya existentes (ello implica la creación de nuevo marco normativo). “En Colombia tenemos sentencias que declaran ríos como sujetos de derecho, pero no figuras para conservarlos que den cuenta de su dinamismo, interconexión y biodiversidad”, dice Góngora de TNC. A ello deben añadirse estrategias de monitoreo e indicadores que permitan medir los avances y la efectividad de los métodos.
Uniendo esfuerzos de organizaciones como el Instituto Humboldt, Parques Nacionales Naturales y TNC, entre otras, y aprovechando los estudios y datos disponibles de diversas entidades nacionales y regionales, se trabajará en los lineamientos para identificar las áreas de importancia para la protección de ecosistemas de agua dulce. Con ello, se espera llenar algunos de los vacíos de información oficial sobre estos ecosistemas, y establecer un plan de trabajo nacional que ayude: 1) a protegerlos; 2) a manejarlos adecuadamente, reconociendo que el agua es un recurso público, y 3) que reconozca el valor de su biodiversidad, y enseñe a verlos como lugares llenos de vida.
Estos son pasos iniciales y fundamentales para establecer metas y estrategias específicas para el cuidado de los ecosistemas de agua dulce, y cumplir las metas 1, 2 y 3 del Marco Global de Biodiversidad, que hablan de planificar, restaurar y proteger para 2030 zonas de suma importancia para la biodiversidad. La labor ayudará a garantizar que Colombia siga siendo un país anfibio.