Puentes para la conservación: conectando emocionalidades en torno a los páramos
Opinión | La dimensión emocional de la conservación puede ser la menos atendida por quienes trabajamos en los páramos, tal vez refugiados en el rigor científico o en la búsqueda afanosa del cumplimiento de metas e indicadores cuantitativos de éxito. Sin embargo, es un motor de transformación de las relaciones cultura-ecosistema reconocido por los líderes y lideresas de las organizaciones comunitarias que han decidido apostarle a la defensa territorial de la alta montaña.
Camilo Rodríguez, investigador del Instituto Humboldt
Desde mi infancia aprendí la importancia de conectar con la emocionalidad del otro. Sumergido en los relatos campesinos de mi abuelo, reconocí el valor de las experiencias contadas y sentí la emoción que me generaban las historias locales, aquellas que, parafraseando a una vieja canción llanera con rudo lenguaje, son capaces de descifrar las policromías del paisaje. La alegría con la que solía escuchar a mi abuelo les daba nueva vida a sus viejas historias: habíamos creado un puente que nos permitía conversar durante horas sin importar el abismo generacional.
He tratado de replicar dicha experiencia con las familias que habitan en los páramos colombianos: sentarme al lado del fogón -el lugar donde se comparte la palabra en las casas paramunas-, escuchar sus historias y conectar con sus miedos, alegrías y deseos. Busco posicionar todo ello en marcos formales de toma de decisiones. Un camino nada sencillo en contextos de profundas desigualdades sociales, de desconfianza correspondida entre actores comunitarios e institucionales y donde, a menudo, la razón técnica es la única voz autorizada para definir qué y cómo se conserva.
Cumpliendo con mis deberes y mis pasiones, hace un par de semanas tuve la oportunidad de acompañar un espacio de encuentro entre instituciones y comunidades parameras en el departamento del Tolima. Discutían sobre las estrategias para generar una gobernanza territorial que incluyera a distintos actores. Entre quienes asistieron sobresalía la voz de un viejo campesino que reclamaba constantemente el respeto a los derechos de él y de sus vecinos. Estaba de acuerdo con el cuidado del territorio, pero denunciaba que el sentir campesino no se tenía en cuenta en las decisiones de conservación.
Su nombre era don Benjamín, descendiente de una de tantas familias que encontraron refugio en los lomos escarpados de la cordillera central huyendo de las violencias de mediados del siglo pasado. Don Benjamín hablaba con un sentimiento que no dejaba espacio a interpelaciones: una vez tomaba la palabra para poner en evidencia su situación y la de su comunidad, no había fuerza de contención; sabía que era la oportunidad para transmitir a través de la palabra cuán importante era su territorio.
En uno de sus textos, Carlos Walter Porto Goncalves, geógrafo brasilero, nos recuerda que no es posible cuidar lo que no importa, lo que no tiene un sentido. Desde esa perspectiva, el trabajo de la conservación debe permitir la emergencia de las emociones presentes en el territorio para acordar prácticas de cuidado.
A finales de 2023, investigadoras e investigadores del Instituto Humboldt tuvimos la oportunidad de realizar una serie de talleres de etnobotánica con habitantes tradicionales del páramo de Pisba. Las especies de plantas identificadas por el equipo del herbario institucional se presentaron en fotografías ante hombres y mujeres de distintas edades para conocer nombres y usos locales, pero lo que surgió allí fue más que eso: una emocionalidad vinculada a las historias de infancia, a la tristeza por los saberes perdidos con la muerte de sabedoras y sabedores y al vínculo entre la identidad comunitaria y el ecosistema paramuno.
Cada intervención iniciaba hablando sobre las plantas, pero terminaba describiendo a la comunidad en términos de sus creencias, prácticas y costumbres. De aquella narrativa llena de emociones surgió la necesidad explícita de cuidar las plantas importantes para la comunidad. Desde este planteamiento la conservación tiene un nuevo sentido que renueva su fuerza: cuidar elementos sensibles de la identidad local.
La dimensión emocional de la conservación puede ser la menos atendida por quienes trabajamos en los páramos, tal vez refugiados en el rigor científico o en la búsqueda afanosa del cumplimiento de metas e indicadores cuantitativos de éxito. Sin embargo, es un motor de transformación de las relaciones cultura-ecosistema reconocido por los líderes y lideresas de las organizaciones comunitarias que han decidido apostarle a la defensa territorial de la alta montaña.
Por ejemplo, en Murillo (Tolima) distintas organizaciones comunitarias se movilizan para reducir los efectos negativos de la vía Cambao-Manizales sobre su territorio y sobre la tradición campesina local (producto del curioso mestizaje paisa y boyacense); en Güicán de la Sierra (Boyacá) las comunidades plantean alternativas de manejo del turismo para conservar los glaciares, que son el centro de su historia, de sus prácticas cotidianas y de la estructura territorial local; las organizaciones sociales lideradas por mujeres en García-Rovira (Santander) generan proyectos alternativos y proponen un marco de incidencia política para mantener el ejercicio de la territorialidad en un páramo que se considera como nicho de su identidad.
Algunas reservas naturales de la sociedad civil en el costado occidental del páramo de Chingaza (Cundinamarca) plantean procesos de conservación y educación ambiental desde el rescate de la memoria y la tradición campesina; el pueblo Kokonuko (Cauca) busca posicionar su visión ancestral de páramo como aporte al cuidado y la conservación de Puracé y Sotará.
Es posible afirmar que las acciones colectivas para el cuidado de los páramos se motivan desde el reconocimiento de los vínculos que establecen hombres y mujeres con su territorio, una intrincada red de relaciones construidas a través del tiempo y atravesadas por la emocionalidad. En este punto, el páramo deja de ser un ecosistema y se convierte en un lugar, es decir, un espacio geográfico que importa y que debe cuidarse porque allí viven los aspectos más sensibles de quienes lo habitan.
A partir del análisis de la acción colectiva de las comunidades negras del Pacífico, Arturo Escobar propone una política del lugar para cuidar los territorios que importan para las comunidades locales. En momentos donde se buscan alternativas viables para conservar los páramos, podríamos construir una política del lugar de la alta montaña en donde nuestros intereses dialoguen con las emociones de los habitantes tradicionales. Asumir esa tarea nos llevará a ejercer una escucha activa de las realidades locales, a comprenderlas y a conectar de manera directa nuestras emociones con las de las parameras y parameros.
Al final de aquel día tuve la oportunidad de conversar a solas con don Benjamín. Me inquietaba la pasión con la que intervenía y la fuerza que expresaba en cada palabra. Después de escuchar atentamente sus razones me atreví a contarle por qué yo llevaba un largo camino buscando posicionar la voz de las comunidades parameras en ámbitos académicos e institucionales, camino que me había llevado a oírlo esa noche.
Me atendió con calma y, por primera vez, tuve la oportunidad de escucharlo tranquilo: “usted me entiende”, concluyó. A fin de cuentas, don Benjamín y yo coincidíamos en un punto: nos mueve una necedad muy parecida a la que sentimos cuando nos aferramos a esos amores no correspondidos, en los cuales el puerto más seguro es la desilusión, pero confiamos en que, en algún afortunado giro del destino -impulsado por la terquedad-, el viento cambie a nuestro favor. Únicamente en ese momento, evidenciados en nuestras querencias, establecimos el puente necesario para buscar alternativas a la situación que lo conflictuaba.
Desde mi infancia aprendí la importancia de conectar con la emocionalidad del otro. Sumergido en los relatos campesinos de mi abuelo, reconocí el valor de las experiencias contadas y sentí la emoción que me generaban las historias locales, aquellas que, parafraseando a una vieja canción llanera con rudo lenguaje, son capaces de descifrar las policromías del paisaje. La alegría con la que solía escuchar a mi abuelo les daba nueva vida a sus viejas historias: habíamos creado un puente que nos permitía conversar durante horas sin importar el abismo generacional.
He tratado de replicar dicha experiencia con las familias que habitan en los páramos colombianos: sentarme al lado del fogón -el lugar donde se comparte la palabra en las casas paramunas-, escuchar sus historias y conectar con sus miedos, alegrías y deseos. Busco posicionar todo ello en marcos formales de toma de decisiones. Un camino nada sencillo en contextos de profundas desigualdades sociales, de desconfianza correspondida entre actores comunitarios e institucionales y donde, a menudo, la razón técnica es la única voz autorizada para definir qué y cómo se conserva.
Cumpliendo con mis deberes y mis pasiones, hace un par de semanas tuve la oportunidad de acompañar un espacio de encuentro entre instituciones y comunidades parameras en el departamento del Tolima. Discutían sobre las estrategias para generar una gobernanza territorial que incluyera a distintos actores. Entre quienes asistieron sobresalía la voz de un viejo campesino que reclamaba constantemente el respeto a los derechos de él y de sus vecinos. Estaba de acuerdo con el cuidado del territorio, pero denunciaba que el sentir campesino no se tenía en cuenta en las decisiones de conservación.
Su nombre era don Benjamín, descendiente de una de tantas familias que encontraron refugio en los lomos escarpados de la cordillera central huyendo de las violencias de mediados del siglo pasado. Don Benjamín hablaba con un sentimiento que no dejaba espacio a interpelaciones: una vez tomaba la palabra para poner en evidencia su situación y la de su comunidad, no había fuerza de contención; sabía que era la oportunidad para transmitir a través de la palabra cuán importante era su territorio.
En uno de sus textos, Carlos Walter Porto Goncalves, geógrafo brasilero, nos recuerda que no es posible cuidar lo que no importa, lo que no tiene un sentido. Desde esa perspectiva, el trabajo de la conservación debe permitir la emergencia de las emociones presentes en el territorio para acordar prácticas de cuidado.
A finales de 2023, investigadoras e investigadores del Instituto Humboldt tuvimos la oportunidad de realizar una serie de talleres de etnobotánica con habitantes tradicionales del páramo de Pisba. Las especies de plantas identificadas por el equipo del herbario institucional se presentaron en fotografías ante hombres y mujeres de distintas edades para conocer nombres y usos locales, pero lo que surgió allí fue más que eso: una emocionalidad vinculada a las historias de infancia, a la tristeza por los saberes perdidos con la muerte de sabedoras y sabedores y al vínculo entre la identidad comunitaria y el ecosistema paramuno.
Cada intervención iniciaba hablando sobre las plantas, pero terminaba describiendo a la comunidad en términos de sus creencias, prácticas y costumbres. De aquella narrativa llena de emociones surgió la necesidad explícita de cuidar las plantas importantes para la comunidad. Desde este planteamiento la conservación tiene un nuevo sentido que renueva su fuerza: cuidar elementos sensibles de la identidad local.
La dimensión emocional de la conservación puede ser la menos atendida por quienes trabajamos en los páramos, tal vez refugiados en el rigor científico o en la búsqueda afanosa del cumplimiento de metas e indicadores cuantitativos de éxito. Sin embargo, es un motor de transformación de las relaciones cultura-ecosistema reconocido por los líderes y lideresas de las organizaciones comunitarias que han decidido apostarle a la defensa territorial de la alta montaña.
Por ejemplo, en Murillo (Tolima) distintas organizaciones comunitarias se movilizan para reducir los efectos negativos de la vía Cambao-Manizales sobre su territorio y sobre la tradición campesina local (producto del curioso mestizaje paisa y boyacense); en Güicán de la Sierra (Boyacá) las comunidades plantean alternativas de manejo del turismo para conservar los glaciares, que son el centro de su historia, de sus prácticas cotidianas y de la estructura territorial local; las organizaciones sociales lideradas por mujeres en García-Rovira (Santander) generan proyectos alternativos y proponen un marco de incidencia política para mantener el ejercicio de la territorialidad en un páramo que se considera como nicho de su identidad.
Algunas reservas naturales de la sociedad civil en el costado occidental del páramo de Chingaza (Cundinamarca) plantean procesos de conservación y educación ambiental desde el rescate de la memoria y la tradición campesina; el pueblo Kokonuko (Cauca) busca posicionar su visión ancestral de páramo como aporte al cuidado y la conservación de Puracé y Sotará.
Es posible afirmar que las acciones colectivas para el cuidado de los páramos se motivan desde el reconocimiento de los vínculos que establecen hombres y mujeres con su territorio, una intrincada red de relaciones construidas a través del tiempo y atravesadas por la emocionalidad. En este punto, el páramo deja de ser un ecosistema y se convierte en un lugar, es decir, un espacio geográfico que importa y que debe cuidarse porque allí viven los aspectos más sensibles de quienes lo habitan.
A partir del análisis de la acción colectiva de las comunidades negras del Pacífico, Arturo Escobar propone una política del lugar para cuidar los territorios que importan para las comunidades locales. En momentos donde se buscan alternativas viables para conservar los páramos, podríamos construir una política del lugar de la alta montaña en donde nuestros intereses dialoguen con las emociones de los habitantes tradicionales. Asumir esa tarea nos llevará a ejercer una escucha activa de las realidades locales, a comprenderlas y a conectar de manera directa nuestras emociones con las de las parameras y parameros.
Al final de aquel día tuve la oportunidad de conversar a solas con don Benjamín. Me inquietaba la pasión con la que intervenía y la fuerza que expresaba en cada palabra. Después de escuchar atentamente sus razones me atreví a contarle por qué yo llevaba un largo camino buscando posicionar la voz de las comunidades parameras en ámbitos académicos e institucionales, camino que me había llevado a oírlo esa noche.
Me atendió con calma y, por primera vez, tuve la oportunidad de escucharlo tranquilo: “usted me entiende”, concluyó. A fin de cuentas, don Benjamín y yo coincidíamos en un punto: nos mueve una necedad muy parecida a la que sentimos cuando nos aferramos a esos amores no correspondidos, en los cuales el puerto más seguro es la desilusión, pero confiamos en que, en algún afortunado giro del destino -impulsado por la terquedad-, el viento cambie a nuestro favor. Únicamente en ese momento, evidenciados en nuestras querencias, establecimos el puente necesario para buscar alternativas a la situación que lo conflictuaba.